Acá en Malabo, el sitio en el que teóricamente se resuelven los asuntos económicos, políticos y sociales de toda la Guinea, se ha vivido con toda la pasión necesaria el paulatino avance de la selección española en el mundial de fútbol que se celebraba en Sudáfrica. La gente vivió la decepción del primer fracaso ante Suiza. Se consoló pensando que jugó infinitamente mejor. Y se llevó un monumental enfado cuando vio que la misma España no hizo mucho contra Honduras pese a su descarada calidad. Se oyeron claras menciones a las madres de los supuestos culpables después del partido. Suspiró por lo bajito ante el triunfo contra Chile y empezó a tener fe en las posibilidades de España. Cierto que Malabo vive muchos cortes de luz, cierto que no siempre se puede dedicar la programación diaria a la visión del fútbol televisado, pero la gente de Malabo hizo un esfuerzo grande para dedicar muchas horas a la trayectoria cuasi dramática de la selección de España en el primer mundial de África. Y vivió la historia de Villa, Torres y el señor Hernández apelando la ayuda del apóstol Santiago para desatascar los intereses patrios ante el partido de Paraguay, selección guaraní que plantó cara a la madre patria. (Muchos creen que eso de Madre Patria puede leerse a la inversa y en iniciales).
Cayó Italia, lo hizo Inglaterra y Malabo entera, por los ojos de la mitad, vio cómo selecciones tan perennemente favoritas como Argentina o la constante Brasil mordieron el polvo de las praderas de Bloemfontein. Entonces la gente de Malabo vio que el camino se despejaba de obstáculos antes inevitables. Y cuando se supo en Malabo que la siguiente traba para dar el siguiente paso era Alemania, selección qué probó en cuatro ocasiones la nulidad del planteamiento táctico presentado por Argentina, se recordó que hacía unos meses la misma España ya enseñó su carta de naturaleza con la galopada de don Fernando, todavía inédito en tierras africanas.
Cayeron las otras selecciones y cayó lo que cayó hasta que se plantó toda la Hispania Citerior ante las hordas fieras de Guillermo de Orange. Y pasó lo que pasó. Claro que toda la gente malabeña sabía que la selección titular estaba copada por futbolistas criados en el tiki taka puesto sobre el césped por un equipo de la España Citerior. Claro que en Malabo se sabe que existen ciertas suspicacias entre todos los indígenas de la piel de toro, sabiéndose unos prerromanos, otros transpirenaicos, y algunos incluso del denostado Magreb, pues en la viña del señor hay de todos los colores y gustos. Pero cuando sonaron los pitidos finales del partido contra las hordas del señor de Orange, rebelde contumaz, todo Malabo vibró en toda su médula. Incluso la vibra empezó desde que el señor Iniesta hizo aquel glorioso gol. Un gol que manda directamente la copa a las manos de Iker Casillas, un chaval de un barrio madrileño donde residen muchos guineanos lanzados de su país.
Se oyeron bocinazos, hubo claxón a tutiplén, y varias vivas a España y a cada una de las provincias que la componen y hasta hubo alguno, y alguna, que nadando en los efluvios etílicos destilados de San Miguel, se despojó de las vestiduras sagradas del pudor y mostró las hombrías, lo que tuviera para mostrar su alegría. España, por fin, llegaba a la cima de la excelencia, o sea, cogía el cetro de su mejor saber hacer. En la mitad de Malabo no había electricidad, pero lo que había que ver ya se había visto y la magia de la alegría se había incorporado a los recuerdos gratos de estos años. Muchas gracias, Sudáfrica, por permitirnos ver lo que ansiábamos cuando nos asomamos a las televisiones prestadas para ver los éxitos o fracasos del equipo culé, del merengue, y de los geniales zarpazos de David Villa. Viva, pues, la Hispania Citerior, Arriba España.