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Mientras tantoLa historia de un triángulo rosa

La historia de un triángulo rosa

La historia no tiene libreto    el blog de Joseba Louzao

 

Pocas semanas después del fallecimiento de Jorge Semprún, Rudolf Brazda moría a los 98 años. Con toda seguridad, Brazda fue el último superviviente homosexual del sistema concentracionario nazi y había alcanzado cierta popularidad en 2008, cuando fue “descubierto” por un diario francés como consecuencia de la inauguración de un escultura que homenajeaba en Berlín a las víctimas homosexuales del nazismo. A pesar de su edad, aún era memoria vívida de aquellos años trágicos de la Europa negra. Jean- Luc Schwab, un trabajador de una asociación para el reconocimiento de la deportación de homosexuales, se decidió a reconstruir el recorrido de Rudolf Brazda. Su resultado, Itinerario de un triángulo rosa (que acaba de ser publicado en España por Alianza Editorial) es un trabajo original y turbador, en gran medida porque la interrelación entre el escritor y el protagonista terminó por desbordar el marco que se establece entre el investigador y el sujeto estudiado.  


El triángulo rosa del título hace referencia a la señal con la que los nazis marcaban a los homosexuales, a quienes se consideraban un riesgo para la pureza de la «raza aria». Según los datos, diez mil fueron deportados por su condición sexual y se estima que solo sobrevivió el 40%. No hay que olvidar la imagen negativa que tenían las prácticas sexuales entre personas del mismo sexo. El propio Brazda había dudado mucho en acercarse en adolescencia a los chicos que eran “como él”. Con la llegada de los nazis al poder, se endureció la legislación contra las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, lo que pasó a ser considerado un delito en 1935. Por aquel entonces Brazda era un aprendiz de albañil feliz que había conocido a otro joven, con quien convivía en Leipzig e, incluso, habían organizado una especie de banquete de bodas. Sin embargo, como era lógico, esta relación provocó su encarcelamiento. La sentencia final fue de seis meses de cárcel. Tras la salida, Brazda decidió exiliarse en Checoslovaquia para intentar iniciar, a pesar de las dificultades del empeño, una nueva vida. Era una persona non grata para el régimen nazi y no tenía sentido quedarse por más tiempo en Alemania.
Sin embargo, pocos años después el expansionismo nacionalsocialista volvió a situar a Brazda en una posición díficil y fue represaliado de nuevo en 1942. En esta ocasión, la sentencia fue de catorce meses y terminó siendo recluido en el campo de Buchenwald, donde se encontraban otros sujetos también considerados indeseables por la mentalidad nazi. Allí fue donde le obligaron a llevar el lamentable estigma del triángulo rosa y pasó a ser el número 7952. Como puede comprenderse, la vida en un campo de concentración era peligrosa para un homosexual. Los responsables médicos del campo no dudaron en usarlos para sus crueles experimentos, mientras buscaban la curación para lo que consideraban un comportamiento antisocial. Brazda supo manejarse bien y aprendió pronto las reglas no escritas del campo. Su labor como albañil en el equipo de los techadores, su relación con un kapo comunista – un instrumento de control interno impuesto por las SS- y un poco de suerte, como recordaba constantemente, le salvaron de un destino mortal. Tras la liberación del campo por las fuerzas norteamericanas, su amistad con un brigadista internacional de la guerra española en Buchenwald le llevó a Francia donde, por fin, pudo iniciar su anhelada nueva vida. Allí, en la localidad alsaciana de Mulhouse conoció en una velada de disfraces a Edi, con el que compartió el resto de su vida. En agosto pasado, las cenizas del último triángulo rosa fueron depositadas junto a las de su compañero sentimental, que había fallecido en 2003 tras sufrir diversos problemas de salud.
Con todo, lo más sobrecogedor del testimonio de este particular testigo del siglo XX es el optimismo esperanzador, que aún mantenía lindando la centena junto a una memoria serena del pasado personal. Por ello, Bradza aseguró al final de sus días, lo que puede ser asombroso para la mayoría, que “si Dios existe, ha sido particularmente bueno conmigo, porque he tenido una vida feliz y rebosante. Y si la tuviera que volver a vivir no cambiaría nada de ella, ¡ni siquiera Buchenwald!”.
“Todo este periodo de mi vida [el del internamiento en Buchenwald] me parece un sueño que uno recuerda vagamente al despertar”
Rudolf BRAZDA.

 

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