Por desgracia, la actualidad ha hecho que tenga que regresar sobre mis pasos en este apunte sabatino. Al inicio de la semana supimos que el ex-lehendakari Juan José Ibarretxe recibía el título de doctor gracias a una tesis en la que defendía los postulados políticos de su mandato. El índice del trabajo permite conjeturar, lo que no es ninguna sorpresa, que nos encontramos ante el mismo abanderado del «ser para decidir» que calculaba la antigüedad del pueblo vasco en 7.000 años. Mientras leía sus referencias al pasado – la «etapa de convivencia basada en el respeto de los Fueros, el Pacto y la soberanía compartida», la «quiebra del Principio de Libre Adhesión de 1839», etc.-, me acaloré. Lo reconozco, no podía dar crédito. Y no pude más que recordar una frase de la Teoría del saber histórico de José Antonio Maravall: «la Historia no es solución».
A veces, aunque parezca extraño, necesitamos sabios que nos recuerden lo más obvio. Nadie debería pensar que se pueden encontrar en el pasado soluciones y justificaciones de la política presente, ya que lo único que nos ofrece es una acumulación, en ocasiones apasionante, de problemas. En todo caso, Maravall no quiso desarrollar la posible interpretación pesimista de esta afirmación y defendió que a la historia
le correspondía ser
“horizonte [que] no cierra, sino que abre el mundo a la mirada”. De esta forma, podremos liberarnos de las ataduras, “de la reiteración, de la identidad, de la predeterminación”. O lo que es lo mismo, reforzar nuestra libertad gracias a la diversidad cambiante del pasado.
Maravall también recalcó la responsabilidad del oficio imparcial frente
a una realidad repleta de tensiones identitarias y memorias enfrentadas. Cualquiera que se acerque a las páginas de sus reflexiones historiográficas podrá descubrir que las palabras y la coyuntura han cambiado,
pero seguimos reflexionando sobre lo mismo e, incluso, los resultados se asemejan. En la obra citada recordaba cómo un conocido
escritor le comentó en cierta ocasión que los libros de historia que él leía en su juventud «eran como piedras que se lanzaban a la cabeza del contrario, [mientras] los de la
generación de usted, que leo hoy, son como piedras impasiblemente
colocadas en un muro”. ¿Cómo se podrían calificar los libros que escribimos actualmente? Es una pregunta a la que no responderé, aprovechando que la he pronunciado yo primero. Sin embargo,
parece indiscutible que esta dicotomía sigue siendo válida para clasificar muchos de los trabajos que se podemos encontrar en las estanterías de las librerías y bibliotecas. Pero con el riesgo añadido, casi una plaga, de los fast books pseudohistóricos. Un peligro que se agudiza cuando los responsables de los medios
de comunicación facilitan que personas dedicadas a estos menesteres
sean directores de programas radiofónicos o revistas divulgativas.
En cualquier caso, los historiadores comprenden que deben alejarse de estos modelos. Pese a que aún no hayamos conseguido abrir, en la práctica, una vía que evite resultados académicos inexpresivos para la mayoría de los lectores y tampoco hayamos dejado de suministrar armamento intelectual para la guerra cultural – podría asegurar que estos peligros ya no existen en la Academia, pero mentiría. Por ello, nos enfretamos con preguntas dolorosas que se suelen escuchar y leer: ¿para qué sirve la historia? o ¿qué papel puede jugar en nuestras vidas? José Antonio Maravall
parecía tenerlo claro: “al estudiar el pasado, [la Historia] sirve al presente,
esto es, a nuestro conocimiento y dominio del presente; pero a condición de
distanciarse convenientemente de él”. Esto significa tocar con los pies en el suelo, ya que alejarse del presente es bastante complicado, y reconocer que existen demasiadas narrativas heredadas, y otro tipo de exigencias e interrogantes, que dificultan la consecución de un recetario ideal. En definitiva, una constatación que hace más díficil el camino, pero posibilita no salirse del mapa.
Esta semana necesitaba hablar de Maravall porque, por regla general, no se recomiendan en las universidades españolas autores clásicos, que algunos consideran anticuados, y mucho menos se leen. Quizá nuestro principal problema es que desconocemos desde dónde leerlos, obnubilados por las últimas aportaciones historiográficas internacionales que suponemos mejores, aunque en realidad no son ni tan sofisticadas, ni tan novedosas como aparentan.
Recuerden: huyan despavoridos de cualquier embaucador canto de sirena fundado en el pasado.
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«No hay nada nuevo bajo el sol, pero cuántas cosas viejas hay que no conocemos».
AMBROSE BIERCE.