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ArpaLa habitación de Dafne

La habitación de Dafne

Isabel Garzo (Foto: Raúl F. Zorzo, Licencia Creative Commons CC BY-SA 3.0) junto a la portada del libro

Yo crecí cuidando de no mancharme los vestidos

No sé cómo Dafne y yo podemos querernos tanto siendo como somos la noche y el día.

A mí me corresponde la noche, de eso no hay duda. No por oscura sino por todo lo demás: compleja, silenciosa, siempre más aburrida que su luminoso antónimo. Noche por mi tendencia a temer cualquier posibilidad desfavorable que pase por mi cabeza, noche por caminar siempre con tiento, pero noche sobre todo por el indiscutible contraste con el día que es Dafne. Toda color, toda historias y sueños que pueden hacerse realidad con solo cerrar los párpados.

Yo crecí cuidando de no mancharme los vestidos, aterrada si mis pies se hundían en el barro, preocupada por preguntar a cada momento lo que venía a continuación y rememorando durante horas lo ocurrido previamente.

Dafne creció hecha un manojo de nervios, siempre impaciente por cambiar de escenario, por pasar un rato con cualquiera –persona, animal o cosa– que le resultara nuevo. Habla hasta quedar afónica, se decanta por tal o cual camino, por pequeños destellos de luz que cree distinguir en alguno de ellos, ríe hasta que le duele la tripa y no parece tener consciencia de los peligros que acechan a su cuerpo. Lo mismo prueba un trago de un agua no potable que salta desde un muro sin ninguna precaución.

Mi hermana es el arrojo. Yo me escandalizo porque es lo que corresponde a la noche, pero en el fondo creo –sé– que ella tiene razón.

Vivimos en la misma casa del mismo pueblo, vemos a las mismas personas y hacemos prácticamente las mismas cosas, pero su vida parece tan opuesta a la mía que me hace sentir aburrida y tonta. Pero cuando hay una decisión que tomar o unas posibilidades que valorar, mi hermana acude a mí para que haga uso de mi mente cuadriculada. Así, las dos estamos seguras de haber elegido la mejor de las opciones posibles y de no haber dejado ningún resquicio al azar. Solo entonces dejo de echar de menos los pájaros que nunca he tenido en mi cabeza, porque quedo satisfecha con el resultado de mis precauciones, con el agradecimiento de mi hermana hacia ellas, y en ese momento no tengo duda de que mi mente funciona como tiene que hacerlo, de que así está bien.

Cuando tenía tres o cuatro años, a veces fantaseaba con el hecho de que en realidad no fuera mi hermana. Imaginaba, por ejemplo, que unos vecinos la habían dejado con nosotros mientras iban de viaje y después habían tenido un terrible accidente. Mi imaginación no acertaba a añadir demasiados detalles a esos supuestos. Dafne lo narraría sin duda mejor, ya que ese es su terreno: el de las historias inventadas que se multiplican sobre sí mismas y solo encuentran su fin en una llamada a merendar o unos párpados que el sueño y la gravedad empujan hacia abajo con más fuerza que las ganas de jolgorio –de carrete, como lo llamaba doña Ángela, de quien hablaré más tarde– empujan hacia arriba.

Detengámonos un momento a comentar lo que sucede cuando Dafne pone en marcha el mecanismo de su sonrisa. Su rostro está moldeado para la sonrisa, de tal manera que quien la ve sonreír puede pensar: “ah, vale, ahora entiendo este rostro”; como si no tuviera sentido alguno sin esa extensión de las comisuras. Dicen que la sonrisa favorece los rostros de las buenas personas porque resulta un gesto natural en ellas, mientras que lo sensato es desconfiar de aquellas personas cuya sonrisa tuerce sus facciones y las vuelve extrañas, porque están sin duda menos acostumbradas a hacerlo. No sé si esto es verdad, pero, en el caso de mi hermana, la sonrisa completa su cara como si hubiera entrenado durante años frente al espejo para ejecutarla a la perfección. Sus comisuras ascienden en el momento exacto, sus ojos brillan, los pequeños pliegues que se forman junto a ellos son como flechas que enmarcaran el conjunto. Sus mejillas se hinchan y se sonrojan y, a veces, si el espectador tiene suerte, su boca se entreabre para dejar salir un suspiro, una carcajada o un aliento con aroma a fruta que expone dos filas de perlas empapadas de vida. Es un espectáculo ver sonreír a Dafne.

Me gusta mi nombre, Cora. Viene del griego y representa la vegetación primaveral. Sin embargo, en secreto, envidio el de mi hermana, que además de ser griego y estar asociado a una planta, como el mío, encierra, según la mitología, una historia de pasión desgarrada, la de un padre que convierte a su hija en un laurel como respuesta a la lla- mada de auxilio de esta, perseguida por el bello pero indeseado Apolo.

Cuando éramos niñas, la pasión con la que Dafne se entregaba a todo, su imaginación desbordante y las locuras imprevisibles que hacía o decía causaban en los adultos la misma sorpresa y admiración que mi memoria, mis habilidades para el dibujo y la escritura o mi capacidad de deducción. Yo era una niña sobresaliente, sin duda. ¿Por qué siempre prestamos más atención a aquello de lo que carecemos, por qué ninguneamos nuestras virtudes?

Aunque la incompatibilidad parece clara, somos inseparables y, con el paso de los años, hemos construido a cuatro manos una muralla a nuestro alrededor. Dentro de ella, la mezcla imposible funciona. Fuera, no tanto.

En ocasiones, desde la adolescencia, nos encontramos con que en determinados entornos y situaciones ella es mejor acogida que yo, por eso empezamos a espaciar nuestro trato con los demás y nuestras incursiones juntas en ese mundo que lo prefiere todo blanco o negro para pasar cada vez más tiempo en nuestra burbuja gris, donde ella se muestra embelesada cuando le cuento cosas del mundo real que he podido investigar por mi cuenta y a mí me encanta que ella invente historias descabelladas solo para las dos.

—Parece mentira, dos personalidades tan diferentes… La noche y el día–, oí que comentaba un día una vecina a mi madre mientras mi hermana y yo nos guarecíamos en una improvisada cabaña en el jardín para mirar y ordenar dentro de ella los pequeños tesoros que habíamos recopilado durante el día. Estaba claro que hablaban de nosotras. Mi madre nos miró con gesto preocupado y acto seguido cogió a la vecina del codo para dirigirla hacia un sitio en el que no pudiéramos escucharlas.

Ni todo es blanco en Dafne ni todo es negro en mí, eso está claro. La energía optimista de Dafne viene con suplemento de nerviosismo, incapacidad para apreciar apropiadamente el silencio, gusto por el protagonismo y una excesiva sensibilidad que la hace virar de la carcajada absoluta al llanto más dramático en un segundo. Y mis aburridas cualidades se compensan en parte con capacidad para escuchar los problemas de otros e interesarme por sus historias desde un segundo plano y con la disposición práctica y la ausencia de orgullo que utilizo para resolver las encrucijadas.

A Dafne le gusta hablar de sí misma y observar las reacciones de los demás cuando algo que ella ha hecho los maravilla. A mí se me parte el corazón cuando veo a un compañero de la escuela comer un bocadillo con un contenido de peor calidad que el mío, o cuando veo crecer un tulipán demasiado pegado a un muro y me imagino el bulbo aprisionado contra la piedra intentando abrirse camino a duras penas. La mía es una bondad selectiva, pero esas cosas aleatorias me llenan de pesar.

Mis padres me prefieren a mí, está clarísimo. Las cosas que ocupan la cabeza de Dafne no son de recibo, no sirven para labrarse un futuro, acaso para retrasar la llegada de esa felicidad relativa y suficiente a la que todos tendemos. Tal y como yo interpreto los preceptos de mis progenitores, esa felicidad suele mantenerse en una intensidad más o menos estable a partir del momento en el que una persona elige su ocupación, sus prioridades y a sus principales compañeros de vida. No parece que se pueda llegar a ella actuando como Dafne, que se deja guiar por el placer inmediato, no estudia las consecuencias de sus actos ni valora distintas opciones antes de lanzarse a una de ellas con entusiasmo. Se cree todo lo que le cuentan y cualquier estímulo le hace abrir los ojos de par en par. Vive maravillada por el mundo. Se deleita en masticar las ideas. De hecho, creo que disfruta más imaginando las cosas que haciéndolas. Y eso crispa a cualquiera.

No he hablado todavía de mis padres. Mi madre parece más adoptada aún que Dafne o que yo, más ajena a nosotras. Me cuesta creer que se le haya ocurrido ese nombre, “Dafne”. “Cora” quizá sí. Nos quiere a su extraña manera (todos queremos a nuestra extraña manera), incondicionalmente, según ella, obviando que no se debe querer como uno desea sino como necesita el otro ser querido. A Dafne, desde luego, no la quiere como ella necesita. A mí, podría parecer que sí.

Mi padre, lingüista de profesión, intenta comprender cómo ha salido de él algo tan dispar, pero no puede evitar preferirme a mí, aunque eso le duela y aunque Dafne le fascine tanto como un hada recién emergida de una laguna con la piel cubierta de escamas que brillan en la oscuridad.

A esto contribuye la apariencia física de mi hermana. Tiene la piel mucho más blanca que la mía, el cabello castaño cobrizo y los ojos verdes. Yo estoy convencida de que las ondas de su pelo guardan alguna relación con el torbellino de su cabeza. No habría sido creíble que de aquella precisa cabeza hubiera nacido un pelo lacio y oscuro como el mío que, para más inri, crece despacio, como si no le interesara conquistar el espacio a su alrededor; todo lo contrario que el de mi hermana.

—A veces me parece –me dice ella mientras termina una larga trenza– que sigue creciendo mientras me hago las trenzas y que nunca voy a terminar.

Después, acabado el trenzado, estalla en carcajadas y adorna el extremo con una flor recién recogida o con un lazo de vivos colores, o lo pasa hacia el otro lado de su cabeza a modo de diadema que después sujeta con más cintas o flores. Dafne siempre respira con fuerza y a menudo tiene hipo o tose, como si dentro de ella hubiera un ser vivo más voluminoso que intentara aclimatarse a ese cuerpo menudo e insuficiente. Yo me definiría más bien como un alma contenida en un cuerpo espacioso y calmado donde cualquier rumor hace eco y donde hay espacios de sobra para llenar.

Por estas circunstancias y estas carencias necesito tanto a Dafne; y por otras muy parecidas ella me necesita a mí, me pregunta todo y confía en mi criterio más que nada en este mundo.

Es inevitable que nuestra burbuja reviente antes o después. Hace un tiempo que la locura infantil de Dafne ha dejado de ser infantil y ha pasado de ser divertida a preocupante. Si a los quince yo soy tan responsable que puedo quedar una semana a cargo de la casa, ella no sabe freírse un huevo. No porque no esté capacitada sino porque nunca ha tenido interés. Prefiere hacer cualquier otra cosa, algo divertido o creativo. Percibo la preocupación en mis padres.

Así comienza la novela La habitación de Dafne, publicada por Demipage.

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