Sorprende acabar de escuchar en La Sexta a líderes de los cuatro principales partidos españoles sobre los presupuestos y que dos de ellos, PP y Ciudadanos, se quejen de los supuestos altos impuestos que se pagan (Javier Maroto, del PP, ha hablado de “infierno fiscal”, adelantándose a Inés Arrimadas, de Ciudadanos), cuando España recauda ocho puntos menos de PIB que la media de la Unión Europea, según bien ha recordado Pablo Echenique (Unidos Podemos). Éste, me parece, ha sido el único de los participantes en el debate que ha hecho mención a que el Estado necesita más recursos públicos y también más gasto social para solucionar muchos de los problemas que tienen los ciudadanos.
Una prueba de que eso es lo que requiere España de los nuevos presupuestos la daba esta semana Eurostat: el Estado de Bienestar español es uno de los menos eficaces de Europa reduciendo la pobreza que genera el mercado.
Y hablando de mercado, también ha sido el representante de Unidos Podemos y además el del PSOE, Rafael Simancas, quienes han hablado del salario mínimo, de su firme intención de subirlo y han invitado a las derechas a dar su apoyo para lograr sacarlo adelante, guante que ni Ciudadanos ni el PP han recogido.
Diez años después del estallido de la crisis económica y con sus secuelas muy vivas en la población, tanto en el paro como en las reglas tanto cualitativas como cuantitativas del nuevo mercado laboral, sigue habiendo fuerzas políticas muy despistadas sobre las soluciones que necesita el país (y podríamos decir que también Europa y el mundo en su conjunto). A veces parece que incluso se extralimitan en la defensa de los intereses y colectivos sociales que representan. Porque éstos, los ricos, el capital financiero, las grandes empresas, parecen estar dándose cuenta, unos antes y otros después, de que el aumento de la pobreza y la desigualdad, aunque durante un tiempo les han beneficiado, empiezan a volverse en su contra.
El multimillonario inversor Ray Dalio afirmaba hace unos días que el capitalismo no está funcionando para la mayoría de la gente. Y algo parecido afirmaba un directivo de una gestora de fondos de inversión en la city londinense la semana pasada. Economistas de esta última firma, a la hora de explicar el crecimiento de los populismos, hacían referencia a que, a nivel global, no se han visto progresos en los estándares de vida desde el año 2008 y a que en particular en Italia los salarios reales sólo han crecido un 4% desde el año 2000.
Subyace en todo ello una crítica a las políticas de austeridad que se han desarrollado durante la crisis; a la falta de medidas económicas acertadas que podrían haber pasado por un mayor intervencionismo para impulsar la transformación de sistemas productivos obsoletos; y a políticas laborales que han mantenido los salarios deprimidos para que las plusvalías y los márgenes empresariales aumentaran sin que ello revirtiera en mayores inversiones y en una mayor generación de riqueza y empleo.
En definitiva, insistir en las políticas liberalizadoras en lo fiscal y en lo laboral ha engordado los beneficios empresariales, ha hinchado los precios de las acciones y ha debilitado los derechos de los trabajadores, de quienes ahora viven en los márgenes del mercado laboral o de los que se han visto directamente excluidos para siempre.
La gestión de la crisis ha llevado a una acentuación del proceso de acumulación de riqueza, proceso en el que también han participado los bancos centrales: sus inyecciones de dinero, sin medidas redistribuidoras por parte de los Estados, no han sido todo lo eficaces que se hubiera deseado para cerrar las heridas de la crisis.
Quienes se mueven en los mercados, quienes analizan el impacto de los procesos políticos en la cotización de los activos, quienes en realidad le han sacado partido al modo en que se ha gobernado en los últimos diez años, empiezan a sentirse incómodos con cómo funcionan las cosas y con sus consecuencias políticas. Sobre todo los macroeconomistas que trabajan para las firmas de inversión. Más que los políticos en muchos casos. Es posible que la ideología ciegue más que los intereses.
De todas maneras, organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial llevan años avisando de lo disfuncionales que son la pobreza y la desigualdad para el capitalismo, pero no por ello han dejado de aconsejar políticas cuyos resultados más probables son los males que teóricamente dicen querer evitar. No hay que descartar que algunas de sus denuncias sean obra de los magos de las relaciones públicas para mejorar la deteriorada imagen de estas instituciones.
Tras escribir todo esto, a la hora de la verdad, y a los hechos nos remitimos, si se ve en la tesitura de tener que elegir entre el neofascista Bolsonaro con su ministro de economía de la Escuela de Chicago con una agenda privatizadora y Haddad, del Partido de los Trabajadores, contrario al desguace del Estado, el mercado (es decir, sus participantes) acaba prefieriendo al primero y temiendo al segundo. Quizás porque los intereses son los que moldean la ideología.
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