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Mientras tantoLa hora peligrosa

La hora peligrosa


 

 

 

 

 «Ella mira el mar, es lo que puede hacer. Y su mirada está limitada por la línea del horizonte, es decir, por su incapacidad humana de ver la curvatura de la Tierra.»

(Clarice Lispector) 

 

Siempre he tenido una relación de amor-odio con Clarice Lispector. Como mujer me encanta: esa mezcla entre Marlene Dietrich y Virgina Woolf es difícil de encontrar, pero como escritora no acababa de llegarme. Estos días, a raíz de la publicación de The complete stories, he vuelto a Lispector como se vuelve, ya de mayores, a ese chico del colegio que tenía algo pero que no nos acabó de encajar. Supongo que la leí demasiado pronto, cuando no entendía la mayoría de cosas sobre las que escribía. Eso sí, durante años, llevé apuntada en mi libreta una frase suya: “Al final, ¿qué importa más: vivir o saber que se está viviendo?».

 

Todas las cosas tienen su momento y con los libros ocurre igual: hay un momento antes del cual es demasiado pronto y otro después del cual es demasiado tarde. Con respecto a Lispector, hace ya tiempo que leí sus artículos periodísticos. Sus diarios. El espléndido Cerca del corazón salvaje. Algunos relatos. Pero no me convencía. Hace dos años lo volví a intentar. Pero nada. De hecho, aunque me avergüence reconocerlo, cada vez que me costaba dormir, cogía uno de sus libros de mi mesilla de noche. Se llamaba, La pasión según G.H. Lo entendía tan poco y me parecía tan extraño que no pasaba de la segunda página. Llegué a bromear acerca del libro. “Nada de dormidinas o valerianas, una página de estas es la mejor solución”. Sé que una no debería hablar así de Lispector. Sé que tampoco está bien decir en público que no he leído Ulysses y que a Proust tampoco le encontré el punto. Pero lo siento, a mí estas cosas me ocurren.

 

Esta semana volví a Clarice Lispector. Y la encontré: encontré a la escritora que siempre pensé que estaba ahí. Abrí el volumen de sus relatos, leí el índice y me dije: va, lee uno cualquiera. Obviamente escogí el que llevaba por título ‘Love’ –no vaya a ser que me salga de la zona de confort–. Pero el relato no era de amor, era mucho mejor.

 

En unas escasas diez páginas, Lispector nos adentra en el universo de una mujer llamada Ana. Una mujer con destino de mujer: lavar, preparar la comida, llevar una casa, hacer la compra, tener hijos, cuidar de los niños, del marido y amoldarse a todo ello renunciando a su vida anterior, a su juventud, a la felicidad. Porque para ella, la renuncia a la felicidad es lo normal si se aspira a tener una vida adulta encapsulada en la sociedad.

 

Ana dice recordar su juventud con una mezcla de desorientación: ¿no es lo que se mueve algo que no está fijo y que por fuerza ha de ser menos seguro? Por esa razón, ella se aferra con fuerza a ese marido y a esos hijos tan silenciosos a los que llama familia. Se ocupa de ellos. Y en ese ocuparse se desocupa de ella. La madurez es el precio de la felicidad, se dice convencida. Sin embargo, ya desde el principio de la narración nos reconoce que hay una grieta en su vida. A lo largo del día existe una hora a la que teme, la hora en la que su casa se queda en silencio y no tiene más tareas que hacer. Es entonces cuando se queda al frente de una vida amueblada y quieta, y siente miedo. Ana no quiere detenerse. ¿Y si vuelven a su cabeza todas esas cosas que ha querido olvidar?

 

Un día, cuando termina de hacer la compra, se sube en el tranvía para volver a casa. De repente, mira a través de la ventanilla. Mira al mundo, a ese mundo al que ha renunciado, y esa cáscara en la que se esconde se resquebraja, se rompe ante la visión de un hombre ciego que masca chicle. No puede dejar de mirarlo. Porque ese hombre está quieto, no hace nada. Está detenido de verdad. En una vida de verdad.


A partir de ahí, la tranquilidad de Ana sufre pequeños contratiempos. El tranvía se detiene bruscamente y se rompen los huevos que acaba de comprar. Crac. Así es como el ciego le “devuelve la vista”. De manera parecida a como ocurre en el relato Catedral, de Carver. Porque el ciego es ajeno a ella, a su mirada de mujer madura, a su ansiedad por las raíces y la armonía de las cosas controladas.

 

Podríamos hablar durante horas acerca del relato; da mucho que pensar. Yo me quedo con un detalle: con la hora peligrosa. La hora en la que no hay nada que hacer y uno se queda solo con sus miedos. Todos la evitamos. Aunque hoy en día lo tenemos fácil. Está Twitter, Facebook, Instagram, millones de canales de televisión. No hace falta que nos enfrentemos a nada porque tenemos una seguridad: estamos siempre distraídos de nosotros mismos. O aa menos tenemos la posibilidad de estarlo. Estar conectados es un salvavidas pero también una maldición. Hay que desconectarse, mirar por la ventana a través del tranvía, esperar a que llegue la hora peligrosa. Y respirar. Pero cuesta mucho. Tanto que a veces es difícil incluso intentarlo.

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