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La ‘herencia maldita’ de Lula

Las cosas se le siguen complicando a Dilma Rousseff. Hace unos días, los aliados que sostienen al Partido de los Trabajadores (PT) hicieron “huelga blanca” en el Congreso de los Diputados y se negaron a votar. Hoy publica la Folha de São Paulo que el Partido Republicano (PR) abandona la coalición por la purga que se está dando en el Ministerio de los Transportes, tras la caída del ministro, que era del PR. Y también líderes del otras cuatro siglas políticas, entre ellas el PMDB -el aliado más importante para el Gobierno- han protestado por la reacción a su juicio exagerada tras el aluvión de casos de corrupción que están poniendo a Dilma contra las cuerdas: de un lado, mantener su imagen de ética y mano dura contra los excesos; de otro, la delicadísima coalición que garantiza la gobernabilidad en Brasil. Lo dijo hasta el ex presidente Lula la semana pasada: “La crisis en Brasil no es económica, es política”. Y por cierto que, con Dilma a la baja, cada vez más líderes políticos de diferentes partidos de la coalición comienzan a alentar al primer obrero que llegó a la presidencia en uno de los países más desiguales del mundo para que vuelva a presentarse a las elecciones en 2014. Mis amigos brasileiros bromean con la idea de que si ese año ganan el Mundial en casa y recuperan a Lula como presidente, va a ser poco menos que una bacanal continua…

Pero volvamos a la cuestión. La oposición ‘tucana’ (del conservador Partido de la Socialdemocracia Brasileña, PSDB) habla ya de “herencia maldita” del lulismo, en referencia a los múltiples escándalos de corrupción que han sido ventilados por la prensa en los últimos meses y que colocan en una delicada tesitura el complejo sistema de alianzas en el Congreso que la presidenta Dilma Rousseff heredó de su predecesor y mentor, Lula. Sin embargo, este análisis supone una premeditada simplificación: lo que pasa en Brasilia tiene más que ver con problemas inherentes al sistema político brasileño, donde un Congreso muy atomizado fomenta gobiernos de coalición muy complicados, en los que el presidente puede verse obligado a entrar en una compleja red de favores y prebendas para garantizar la gobernabilidad. Eso mismo fue el escándalo de ‘mensalão’, la compra de votos en el Congreso que tanto desprestigió al PT de Lula en 2005, aunque se trataba en realidad de un esquema preexistente. Sucede que Rousseff, con su fama ganada a pulso de impoluta honestidad y pulcro perfeccionismo gestor, se da mal con estas cotidianas artimañas que forman parte de la vida parlamentaria cotidiana.

Una red de intrigas

Y esa red de intrigas palaciegas que funciona en Brasilia tiene todo a su favor cuando se trata de un Gobierno hecho con encaje de bolillos. Una decena de partidos y 37 ministerios para repartir. El PT se quedó con 17 carteras y dejó con seis –algunas de ellas, las más influyentes- al Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), formación de centro-derecha a la que pertenecen Nelson Jobim y el vicepresidente, Michel Termer. Aunque es más que difuso en sus planteamientos programáticos, o tal vez por eso, el PMDB es siempre, con el peso de sus votos y escaños, el fiel de la gobernabilidad. El aliado imprescindible, pero incómodo. Algunos de sus líderes, quizá en un afán de pescar en río revuelto, ya han dado muestras de sentirse incómodos en una coalición cuya amplitud no es garantía de solidez. En Brasilia, puede ser más bien todo lo contrario.

A menudo se escucha que el equilibrio de las coaliciones ya era delicado en la época de Lula, pero que él, gracias a su gran habilidad para el diálogo y para alcanzar consensos, supo lidiar mejor con esas dificultades. En parte es verdad, pero este análisis olvida dos cuestiones fundamentales: una, que Rousseff, con un perfil más gestor que político, le cuesta más asignar un cargo a una persona sólo por su afiliación partidaria, pues prefiere colocar a la persona técnicamente más apta para el puesto; y dos, que la situación económica que enfrenta este Gobierno es mucho menos amable. Mientras la prensa económica mundial anuncia el fin del romance de Brasil con los inversores, ahora asustados por el riesgo de burbuja en el país, la amenaza de la inflación conmina a disminuir el gasto público. El ministro de Hacienda, el ‘petista’ Guido Mantega, ya anunció que habría un profundo recorte presupuestario: la apuesta de Dilma es la austeridad presupuestaria. Y, en época de vacas flacas, cuando el pastel para repartir es menor, es cuando las cosas se complican.

La reforma política

Hace meses que vaga por las cámaras parlamentarias un proyecto de reforma del sistema político. Hay quien, como el diputado ‘petista’ Paulo Teixeira, defiende que se creen mecanismos para acabar con la dinámica de las coaliciones, como las ‘federaciones partidarias’, que tendrían un plazo mínimo de tres años y se darían en torno a puntos programáticos. Otros defienden el paso de listas abiertas a listas cerradas, en un intento de que el personalismo deje de imponerse al programa, aunque la mayoría de los teóricos cree que esto apenas modificaría el panorama. Y la sociedad civil pide la implementación de mecanismos de participación popular, como los plebiscitos, que prevé la Constitución de 1988, pero nunca fueron reglamentados. El problema es el de siempre: como me decía uno de los profesores más inolvidables que tuve en la Universidad Complutense, «los sistemas políticos hacen las mayorías parlamentarias, y las mayorías parlamentarias hacen los sistemas políticos». ¿Cómo esperar que la clase política modifique un reglamento que le favorece? ¿En pos del interés general? Hmmm…

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