Muchos años después, William Randolph Hearst, el hombre que llegó a acumular el mayor imperio informativo de la historia, seguía afirmando que no había tenido nada que ver con el dichoso telegrama. Sin embargo, y aunque no se ha conservado el texto exacto, existen testimonios y testigos de que efectivamente se cursó. El ilustrador Frederic Remington, de The New York Journal, había cablegrafiado a su periódico desde La Habana diciendo que volvía a Estados Unidos. Las hostilidades contra España parecían haber remitido y allí no había nada que hacer. Remington recibió de vuelta otro telegrama que decía escuetamente: “Por favor, quédese. Usted proporcione las imágenes. Yo pondré la guerra. W. R. Hearst”.
La guerra hispano-norteamericana de Cuba se denominó popularmente en Estados Unidos “the Hearst’s war” y poca gente duda que se fraguó en las oficinas del Journal. Para Estados Unidos, aquella absurda confrontación no fue más que un paseo militar y la respuesta a sus ansias de expansión; para España, sin embargo, representó el final del imperio colonial y una verdadera convulsión en los fundamentos del sentimiento patriótico. Y para Hearst no fue más –ni menos– que la culminación de su triunfo periodístico y el golpe definitivo sobre el adversario al que odió durante toda su vida: Joseph Pulitzer y su diario, The New York World. Fue la obra maestra de lo que luego se denominó periodismo amarillo, el final de una larga carrera que consagró a la prensa definitivamente como el cuarto poder y que tuvo con claridad un nombre propio.
William Randolph Hearst, Willie, nació el 29 de abril de 1863 en San Francisco (California). Fue el primer y único hijo de uno de aquellos míticos exploradores del Oeste. De origen escocés, George Hearst llegó a California con las botas en la mano. Era un hombre brusco, salvaje y prácticamente analfabeto que siempre hizo lo que quiso y que solía alardear de que le habría gustado ser un piel roja. Tuvo la gran fortuna de descubrir –y lo que es más importante, de conservar– valiosísimos yacimientos de plata que le hicieron inmensamente rico.
George Hearst se había casado con una maestra de 19 años, Elisabeth Phoebe Apperson, después de haber sido rechazado por la madre de la joven. Cuando Willie nació, había quedado atrás la dura subsistencia en una tosca choza de madera en mitad de la montaña. El papá de Willie era un rico potentado de la comarca que ya se había cansado de ser rico y quería emprender una brillante carrera política. Para apoyar su campaña compró un destartalado y ruinoso periódico de la ciudad, The San Francisco Examiner, cuya maquinaria fascinaba a Willie, que había heredado la fuerte personalidad de su padre.
Cuando jugaba con otros niños a los trenes, Willie era el maquinista, el que llevaba el freno y el revisor, recordaría su madre. También desarrolló desde la infancia una extraordinaria afición a coleccionar sellos, monedas, cromos y todo tipo de objetos. El niño de los Hearst llegó a los veinte años sin que se le negara el más mínimo capricho, pero su padre se enfadó aquel día con las absurdas pretensiones de su vástago. Para que un joven de sus posibilidades se olvidase de la estúpida idea de hacerse periodista, Willie fue enviado a hacer carrera a la universidad de Harvard. Pero el heredero de los Hearst no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer así como así y, desde luego, no había nacido para obedecer a profesores pedantes, de los que gustaba hacer caricaturas que distribuía por toda la universidad.
El joven estudiante organizó y pagó unos enormes fuegos artificiales para celebrar la elección del demócrata Grover Cleveland –un gran amigo de papá– como 22º presidente de Estados Unidos. Nada fuera del programa hubiera sucedido por el gran espectáculo multicolor, salvo que los fuegos hicieron explosión en el interior del recinto universitario. Aquello era demasiado y el joven, en el segundo año de sus estudios, fue expulsado fulminantemente de Harvard. Dos años después, Willie logró convencer a su padre de cuál era su auténtica vocación. Tenía 24 años cuando fue nombrado director del Examiner. Estaba decidido a implantar en San Francisco el estilo de hacer periodismo que causaba sensación en todo el país y que constituía el fundamento de la formación del joven Hearst.
Unos años antes, James Gordon Bennett había sido el creador de lo que se denominó entonces nuevo periodismo y hoy conocemos como prensa sensacionalista. Partiendo de la base de que un periódico debe ser sobre todo un buen negocio, Bennett incorporó un nuevo estilo de narrar los acontecimientos cotidianos. No le faltaba cierta dosis de razón cuando dijo: “Shakespeare es el gran genio del drama; Walter Scott, de la novela; Milton y Byron, de la poesía; y yo, yo creo que soy el genio de la prensa periódica”.
De origen escocés, Bennett empezó muy joven en la prensa, como redactor del Courrier and Enquirer, de Nueva York. Poco después, en 1835, pudo fundar su propio diario, The New York Herald, en unos sótanos de Wall Street y con un exiguo capital de quinientos dólares. El Herald era una especie de eco acomodaticio con una formidable capacidad para ir adaptándose a las opiniones de la mayoría cualesquiera que estas fuesen. Bennett instruía a sus reporteros para que buscasen el crimen, el escándalo, la lujuria y las más bajas pasiones humanas. Su empeño provocó que el conseguir noticias se convirtiera en el objetivo principal de los periodistas. Podía intuir la noticia como nadie y en sus últimos años, cuando ya dirigía el Herald su hijo, mandó a uno de sus reporteros, el imperturbable galés Henry Morton Stanley, tras las huellas del doctor Livingstone, explorador y misionero desaparecido en África.
En su búsqueda de desgarradoras historias humanas que hicieran más rentable el periódico, Bennett fue dejando una estela de innovaciones en las que hoy se basan los diarios más conspicuos. El 16 de abril de 1836 se ha señalado como la fecha en la que comenzó la revolución del periodismo. Aquel día, el Herald de Bennett titulaba en primera página: “El asesinato más atroz”. El asesinato más atroz fue el de Ellen Jewett, una joven de clase media que fue asesinada por Richard F. Robinson en una casa de dudosa reputación. Bennett obtuvo durante semanas un éxito excepcional, que se tradujo en la venta de enormes cantidades de ejemplares.
Publicó por primera vez en la historia de la prensa una entrevista dialogada –género que no volvió a rescatarse hasta veinte años después– y el 2 de junio apareció en el Herald, también por vez primera, el relato completo del juicio sobre el caso Jewett, que se celebró en el Palacio de Justicia de Nueva York. Bennett reemplazó las doctrinas por los hechos y las teorías por los reportajes. Fue también precursor de la utilización para la prensa del telégrafo, un reciente invento de Samuel Morse.
No cayeron demasiado bien, en principio, los excesos del nuevo periodismo. El público se mostraba escandalizado y ofendido, pero corría a comprar el Herald. Bennett fue acusado de chantajista, calumniador y exhibicionista, y verdaderamente lo fue. Tenía la costumbre de poner a sus lectores al corriente de los sucesos más íntimos, incluso los de su propia vida privada. Anunció su boda con el titular “Atrapado al fin” y cuando su esposa, Henrietta Agnes Crean, emprendió un viaje por Europa, publicaba las cartas que ella le iba enviando. Así, los lectores del Herald supieron que la señora Bennet viajaba por el Mediterráneo a bordo de un buque de bandera italiana, que allí solo había hombres para el servicio, y que encontraba la experiencia tan excitante que estaba dispuesta a reemplazar a sus doncellas por guapos marineros italianos.
El día en el que William Randolph Hearst se hizo cargo del Examiner de San Francisco tenía muy presente lo que había aprendido leyendo el periódico de Bennett, así como los de sus mejores seguidores: el general Taylor (The Boston Globe) y Joseph Pulitzer (The New York World). Hearst no dudó en invertir su fortuna y se hizo en poco tiempo con los más reputados profesionales de otros medios de San Francisco, a los que pagaba cifras fabulosas. Delitos, crímenes y adulterios desplazaron a noticias que hasta entonces eran consideradas como relevantes. A los pocos meses de llegar a la dirección, se le presentó la primera oportunidad: un incendio en el hotel Del Monte, en Monterrey. Hearst fletó un tren especial que llenó de reporteros, fotógrafos y dibujantes, y se trasladó al lugar de la “catástrofe del siglo”.
Algún tiempo después, un vapor encalló en la bahía de San Francisco. Los hombres de Hearst, desde un barco fletado al efecto, ofrecieron la más completa historia, con el exclusivo relato de algunos de los “náufragos”. El Examiner, que tiraba menos de 15.000 ejemplares cuando llegó Hearst, duplicó esta cifra en menos de diez meses; en dos años, se convirtió en el periódico más leído de la costa del Pacífico, con 55.000 ejemplares durante la semana y 62.000 los domingos. El 20 de octubre de 1859, Hearst editó un número especial en el que anunciaba que el diario tendría a partir de entonces diez páginas, y añadió en la mancheta un lema muy a su gusto: “El monarca de los diarios”.
Pero, como Bennett en su época, Hearst iba creando el periodismo a su paso. Fue el primero que se planteó que la primera página debía tener otra estructura y tratamiento, y que vio en los enormes dibujos que reconstruían los hechos el mejor método para dramatizarlos. También fue el primero en introducir grandes titulares en un periódico y en escribir párrafos cortos y de gran impacto. En su despacho del Examiner, Hearst, al igual que el protagonista de la película Ciudadano Kane, el mejor retrato que se ha trazado de su historia, solía cantar y bailar canciones vaqueras, dibujar caricaturas, clasificar fotografías con les dedos de los pies, escribir los titulares y romper las pruebas de imprenta momentos antes de que la rotativa empezase a tirar ejemplares.
Tras ganar la batalla en San Francisco, se trasladó a Nueva York. Tenía poco más de treinta años en 1895 cuando compró un periódico a la deriva, The Morning Journal, que rebautizó como The New York Journal, y no dudó en sacarle todo el dinero que pudo a su madre, lo que no fue fácil, ya que ésta no aprobaba sus relaciones con una prostituta de origen mexicano. Planteó la misma estrategia que en San Francisco, y fue captando a los mejores profesionales de la ciudad a base de pagarles sueldos desorbitados. Tenía su vista puesta, sobre todo, en el World, de Pulitzer, periódico que conocía por dentro ya que había trabajado allí una corta temporada tras su expulsión de Harvard. Después de convencer a varios redactores del diario de la competencia, Hearst logró atraerse al redactor jefe. Pulitzer no podía permitirlo y mandó a su director para que tratara de hacerle desistir. Aquella misma tarde, el redactor jefe y el director del periódico de Pulitzer ingresaban en la nómina de Hearst.
Ambos diarios seguían la misma técnica informativa, basada en el sensacionalismo, cuando no en la activa imaginación de los redactores. Empezó una competencia feroz por ofrecer la historia más desgarrada o el crimen más abyecto, lo que dio origen a lo que hoy conocemos como prensa amarilla. Parece que el término se tomó de un travieso y desdentado personaje de las historietas del World, Yellow Kid, creación del dibujante Outcault, que también se pasó al Journal. Pulitzer no quería perder a uno de sus personajes más queridos y contrató a otro dibujante para que siguiese pintando al mismo niño amarillo. Convivían así las aventuras de Yellow Kid en dos periódicos diferentes. Hasta que Hearst lo arregló a su manera: contrató también al nuevo dibujante. “Mientras otros hablan, el Journal actúa”, era su lema.
Los dos periódicos amarillos de Nueva York seguían en su enloquecida espiral. Los dos directores se odiaron durante el resto de sus vidas. Hearst no dudaba en contratar gánsteres para distribuir sus periódicos y, si la ocasión lo requería, para destruir los de la competencia. Un mes bien surtido de sucesos y escándalos sexuales podía subir la tirada en 125.000 ejemplares. He aquí un titular del Journal de esa época: “Excitante confesión de un asesino, que ruega ser colgado”. Fue entonces cuando surgió un acontecimiento que podía duplicar o triplicar las tiradas de los periódicos: la guerra.
Los primeros chispazos de rebeldía en la isla de Cuba estallaron en 1868. Los anhelos independentistas, que sentía solo una exigua minoría, siempre fueron alentados desde Estados Unidos, principalmente por intereses económicos, como los de la American Sugar Refining Company. En noviembre de 1897, España otorgó a Cuba una amplia autonomía, que satisfizo a la mayoría de los cubanos, pero no a los reyes del dólar. En el otoño de 1896, Hearst había comenzado su ofensiva particular publicando una serie de entrevistas con senadores y políticos de Washington en las que recababa su opinión sobre una posible intervención norteamericana en Cuba. Prácticamente todas las opiniones eran favorables. La postura contraria de muchos políticos –incluso de algunos de los entrevistados, que no se atrevieron a manifestarla– era claramente impopular en Estados Unidos.
Hearst envió a la isla a uno de sus más sagaces reporteros, Richard Harding Davis, pero no para que cubriese información alguna, sino para que le contase a él, personalmente, lo que allí sucedía. El Journal empezó a publicar pruebas –a base muchas veces de fotografías trucadas– de la “crueldad” de la “dominación” española. No menos de 400.000 nativos, según el rotativo, habían muerto por el hambre y la peste “ante la pasividad de los españoles”. El Capitán General de España en Cuba, Valeriano Weyler, fue bautizado por el Journal –otros periódicos le siguieron– como “el carnicero”.
La sustitución del presidente Cleveland –cuya administración mantuvo una decidida actitud anti intervencionista– por McKinley era la señal que esperaba Hearst desde su despacho de Nueva York. Un verdadero ejército de fotógrafos y reporteros se instaló en la isla. A pesar de que Weyler, “el carnicero”, era un hombre paciente, la actitud de los periodistas, que instigaban a los rebeldes y tergiversaban los hechos, le obligó a expulsar a muchos de ellos, lo que levantó una oleada de protestas en los ávidos diarios norteamericanos. Sobre todo cuando Sylvester Scobel, corresponsal del World, fue arrestado –seguramente con cargos irrefutables– por ayudar a los insurgentes.
Pero la exclusiva más sonada de aquellos días se la llevó de nuevo el Journal. La historia de Evangelina Cisneros, sobrina del presidente revolucionario de Cuba, reunía todos los ingredientes melodramáticos que apasionaban a Hearst. La joven había sido acusada de atraer a su casa a un oficial español, donde los revolucionarios le habían tendido una trampa. Evangelina fue condenada por este y otros cargos a veinte años de prisión. Pero a Hearst le gustaba más la versión de la propia Evangelina. “La señorita Cisneros”, decía el Journal, “la muchacha más bella de la isla de Cuba, casi una niña y tan ignorante del mundo como una monja de clausura”, fue engañada por un “pícaro lascivo y frustrado”. El diario protestó por los malos tratos que se infligieron a la muchacha y por la injusticia de la condena: “Esta tierna niña ha sido encarcelada a los diecisiete años entre los negros más depravados de La Habana”. Se enviaron telegramas a la reina de España pidiendo clemencia para una niña “cuyo único crimen había sido el defender su honor contra una bestia de uniforme”, y Hearst reunió miles de formas de protesta de jóvenes norteamericanas.
El Journal siguió su lema y “actuó” mientras otros hablaban. Uno de los enviados a la isla, Karl Decker, logró liberar de la cárcel a Evangelina disfrazándola con ropas de hombre, y la embarcó en un buque norteamericano. Los titulares del Journal del 10 de octubre de 1897 rayaban el frenesí: “El mundo civilizado aprueba el rescate de la señorita Cisneros”. Hasta el presidente McKinley se vio, sin saber bien cómo, recibiendo a Evangelina en la Casa Blanca. Un estudio comparativo del tratamiento de esta noticia en los diarios de Nueva York ofrece datos reveladores: El Journal dedicó a Evangelina Cisneros 375 columnas; el World, menos de trece; el Times, diez, y el Sun y el Herald, solamente una.
Richard Harding Davis manejaba como nadie la retórica en las crónicas que enviaba al World. En “La muerte de Rodríguez”, por ejemplo, describió con todo lujo de detalles el fusilamiento de un joven revolucionario. La crónica terminaba: “Cuando miré de nuevo, el joven cubano no formaba ya parte del mundo de Santa Clara. Dormía sobre la hierba húmeda, los brazos inmóviles, aún fuertemente atados a la espalda, y el escapulario grotescamente retorcido sobre la cara. La sangre de su pecho empapaba aquel suelo que había intentado liberar”.
El clima favorable a la intervención iba ganando adeptos mientras Hearst se frotaba las manos. Aquello reunía todas las condiciones para seguir escribiendo grandes historias: proximidad de Cuba, facilidad de comunicaciones, afán expansionista de los norteamericanos, lucha por la libertad, fin del colonialismo español… Madrid envió una nota oficial a Washington: “Es preciso que cesen de una vez, con carácter absoluto y para siempre, esas expediciones filibusteras que, al violar con el mayor desenfado las leyes de amistad, perjudican y menoscaban los respetos que el gobierno norteamericano se debe a sí mismo en el cumplimiento de sus deberes internacionales”.
Hasta el momento, las gestiones oficiales se habían limitado a unas cuantas notas norteamericanas al gobierno español protestando por los procedimientos de Weyler y exigiendo una rápida pacificación de la isla. El nuevo presidente puso en marcha una acción mucho más audaz a comienzos de 1898. Un comisario extraoficial realizó gestiones cerca de la regente española María Cristina que encerraban casi un ultimátum: el ejército norteamericano intervendría en la isla si España no accedía a su venta por 300 millones de dólares. Además, se ofrecía un millón de dólares para los eventuales negociadores españoles. El gobierno de Madrid rechazó de plano tal propuesta.
Recién iniciada la gestión del gobierno autónomo de Cuba, los periódicos de la isla se habían lanzado a una violenta campaña de ataques e insultos inspirados, en el mejor de los supuestos, por los norteamericanos. Se distinguió el diario El Reconcentrado. Un grupo de oficiales españoles furiosos asaltó y causó destrozos en la sede de este periódico, lo que bastó a Hearst para afirmar que la autonomía había fracasado. Como consecuencia del asalto y atendiendo a las exigencias de la prensa norteamericana, Washington envió a la isla a finales de enero el crucero Maine, que fue fondeado en la bahía de La Habana. A cuatro horas de la isla de Cuba se situó la flota de Estados Unidos, para regocijo de Hearst: cinco torpederos, cuatro acorazados y seis cruceros.
Semanas después tuvo lugar el suceso más oscuro del enfrentamiento, que dio a Hearst la oportunidad de confeccionar una primera página para la historia. El 15 de febrero de 1898, a las 21:40 horas, dos explosiones levantaron al Maine por los aires y lanzaron trozos de su estructura a un kilómetro de distancia. Aunque el comandante, los oficiales y gran parte de la tripulación estaban en una fiesta, aquella noche perdieron la vida 266 marineros norteamericanos. El gobierno de Estados Unidos declinó la formación de una comisión conjunta de investigación y propuso incluso que se volasen los restos del Maine. La comisión española llegó a la siguiente conclusión: “Solo cabe honradamente asegurar que la catástrofe se debió a causas interiores”. Los norteamericanos llegaron a la suya: “Existía una mina submarina bajo el costado de babor del crucero siniestrado”.
En 1911, bajo la presidencia de W. H. Taft, se reflotaron los restos, una comisión estadounidense los examinó y se reafirmó en la teoría de la causa externa. El palo mayor fue enviado al cementerio de Arlington (Washington), donde descansan los héroes del país, y lo que quedaba del casco fue hundido en una profunda fosa de 800 metros a cuatro millas de La Habana. En 1976, el almirante Hyman Rickover, comandante de la flota de submarinos nucleares estadounidenses, tras analizar los restos elaboró un nuevo informe donde, en términos concluyentes, sentó que la causa del desastre fue el calor producido por el fuego de una carbonera próxima al cañón de reserva. Los pañoles estaban inequívocamente hacia afuera. Causa interna, por tanto, y España obtenía la razón, pero solo moral porque la tesis de la causa externa sigue siendo general incluso hoy día. En 1998, cuando se celebró el centenario, se hicieron algunos intentos para que Estados Unidos rectificara su visión de la historia y varios historiadores propusieron pedir al entonces presidente, Bill Clinton, que ofreciera disculpas por la falsa acusación. Solo se consiguió que se retirara con total discreción de Arlington la inscripción que condenaba a España en duros términos.
El día después de la explosión, el Journal no tuvo dudas y publicó un titular que recorría todas las columnas, un ejemplo de cabecera que aún se analiza en las escuelas de periodismo: “La destrucción del Maine fue la obra de un enemigo”. Tras su aparente obviedad, el titular encerraba en aquel contexto una intención muy precisa. En la información se establecía la hipótesis de que una mina española había sido la causa de la catástrofe. Un dibujo a toda página representaba al crucero en el momento de chocar contra una mina situada en las profundidades de la bahía. Dos grandes recuadros simétricos, a ambos lados de la portada, ofrecían una recompensa de 50.000 dólares a quien pudiera dar alguna pista para capturar al causante del “ultraje”.
Tres días después, el Journal titulaba: “Todo el país se estremece con fiebre de guerra”. Para otro de los titulares de aquellos días, fue necesario fabricar expresamente un tipo especial de letra. Dos palabras iban a cubrir la primera página de un extremo a otro con las letras más grandes que jamás había publicado un periódico: “WAR SURE” (“Guerra seguro”).
El Journal había declarado el comienzo de las hostilidades por su cuenta. El 9 de abril publicó una carta –de autenticidad más que dudosa– que el periódico había “interceptado” a tiempo. El embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lome, acusaba al presidente de Estados Unidos, en una misiva estrictamente particular, de “débil y populachero” y de “politicastro que quiere dejarse una puerta abierta”, lo que, por otra parte, no dejaba de ser cierto. El diario de Hearst opinaba que el embajador era un peligroso criminal al que habría que encarcelar cuanto antes. Junto a esta petición, el director del Journal abría una suscripción popular para erigir un monumento en memoria de las víctimas del Maine.
A muchos kilómetros de distancia, en España, la situación era bien distinta. Manuel Ortega y Gasset recogió en su Biografía de El Imparcial este testimonio sobrecogedor:
“Tres años faltaban para cumplir el siglo. En la tarde del 15 de febrero de 1898 vemos a dos hombres sentados frente a frente en una de las mesas de redacción de El Imparcial. Uno escribe y otro dicta, aunque ambos colaboran en paridad. Escribe Luis Taboada y dicta Ortega Munilla [su padre y director del periódico]. Medio tumbado en un diván próximo había un niño al que no pudimos ver porque era el autor de estas páginas.
Están redactando estos señores a matacaballo la hoja extraordinaria que va a sacar a la calle El Imparcial. Detiénense a veces los que escriben tratando de evitar la repetición de unas palabras que la índole del relato parecía imponer: ‘lugar del siniestro’, ‘lugar de la catástrofe’, ‘lugar del suceso’. No pudo contener Taboada su propensión festiva y propuso ‘lugar de la hecatombe’, que rechazó Ortega sonriéndole con un ‘¡hombre por Dios!’
Y era que a las nueve y treinta minutos de la noche cubana había volado en la bahía de La Habana el crucero norteamericano Maine, acontecimiento que fue el principio del fin”.
La mayor preocupación de la prensa española de aquellos días, además de la precisión terminológica, era calibrar el contingente de las fuerzas norteamericanas. Estados Unidos tenía la tercera flota del mundo y la española estaba formada prácticamente por piezas de museo. El Imparcial que vieron los ojos infantiles de Manuel Ortega, uno de los diarios de mayor influencia y tirada (150.000 ejemplares), informaba el 11 de marzo:
“Después de leer los telegramas venidos de allí que afirman que van a ser armados un sin número de vapores mercantes; que se concentra el ejército sobre el golfo de Méjico; que en Cayo Hueso y las Tortugas hormiguean los torpederos; que el general Merrit tomará el mando de un cuerpo de 30.000 hombres para invadir Cuba, y otras cosas por el estilo, no hay español de buena y legítima sangre que no se quede tan tranquilo como antes lo estaba. Primero, porque por lo menos la mitad de eso es mentira, y segundo, porque aun cuando fuera todo verdad, al estar la honra de España en un platillo de la balanza, todo este conjunto de noticiones en el otro platillo todavía pesaría muy poco”.
“Más fuerza material que la que poseen los Estados Unidos con respecto a la de España”, concluía el rotativo madrileño líneas después, “tiene un toro en relación a un hombre y, sin embargo, Mr. Woodford [a la sazón embajador de Estados Unidos en España] ha podido ver cómo al toro se le torea”. En este mismo motivo taurino insistía una revista de la época:
“¿Que el conflicto con los Estados Unidos está en vías de un desenlace próximo y nada pacífico? ¿Y qué? ¿Que estamos en vísperas de una guerra? ¿Y qué? Se inaugura la temporada taurina, y el pueblo acude entusiasmado a presenciar la corrida, a aplaudir al Guerra, al Bomba y a Fuentes”.
Los periódicos españoles se enzarzaron en una mezcla de estadística y patrioterismo, a medida que iban alejándose cada vez más de la realidad. El Imparcial insistía en que la flota norteamericana no era ni mucho menos lo que anunciaban desde Washington. Tenían algunos barcos, “pero lo demás era todo género del Rastro”. El Correo Militar afirmaba: “Nuestros cien mil soldados aplastarán a los apenas treinta mil americanos”. España buscó la mediación del Papa para evitar el conflicto, pero éste poco pudo hacer. Un diario de extrema derecha, El Siglo Futuro, publicó una resonante proclama:
“Cuando un pueblo extraño atropella e insulta a España, aunque ese pueblo fuese de héroes y caballeros y no de ‘yankees’, y aunque fuese invencible e incontrastable, España no va a guarecerse en los sagrados hábitos del Santísimo Padre: España va a defender su bandera y a clavarla en el corazón de su agresor o a morir envuelto en ella”.
Mientras la paciencia en España se había colmado y la prensa exigía honor al ejército español, en Estados Unidos se debatía la “catástrofe” del Maine, que fue la causa que finalmente llevó a los norteamericanos a declarar la guerra a España. Hearst fue el primero en proclamar un veredicto, mucho antes que la comisión investigadora creada al efecto. El resto de los periódicos se iban sumando poco a poco a la tesis de Hearst. The New York Herald, el diario fundado par James Gordon Bennett, analizaba así la situación, el 28 de febrero:
“Aunque la comisión investigadora lleve sus investigaciones lo más secretamente posible, parece un hecho ya establecido que la explosión que ha destruido el Maine se produjo bajo la quilla del navío (…) La catástrofe ha sido, pues, ocasionada por una mina submarina.
El gobierno español afirma que no hay ingenios de esta clase en el puerto de La Habana; pero tal afirmación la contradice un mapa que existe en la biblioteca de Washington y que muestra la posición exacta de esas minas (…) Todo el mundo espera aquí con tanta seguridad la guerra, que los grandes periódicos se preparan a enviar sus corresponsales a Key West, en Florida, punto más próximo a las futuras operaciones”.
Muy pocas voces se alzaron en Estados Unidos contra los excesos de la prensa, que daba por declarada la guerra antes de que se pronunciaran los representantes de la nación. Edwin Lawrence Godkin, director y propietario del Evening Post, fue una de las excepciones. A los pocos días del episodio del Maine, escribía:
“Nada tan desgraciado como el comportamiento (…) de estos periódicos (…) se ha conocido en la historia del periodismo norteamericano. Reproducción indebida de los hechos, invención deliberada de cuentos calculados para excitar al público y temeridad desenfrenada en la composición de titulares (…) Es una vergüenza pública que los hombres puedan hacer tanto daño con el objeto de vender más periódicos”.
El presidente McKinley, cuya postura seguía siendo reticente a la intervención militar norteamericana, tuvo que ceder ante la presión de lo que Hearst denominaba “unanimidad del pueblo americano”. Una resolución del Congreso, después de oír el informe de la comisión sobre el hundimiento del Maine exigiendo la declaración de guerra, pudo más que las promesas españolas de revisar su política en Cuba y los intentos de mediación –si bien tímidos– del papa y de las potencias europeas. El 20 de abril de 1898, el presidente McKinley sancionó la resolución conjunta de las cámaras: España debía renunciar a la soberanía sobre Cuba en el plazo de tres días. La guerra había estallado.
El cuerpo expedicionario norteamericano, compuesto por unos 15.000 hombres, salió de su base de Tampa a mediados de junio. Acudía en ayuda de los fusileros norteamericanos enviados al comienzo de las hostilidades. Los rebeldes cubanos, desde dos frentes distintos, lograron unirse, y el 2 de julio cerraron el círculo en torno a Santiago. El almirante Cervera pidió instrucciones a Madrid. No tenían la mínima posibilidad ante el bloqueo norteamericano por tierra y por mar. El gobierno español ordenó a sus tropas que salieran de la bahía. Ningún proyectil de la flota española llegó a la norteamericana. Con aquellos viejos buques, se hundieron los restos del imperio español. Cuba, por su parte, no obtendría una independencia plena hasta la llegada de Fidel Castro.
La imagen de William Randolph Hearst con sombrero de paja, un enorme cigarro en la boca y un revólver a la cintura interviniendo personalmente en las primeras acciones militares al frente de su ejército de una veintena de reporteros, dibujantes y fotógrafos, es el mejor resumen del tratamiento que dio a la confrontación. A bordo del yate que utilizaba para enviar sus informaciones a Nueva York, contempló cómo se iba a pique la flota española. Hearst quiso estar tan cerca que solo un cañonazo que pasó por encima del puente hizo que atendiera las recomendaciones del capitán de su yate y se alejara unos metros.
Durante la batalla de Guantánamo, Hearst desembarcó en la playa y capturó personalmente, al frente de su ejército de periodistas, a 26 sorprendidos marineros españoles, a los que entregó como peligrosos prisioneros de guerra, no sin antes haber mandado unas cuantas páginas a Nueva York narrando su aventura. El gobernador Sasler, de Missuri, llegó a proponer que Estados Unidos no interviniera y que Hearst mandara a quinientos de sus reporteros a liberar Cuba.
El Journal gastó medio millón de dólares en los cuatro meses que duró la guerra. El aumento de la tirada fue espectacular. Se pasó de 416.885 ejemplares el 9 de enero a 1.030.140 el 18 de febrero, tres días después del hundimiento del Maine. En un solo día, el Journal llegó a lanzar cuarenta ediciones. Un titular de primera página preguntaba a los lectores, no sin cierta ironía: “¿Qué os parece la guerra del Journal?”.
La guerra hispanoamericana consagró a Hearst, pero también sirvió para que iniciara su rodaje un nuevo medio de comunicación, que se desarrolló con enorme rapidez. Una hora después de que estallaran las hostilidades, se reunían en un pequeño local de Nueva York el ex caricaturista británico James Stuart Blackton y su compatriota Albert E. Smith. Durante la noche rodaron las escenas de un filme: Tearing down the spanish flag (Rasgando la bandera española).
Blackton, el realizador del rudimentario filme bélico, explicó años después el rodaje: “Instalamos un mástil con dos banderas de dieciocho pulgadas. Smith manejaba la cámara y yo, con ésta mano, arranqué la bandera española e icé la de las barras y estrellas hasta el tope de mástil”. Aquel simple argumento –unos pocos fotogramas montados– fascinó a los neoyorquinos: Blackton y Smith vendieron centenares de copias en pocos días. La película suscitó docenas de imitaciones y todo el mundo, al menos en Nueva York, quería ver fotografías animadas de la guerra contra España.
En una sociedad tremendamente dinámica, no tardó mucho tiempo en prender la idea de rodar documentales durante las batallas. Pudo fotografiarse la salida de las tropas, pero al llegar a Cuba el comandante de la flota norteamericana, que no estaba para inventos, negó el permiso aduciendo que temía el espionaje. Edward H. Amet no se resignó a perder una oportunidad semejante y rodó el combate completo, incluida la derrota naval del almirante Cervera, en el jardín de su casa, con barcos en miniatura, cañones eléctricos y ventiladores que provocaban el oleaje. En los albores del cine, nadie ponía en duda la veracidad de una imagen fotográfica.
Tiempo después, un veterano de aquellas campaña vio la secuencia animada, de un mérito técnico indiscutible “No comprendo cómo pudo registrar estas imágenes”, dijo al operador, “porque solo combatimos de noche”, a lo que Amet respondió diciendo que había utilizado una película especialmente sensible a la luz lunar y un teleobjetivo capaz de captar escenas a diez kilómetros de distancia. Seguramente el veterano lo creyó.
William Randolph Hearst siempre desconfió del cine, sobre todo desde que tuvo noticia del contenido de Ciudadano Kane, sin duda el mejor retrato de su figura y de su prodigiosa época. Le disgustó tanto la película que hizo todo lo que estaba en su mano para impedir su estreno. Llegó a mandar a un reportero a Hollywood para que investigase quién había participado en la película y lanzó la siguiente campaña: “Actividades comunistas en la industria del cine”. No consiguió impedir el estreno del filme, pero sí logró que pasase casi inadvertido y que su director, Orson Welles, fuese expulsado de Hollywood.
Welles intentó minimizar la relación de su personaje con Hearst: “Aparte de su famoso telegrama y de su enloquecida colección de arte, en Kane todo fue inventado”. Sin embargo, Herman J. Mankiewick, coautor del guion, dijo que muchos detalles de la personalidad del protagonista los tomaron de los fabulosos relatos de la vida de Hearst, que siempre apasionaron a Welles [Los marcianos de Orson Welles].
El magnate de la prensa alcanzó la cúspide de su carrera en 1929: 27 diarios, 17 periódicos dominicales publicados en 18 ciudades y 14 revistas, entre ellas la popularísima American Weekly. Hearst controlaba entonces el 14% de los periódicos del país mientras la despampanante actriz Marion Davis le acompañaba de escándalo en escándalo. Su vida fue fabulosa. Pasó de anarquista a reaccionario, aunque le gustaba autodenominarse “el campeón de las clases débiles”, dictó instrucciones y titulares a sus periódicos hasta el día de su muerte, y vivió para ver cómo sucumbía Joseph Pulitzer, su gran enemigo. Las fiestas en su rancho de San Simeón, “el monumento más costoso que el hombre ha construido para sí mismo después de las pirámides”, como dice la información turística que se reparte en la puerta, eran comentadas en todo el país.
Le gustaba visitar España, el país que derrotó con su periódico, e incluso llegó a entablar cierta amistad con el rey Alfonso XIII en San Sebastián. Admiraba a Hitler y se entrevistó con él en Alemania para aconsejarle cómo debía ganarse amigos en Estados Unidos. Sin embargó, publicó artículos tanto de Göering como del partido comunista de su país. La única derrota que vivió Hearst fue su irrupción en la política, el gran sueño de su padre y del ciudadano Kane. Fue elegido representante en el Congreso por uno de los distritos demócratas de Nueva York, pero no llegó siquiera a alcalde. La gente le admiraba y compraba sus periódicos, pero no le votó. Fue acusado de todos los crímenes imaginables: desde intentar comprar su camino a la Casa Blanca hasta de ser el autor del hundimiento del Maine. Siempre negó, sin embargo, las fabulosas aventuras que le achacaban, incluido el telegrama. Decía que su éxito se había basado en rebajar el precio del periódico a un centavo y que su secreto consistía en aplicar tres principios: “iniciativa, energía y originalidad”.
Howard Minton dijo en el Congreso de Estados Unidos: “Si Hearst se encontrase con la estatua de la Libertad que había bajado de su pedestal, no la reconocería; pero intentaría hacerse con su número de teléfono”.
Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de fronterad casi desde su fundación, donde es el coordinador editorial de publicaciones en papel y e-books. Mantiene el blog De libros raros, perdidos y olvidados. Este artículo forma parte del proyecto Diez noticias que conmovieron al mundo, del que ya se han publicado:
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