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Mientras tantoLa hora del Supervillano

La hora del Supervillano


 

Recuerdo la alegría del añorado Manuel Vázquez Montalbán, una vez en el Hotel Palace, paladeando aquel Barcelona de Cruyff mientras daba cuenta de un bloody mary mañanero. Era entonces el Barcelona un dream team extraño, algo descompuesto en una defensa de tres y movido como a impulsos por el chupa-chups de Johann Cruyff, ese Nureyev que cuando dejó de bailar inventó una pizarra vileda para que sus bailarines se deslizaran a ritmo de pin-ball. La alegría del barcelonismo duró bien poco y en la trágica Atenas de siempre el Milán de Sacchi confirmó que no había quien le tosiera en el continente ni en el mundo a aquel conjunto de ingenieros italianos y de gigantes holandeses.

 

Desde hace tres años largos el Barcelona se ha convertido en uno de los mejores equipos de la historia y ha repetido como en un bucle sinfín actuaciones inolvidables, conciertos corales por doquier, instantes que deben figurar en la moviola del Paseo de la Fama. Hace ya dos años a la hamletiana cabeza de Guardiola –capaz de deshacerse de Ibra y de Etó o de mandar al banquillo al estelar Piqué, sin dejar de amamantar como un cachorro a Lio Messi- le nació un supervillano de la Marvel a sueldo de Florentino Pérez, para que, en la historia del hombre araña y de sus fluidos mágicos, le saliera un antihéroe capaz de romper el vuelo y gobernar a su antojo la escena del crimen.

 

A día de hoy, más por cansancio del Barça que por méritos propios, el Supervillano está a punto de conseguir una demolición parcial del superhéroe blaugrana. La fábrica merengue ha creado un durísimo bloque físico que parece haber encontrado un lugar de liderazgo en la competición española, aunque le resta rematar su obsesión principal. En el combate con su alter-ego lleva siempre las de perder porque siempre recuerda a Motorhead enfrentado a Arcade Fire. Ahí, en ese talón de Aquiles, quizás musical, es donde encuentra Guardiola cierta paz espiritual que luego afloja en esos campos de Dios que en el invierno se tiñen de amargura como Getafe, o Pamplona, esas praderas de escarcha donde los jugadores no sienten por ningún lugar el himno de la Champions que inflame sus camisetas, ni esa platea de especialistas que juzgan su actuación como un consejo de sabios.

 

Suena raro decir que este año el Barça es finalista de la Copa del Rey (un trofeo menor) y que el Madrid mande en la Liga (la verdadera competición española) aunque queda por resolver la gran ecuación: ¿quién ganará la Champions? Porque ahí es donde se ve al triunfador, al líder, donde se toma la temperatura a la última verdad de la función, porque la Champions es la última corona, el reino, quizás lo único que vale la pena.

 

Atendiendo a que al Barcelona le gustan las noches de gala es favorito, pero analizando los renacidos poderes del supervillano (más kryptonita y cemento armado, más arbitraje agradecido, más animo de revancha) las espadas están en alto. Otra cosa es que si el cuadro de la Champions decide llevar a cada uno por su lado hasta la final y a un solo partido el Madrid tiene chance de saberse favorito por pegado aunque, a doble partido, no tiene todavía nada que hacer contra esa orquesta de virtuosos.

 

Eso si Mourinho descansa bien la noche anterior y de sus ojos no salen rayos de sangre, si Pepe es capaz de controlar su alma de ángel del infierno, eso, y sobre todo, si Ozil es capaz de dar el pase y Cristiano Ronaldo ejecutar la máxima sentencia el día apropiado, cosa que el de Madeira no acostumbra, pese a todos sus prodigios.

 

De la lucha entre el bien y el mal viven el cine y el cómic, la industria armamentística y la farmacéutica, las religiones y los equipos de fútbol. La mitología es necesaria para seguir creyendo. Aunque hayamos perdido la fe, hay momentos que reaparece en un estadio de fútbol. La última fe que nos quedaba.

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