En 1963, el matrimonio formado por Jesús de la Sota y Amparo Cores esperaba su primer hijo. Era una pareja de artistas, con las notas de sofisticación propias de dos jóvenes informados y modernos que, además, tenían ya experiencias artísticas viajeras. Dos jóvenes esbeltos, con zapatillas rústicas atadas con cintas, pelo corto, jerséis deformados por el uso y mirada melancólica, como se ve en las fotografías. Habían decidido casarse el año anterior, pero se habían conocido cuatro antes, en Bruselas, cuando Jesús participaba en el montaje del pabellón español de la Exposición Internacional que habían diseñado los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún, una construcción transparente, luminosa y modular, muy en consonancia con la estética normativa y su lujo austero. Jesús de la Sota aportó unos diseños de peces geométricos que, plasmados en tapices, ya habían estado presentes en la Triennale de Milán del 57. Le Corbusier había diseñado otro de los pabellones, en el que intervino Edgar Varèse.
En realidad, la vocación artística de Jesús de la Sota no tenía un destino concreto, desde luego no el de la pintura. Aunque al llegar de Pontevedra recibió las enseñanzas de Vázquez Díaz, sus colaboraciones en los proyectos de su hermano Alejandro, el famoso arquitecto, lo llevaron a un terreno difuso, en el que convivían la arquitectura, el mueble y la pintura, sin mucha delimitación. En 1954 la firma Gastón y Daniela, impulsada por el sin par Willi Wakonigg, convocó a artistas del momento a un concurso para el diseño de telas estampadas y, junto a Millares, Manrique o Ramiro Tapia, Jesús de la Sota participó con un hermoso dibujo de barcas portuarias, titulado Ondárroa.
Poco después de su matrimonio, De la Sota convaleció de tuberculosis en Guadarrama, el viejo sanatorio entre los pinos en el que había muerto muchos años antes el poeta peruano Carlos Oquendo de Amat. De aquella estancia surgieron dibujos de paisajes que luego pintó por el procedimiento mondrianesco, partiendo de la referencia natural hasta acabar descomponiendo las formas en cuerpos geométricos particularmente cristalinos e ingrávidos, como se ve en las pinturas con las que la galería José de la Mano conmemora su centenario.
La pintora Amparo Cores había tomado en París las lecciones de André Lhote y compartía por entonces con su marido (y con José María de Labra) un estudio en los altos del Museo de América. Aquella primera hija llevaría su nombre, y con la llegada luego de Marta y Pablo Amparo Cores iría abandonando poco a poco el sueño artístico profesional. Cuando los chicos nacieron sus padres participaban todavía del arte, de la sociedad de su época y sus aires estéticos, pero la formación de los tres hermanos fue inseparable de la experiencia de asistir al repliegue de ambos (aunque por motivos distintos) a un territorio en el que la creación artística pasaría a consistir en una actividad íntima, casi secreta, purificada en la oscuridad y la lejanía.
Es tentador pensar que algo parecido a un destino ha acompañado a la solitaria y apartada actitud con la que voluntariamente Jesús de la Sota abordó sus trabajos desde entonces. En su día estuvo a punto de celebrarse una exposición en el antiguo Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC) de la ciudad universitaria. Hace veinte años ya estuvo programada otra en el Museo Reina Sofía que dirigía Juan Manuel Bonet, quizá no muy grande pero que recogería todas sus facetas; el cambio, entonces, en la dirección del museo conllevó inexplicablemente su anulación definitiva. Finalmente, y fuera del ámbito institucional, fue la galería José de la Mano la que acometió ese recuerdo con una excelente muestra en 2012.
Conocí a los hermanos De la Sota y a su madre Amparo a través de Joaquín Puig, amigo y vecino suyo en la Avenida de los Toreros, en Madrid, que había dedicado a Jesús varios poemas. Ya sabía que me iba a encontrar con algo distinto. Era un piso bajo, no sé si a pie de calle exactamente. Enfrente estaba la plaza de toros. Pero en aquella penumbra había sobre todo silencio, el silencio de una neblina. Jesús había muerto muchos años atrás, en 1980, en Berlín, adonde había acudido para ser operado de una pierna. Amparo comenzó a sacar cosas, diseños y dibujos, encuadernaciones ideadas por su marido, la maqueta de un maravilloso libro de fotografías sobre arquitectura popular española que no llegó a ser publicado, los apuntes del Cuaderno de La Manga y de la Libreta de Londres, de los años 70, sus amados libros sobre pintores japoneses, arte africano, Rembrandt… Vimos dibujos de peces como los de la Triennale, peces planos, reducidos a su forma esencial, totémica, de una especie parecida a la que luego dibujó su hijo Pablo muchas veces, junto a serpientes, pájaros, insectos o caballos.
Tristemente fallecido en 2015, Pablo fue el único de los hermanos De la Sota que concluyó sus estudios artísticos, para luego dedicarse a la enseñanza. Dibujaba desde niño, a cualquier material le daba –de memoria– la forma de un ser vivo, el ritmo de su vida. Hay figuras de caballos que recuerdan la solidez de los de Luis Fernández, los hay ligeros y tenues como la seda. Recogía en formas transparentes el movimiento fugaz de una ardilla en el aire, la inclinación de un potro bajo su madre. Descomponía las formas animales en inacabables metamorfosis que luego llevaba a una escultura convertida en dibujo en el espacio, mediante delgados hilos de alambre en el lugar de las líneas de tinta. También compuso y descompuso muchas otras piezas tomando en sus manos los materiales más humildes que encontraba a su paso –latas de refrescos, papel incluso– a la manera de un origami…
En las primeras pinturas expuestas por su hermana Marta, en el Centro Cultural Galileo de Madrid, había un poco de todo, también animales, aunque no de aquella raza estilizada. Pero en otras resonaban los paisajes de su padre. Amplios, geométricos, horizontales, en su mayoría trabados con polígonos ocres, grises y algunos negros, pintados en la primera mitad de los 60, fue con esos paisajes con lo que Jesús de la Sota participó en convocatorias internacionales –São Paulo, México, Río de Janeiro, Montevideo…–, invitado por Luis González Robles a su gran operación exportadora del arte español. En todo caso, la abstracción, geométrica o no, ya se batía en retirada cuando De la Sota pintó la mayoría de esas pinturas (Moreno Galván detectó en 1963 su agotamiento). Pero también es verdad que, en sus paisajes, a los que emergen a veces los planos cálidos de la fortuita arquitectura popular, permiten otras asociaciones más lejanas, otros ecos. Por ejemplo, Paul Klee, omnipresente en la España de los 50. Por ejemplo, Charles Sheerer y sus diamantinas visiones de Nueva York. Por ejemplo, Ben Nicholson. También ellos habían atemperado la geometría con latidos de vida natural.
Pero en las pinturas de Marta reconocí el rasgo de familia, no cuestiones formales, sino algo más importante: la reticencia, la aislada concentración del artista en un cultivo íntimo, la ignorancia de cualquier estrategia personal. Sus retratos son extraordinarios, pero es en sus imágenes de animales y plantas –dientes de león, cabezas de cardo, arañas, libélulas– donde nos interroga su asombro ante la naturaleza, el desvalimiento y la fragilidad de las criaturas. En una novela de Anne Michaels –Piezas en fuga–, el narrador, un científico con alma de poeta, recuerda a Karl Blossfeldt, el singular fotógrafo alemán. Y las pinturas de Marta, su enervante atención a los pliegues y los ranúnculos, me recuerdan mucho sus imágenes: “los tallos convertidos en peltre bruñido, los capullos en bocas carnosas de peces, las vainas en peludos pliegues de acordeón”.
Aquel día de mi primera visita a la avenida de los Toreros también vimos con Amparo Cores algunos muebles diseñados por Jesús, sillas y pequeñas mesas austeras, de acero y cuero negro. En todo se percibía la caricia con la que había tratado la materia en todos sus trabajos. En 1970 y junto a su cuñado José Ramón Cores, Jesús abrió la tienda de mueble y diseño Cores & Sota, en la calle Jorge Juan, un exquisito comercio de maderas oscuras para el que también trabajó Amparo en una pintura mural, titulada Negro. Tres años después la tienda cerró. Embarcado en los trabajos de diseño, Jesús de la Sota ya había desertado, si puede decirse así, de su propia promoción pública como pintor, pero aquel fracaso comercial lo llevó, además, a retirarse a La Manga. Lo cual no quiere decir que dejara de pintar. Al contrario. Sus pinturas más inclasificables fueron realizadas a partir de entonces, fuera de estilo, fuera de época. Había tomado fotografías de puestas de sol sobre el mar, de amaneceres. El frottage sobre las pequeñas tablas recogía el temblor de la luz sobre el agua, el velo de las nubes. Ya no quedaba en ellas ningún eco geométrico, nada que evocara el pasado de un artista que en gran medida había desaparecido, que estaba muy lejos de todo y de todos, que era otro.
Mientras sus hermanos, todavía muy pequeños, trasteaban por casa, Amparo, la hija mayor, jugaba a coser y a bordar junto a su madre. Con el tiempo, los tejidos acabarían siendo la cuerda en la que había de interpretar su arte particular, fascinada por lo que los trazos de las labores tenían en común con las escrituras en las páginas de los maravillosos libros que había en casa y con las partituras que su madre interpretaba al piano. Los tejidos como textos, como materia sensible –hace tiempo que trabaja con antiguas y gastadas fundas de almohada, sábanas familiares…– sobre las que ella hace bailar a los signos. Cosmografías, planos de ciudades desaparecidas, runas indescifrables. El arte textil aún no tenía cuando ella decidió su camino el predicamento que hoy ha alcanzado (con el peligro, todo hay que decirlo, de su confinamiento al espacio particular de una artesanía), pero Amparo comenzó a participar en convocatorias internacionales (en Londres; en Contextile, de Guimaraes; en la WTA…). Ante sus telas, el recuerdo de Annie Albers y su estirpe es inevitable, y más que el de las formas, el del eco inmemorial, el de la herencia que parecen haber recogido, casi sin saberlo, las manos que enhebran los hilos. Por lo demás, las tonalidades propias de Jesús de la Sota volverán a aparecer –grises de grafito, negros profundos, arcillas, blancos de caliza– en estas auténticas pinturas bordadas, sus abstractos equilibrios espaciales y la depurada modestia de aquellas formas sobre las que fueron educados sus ojos infantiles. Vi sus telas por primera vez en una rara galería, Biondetta, en la calle Almagro de Madrid, y desde entonces no ha prodigado mucho sus apariciones en solitario –es una De la Sota–, salvadas sus últimas exposiciones en otra sala, Tiempos Modernos. Como su padre, como sus hermanos, trabaja en un apartado rincón de la intimidad al que no llegan las consignas que llevan al éxito, ninguna voz del mundo del arte, ni de ningún mundo social o público, en realidad. Ese rasgo familiar cobra en ella una especial elocuencia.
Y, naturalmente, el retraimiento. Es una marca. En todos ellos hay una particular fidelidad del artista a la materia, una parquedad en el modo de hacerla hablar y de ponerse a su escucha, como una negación de sí mismos. (Enrique Andrés Ruiz es el comisario de la exposición).
Dónde: Galería José de la Mano, Madrid
Cuándo: Hasta el 8 de febrero de 2025