Mi vida en Israel transcurría a caballo entre dos mundos: el judío y el palestino. Tenía tantas historias que escribir, todas ellas tan distintas y tan iguales. El mundo árabe y el israelí eran polos opuestos con una característica en común: odio heredado. Sin embargo en el kibbutz todo era diferente.
Una vida tranquila y sin complicaciones.
Una burbuja perdida en medio de un paraíso natural en el que no se veían soldados con pistolas, como en las otras ciudades israelíes.
Casi nunca estaba en el kibbutz los fines de semana. Mi vida solía transcurrir cruzando los check points para llegar a Palestina. Cada vez que traspasaba el muro sentía el dolor desgarrador de presenciar en directo cómo el ser humano era capaz de construir jaulas de cemento, encerrándose a sí mismo como si fuese un animal. La vida en Palestina, la vida en Israel, y la vida en el kibbutz configuraban las tres dimensiones distintas de una misma imagen.
Tenía la suerte de vivir en las tres, de hablar con la gente que me rodeaba, de trabajar con ellos, de celebrar sus fiestas y tradiciones.
Miraba a los voluntarios tomando el sol en el césped del kibbutz, o jugando al billar en el pub, sin preocupaciones, pensando a dónde irían el fin de semana, si se acercarían a bucear a Eilat (balneario al sur de Israel), pensando cómo aprovechar los dos día libres de descanso de las oscuras fábricas en las que trabajábamos.
Me preguntaba por qué jóvenes venidos de todas partes del mundo decidían venir a un kibbutz a vivir, en Israel, quizás el país que está más en el foco del huracán. La misma pregunta me hacía con todos los ulpanistas (estudiantes de hebreo en Ein-Hashofet).
Le pedí a Alex, uno de los operarios de mi anterior fábrica, Eltam, quien con 26 años había emigrado desde Suráfrica a Israel para vivir en el kibbutz con su esposa Galit, que me contase su historia. Por qué escogió Israel. Por qué con 27 años decide criar a su hija recién nacida en un kibbutz y no en otras partes del mundo, y por qué siendo tan joven acepta un trabajo de emigrante detestado en otras partes del mundo.
Esta es su historia, la historia de Alex Findlay
“Hace algún tiempo, Iara me preguntó si podría escribir un artículo sobre mi estancia en Israel, con especial énfasis en mi vida en el kibbutz Ein- Hashofet. Supongo que resulta interesante saber el motivo que impulsa a un joven aventurero a separarse de la democracia capitalista surafricana para iniciar una vida de cero en un kibbutz israelí, con un sistema totalmente socialista.
Con estas ideas escribo este artículo, para explicar qué es la vida en un kibbutz desde mi perspectiva personal, como un emigrante que ha venido aquí a trabajar y un candidato que aspira a ser un kibbutznik (miembro del kibbutz). No quiero hablar del conflicto entre Israel y los países árabes colindantes porque sé que esta información se publicará en internet.
Me parece que diatribas políticas entre las personas son tan sólo una parte del microcosmos que encierra el dilema. En realidad creo que la gente se esfuerza en imponer su punto de vista sobre los otros, intentando que modifiquen sus opiniones sin conseguir ningún resultado. Tan sólo enfadarse con uno mismo al darse cuenta de que nada va a cambiar. Es como una rabia interna difícil de canalizarla a través de las palabras.
Aunque resulta casi inevitable hablar de política cuando se vive en un lugar como Suráfrica u Oriente Medio, repito que el propósito de mi artículo es hacer hincapié en mis experiencias vividas en Ein-Hashofet.
Sin más preámbulos, mi nombre es Alex, soy un operador de una máquina en una fábrica de Ein-Hashofet Kibbutz. Tengo 27 años, estoy casado y tengo una hija recién nacida. Mi historia comienza en un lugar humilde de un barrio judío de Suráfrica en el que me crié. Mi madre era judía y mi padre cristiano, por lo que me convierte en judío, ya que la religión se transmite a través de la madre.
Mis padres me educaron entre el dualismo de los valores tradicionales judíos y el contexto de la Suráfrica secular contemporánea. Ellos detestaban el apartheid surafricano y el sistema de segregación racial de la dictadura anterior a la democracia.
Nunca he creído que un ser humano sea mejor que otro, ni superior por el color de su piel o religión.
En el año 2006 terminé mi licenciatura en Ciencias Sociales y Lingüística, con especialidad en lengua francesa. Espero que el día de mañana pueda ampliar mi título con un máster en marketing.
Lo más importante que me trajo el 2006 fue sin duda mi boda con Galit, después de haber estado más de dos años y medio juntos.
Tras un año de vida conyugal, decidimos que nuestro futuro no se encontraba en Suráfrica. El Gobierno del Congreso Nacional Africano (ANC) estaba poniendo la situación difícil para los blancos por su estricto sistema de cuotas, a lo que hay que añadir un preocupante nivel de violencia extrema y un alto índice de pobreza. Todos estos condicionantes nos hicieron buscar un nuevo lugar para criar a nuestra hija. Examinamos varias posibilidades y al final nos decantamos por Israel.
Seguramente muchos de los lectores pueden extrañarse de que escogiéramos Israel, porque tampoco parece el lugar más seguro del mundo, o al menos eso es lo que cuentan los medios de comunicación de todo el mundo. Israel también tiene un gran número de problemas, internos y externos.
Nosotros veíamos Israel como una oportunidad, una tierra para empezar una vida nueva. Galit es israelí de nacimiento, ella se crió en un Moshav, un tipo de comunidad rural israelí de carácter cooperativo, similar al kibbutz, formado por granjas agrícolas individuales y promovida por el sionismo laborista durante la segunda aliá (oleada de inmigración judía). Se diferencia del kibbutz por la idea de la propiedad privada, que vino al formarse en la segunda aliá (de 1904 a 1914), nutrida inmigrantes con una mentalidad más abierta y que distinguía el deseo de querer trabajar por la tierra, a diferencia de la primera aliá, en la que el trabajo se pagaba a los árabes y se vivía en kibutzim.
Vivió en el Moshav sus primeros once años de su vida, por lo que se desenvolvía perfectamente en hebreo; sin duda todo eran ventajas.
Yo no había nacido en Israel, pero el país tenía leyes que facilitaban la absorción de emigrantes y proporcionaban un hogar para todos los judíos venidos de todas partes del mundo. Por otro lado, Galit y yo siempre hemos sido judíos sionistas. En pocas palabras: un sionista es aquel que defiende la idea de que todo judío tiene derecho a un Estado propio.
Llegamos por primera vez al kibbutz Ein-Hashofet fue a finales del 2009. Participábamos en el programa Bait Rishon. Gracias a él pudimos aprender el idioma haciendo ulpan y alquilar una habitación pagando un pequeño alquiler durante seis meses. Durante este tiempo Galit perfeccionó su hebreo y yo mejoré el mío, llegando a un nivel aceptable para empezar a trabajar en el país.
Gracias al programa conocimos a otras personas venidas de todas partes del mundo que también estaban interesadas en conocer la cultura y vivir en el país. Galit empezó a trabajar a tiempo parcial como profesora de inglés en una escuela y yo ordeñando las vacas del kibbutz.
Seguramente para muchos voluntarios o jóvenes de 27 años que no tengan mucha experiencia labrando el campo les intimide enfrentarse de repente a un animal de 500 kilogramos, entre montañas de excremento y orines bovinos, con tan sólo una pala metálica para defenderse. La moraleja de la historia es que si consiguen cumplir con éxito su misión de ordeñar y limpiar tan fabulosa criatura, el día de mañana cambiar el pañal de un recién nacido les parecerá coser y cantar.
En realidad, trabajar con las vacas me ha permitido vivir con toda satisfacción el estereotipo de emigrante que viene a un kibbutz a desarrollar el sector agrícola.
Ein Hashofet Kibbuz tiene poco menos de 200 vacas lecheras divididas en cuatro grupos. Un turno de ordeño puede durar entre cuatro y cinco horas. Antes de extraer la leche se deben cubrir los cuatro pezones de la vaca con yodo para anular las bacterias potencialmente dañinas.
Al cabo de un minuto se limpia el yodo aplicando una máquina de succión sobre la ubre de la vaca. La mayoría de los animales están acostumbrados, puesto que se les ordeña tres veces al día, y se comportan de manera tranquila. Pero a veces aparece un ternero nervioso dispuesto a patearte en el minuto en el que sienta la más mínima molestia.
Durante mi trabajo aprendí cómo calmar a los animales cuando están inquietos, cómo interpretar el lenguaje de su cuerpo, cómo alimentarles, cómo limpiarles, y tuve la suerte de presenciar varios partos, ayudé a la madre a alimentar a su hijo con el calostro (leche expulsada después del parto compuesto por inmunoglobulinas, agua, proteínas, grasas y carbohidratos todo ello disuelto en un líquido seroso y amarillo) extrayéndolo de sus mamas.
Mi esposa y yo comenzamos a amar la vida en el kibbutz, su tranquilidad, su falta de preocupaciones, su contacto con la naturaleza, su lejanía con el ritmo de las ciudades. Por eso decidimos solicitar ser miembros del kibbutz (kibbutznik) cuando acabamos nuestro programa en el ulpan.
El proceso de ser miembro del kibbutz, si se viene de afuera, es largo y complicado. La espera dura entre dos y tres años hasta que es plenamente aceptado, contando con lo mismos derechos y obligaciones que el resto de los kibbutzniks.
Pero ser un ciudadano del Estado de Israel no implica únicamente facilidades, sino también obligaciones. Una de ellas es servir en las fuerzas armadas durante tres años (dos las mujeres). A los once meses de emigrar al Estado de Israel fui llamado a filas.
Muchos lectores pensarán que ser un soldado israelí es como una especie de Rambo en una película de Hollywood, con uniforme de camuflaje, metralleta y matando árabes. Esa una imagen falsa. La mayoría de los jóvenes que ingresa en el Ejército israelí atiende puestos administrativos, no muy diferentes de otros soldados que realizan el servicio militar en otras partes del mundo.
Se denomina militarismos cívico.
Tan sólo unos pocos entran en las unidades de combate (la mayoría de los kibbutznik son parte de estas unidades, ya que sienten un deber extra de lealtad hacia el Estado de Israel porque los kibbutzs fueron el origen del sionismo).
El 10 de marzo del 2010 se me ordenó presentarme en la estación de autobuses de Hof Hacarmel para realizar 18 meses de servicio regular.
Desde allí, un autobús que llevaría lejos de los brazos amorosos de la vida que llevaba en Ein-Hashofet hasta mi nueva bakum. (Bakum es un acrónimo hebreo que significa la base donde cada soldado realiza su entrenamiento militar).
Nunca tuve ningún problema moral por formar parte del Ejército, porque siempre he creído en el militarismo cívico.
No todos los soldados se integran en unidades de combatientes que protegen las fronteras. Muchos ciudadanos sirven al Estado formando parte del Servicio Nacional, trabajando como policías, bomberos, servicios de emergencia en ambulancias, hospitales y proyectos de asistencia social.
Después de completar mi servicio militar he vuelto al kibbutz en el que trabajo, donde Galit y yo seguimos esperando para ser aceptados como miembros”.
Cuando acabé de leer la historia de Alex, y vi sus fotos de recién casado, lleno de ilusión, con la esperanza de criar a su hija en el Estado de Israel, pensé en cuántos miles de Alex, cuántos miles de jóvenes vivían historias parecidas en este país. El epicentro de los medios de comunicación.
Por desgracia sus historias, pese a ser parte del día a día, no interesan a la mayoría de los periodistas.
Alex y Galit tenían todo el derecho del mundo a emprender una vida feliz en este rincón de Israel. Mi amigo Tahseen y su esposa Rania, quienes vivían en Beit Doq (Palestina, a dos horas en coche de la casa de Alex y Galit), también tenían el mismo derecho a criar a Sara, su recién nacida, en un camino lleno de esperanza.
La misma historia se repetía de un lado a otro del muro.
Dos caras de la misma moneda, en el ombligo del mundo.