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La ilusión de la escuela. Sobre el futuro de una institución dominada por curas, pedagogos y tecnócratas

El 30 de junio de 1992, Guy Debord escribió en el ‘Prólogo para la tercera edición francesa’ de La sociedad del espectáculo lo siguiente: “En todas partes se plantea la misma terrible pregunta, que desde hace dos siglos avergüenza al mundo entero: ¿Cómo hacer trabajar a los pobres allí donde se ha desvanecido toda ilusión y ha desaparecido toda fuerza?”.

Antonio Berni, Manifestación (1934, MALBA)

Cuesta creer que Debord no le diera inmediatamente la vuelta a la pregunta, dadas sus innegables aptitudes adivinatorias. ¿Qué hacer con los pobres allí donde desaparece la demanda de toda fuerza de trabajo? Sin embargo, no es verdad que “toda fuerza” se vea implicada en el desvanecimiento de esa ilusión, la ilusión del trabajo. Pues no se trata, desde luego, de una ilusión al margen del tejido social de las ilusiones. Otra cosa es que dicho tejido sea, a la vez, el cañamazo y la añagaza de “los pobres”.

Antonio Berni, Desocupados (1934, Museo Nacional de Bellas Artes)

No pretendo jugar con las palabras ni adoptar una perspectiva que valga para todo, como un traje teórico a la medida del mundo. Abordaré la figura del profesor de forma muy directa, en relación con los accidentes sociales que han transformado su sustancia. Soy consciente de que esta manera de hablar, por escrito y obligado a la brevedad, convierte al analista en una especie de muñón aristotélico, en un nostálgico de la Escolástica. Esa sospecha es inevitable y se renueva al ritmo de la propia figura –o desfiguración– del profesor. La crítica de lo que muchos pedagogos se empeñan en llamar “clases magistrales” lo atestigua. Como si una clase magistral fuera lo contrario de lo que la expresión indica: una lección impartida con erudición y profesionalidad. La suma de ambas condiciones, más la amabilidad que debe acompañar al conocimiento de los destinatarios, situándose no demasiado por encima de su nivel para que así puedan elevarse sin mucha dificultad, es la didáctica. Sin embargo, en contra de su sentido, incluso de la belleza de la expresión, se ha decidido entender por “magistral” un cúmulo de rutinas aristocráticas, valga la paradoja, con las que llenar el tiempo de “clase”. Lo que a menudo se esconde bajo esa crítica nominal –lo diré sin ambages– es una manera amorfa, supuestamente muy creativa (de acuerdo con los estándares de un coaching universal que se manifiesta en forma de “tormenta de ideas”), de no dar clase, apelando a la iniciativa de un Espíritu Emprendedor, una especie de Absoluto que crea el mundo desde la nada, vaciándolo antes de todo contenido, y del que todos, viejos y jóvenes, iremos aprendiendo a medida que “aprendemos a aprender” y olvidamos lo aprendido. Por ejemplo: nuestra posición en el mundo (ilusoria, pero también real). Lo que sucede en un país, viene pasando más o menos en cualquier otro donde las ilusiones se orientan –o se desvanecen– en un mismo sentido. En unos, antes; en otros, después. Y así la tormenta se extiende sobre un desierto que crece (Nietzsche).

Algunas cosas apenas se entienden

La Escuela es una institución clave a la hora de abordar lo acontecido en otras instituciones sociales (o culturales en un sentido antropológico y, sobre todo, selectivo). A la pregunta de Debord y a la otra pregunta nacida de ella, pero que viene del revés, como un bebé cuyos pies ven la luz antes que su cabeza, no cabe responder con pocas palabras. ¿Cómo hacer trabajar a los pobres? ¿Cómo conservar la ilusión del trabajo cuando ya no hace falta? Basta con tener presentes ambas preguntas, la que se hace Debord y la nuestra, para percatarnos de un tipo de respuesta que, aunque parece soslayarlas, las sintetiza bajo una fórmula tan banal como eficacísima. ¿Qué hacer? ¿Cómo hacer? La respuesta tiene esta apariencia bruta: que trabajen hasta reventar aquellos a los que ya no es necesario ilusionar como fuerza de trabajo.

Recreación del discurso de Sócrates/Diotima en El banquete, de Platón

Mi objetivo no es ser –o parecer– profundo, sino que se me entienda. Aun así, debo reconocerlo, me cuesta trabajo. El mismo trabajo, a falta de ilusiones reales, que las administraciones educativas echan sobre las espaldas de los profesores: interminables cargas burocráticas que, bajo la santa inquisición ofimática, crean el terror entre las huestes docentes insuficientemente evolucionadas, convertidas en penitentes húsares a lomos de borricos analógicos, escudados en pizarras emborronadas a las que rodea un halo sospechoso de polvo de tiza. Es bien sabido. A las funciones tradicionales del profesor se han sumado otras muchas que, sin desatender a las primeras, debe cumplir con tanto o más celo. Pero seamos claros…

¿Quién no ha jugado al ahorcado?

Hay profesores que, como dice Peter Handke en uno de sus ensayos, ponen menos pasión en lo que transmiten que un vendedor de loterías en lo suyo. Los hemos conocido como compañeros, los que somos docentes, y los hemos conocido como alumnos. Conocemos a tontos en tres idiomas, a idiotas con tres carreras, a especuladores de la fotocopia, a dictadores de apuntes, a acomodadores de cine que han transformado las aulas en el cuarto de estar de su casa. Pero también conocemos a profesores maravillosos, a profesoras increíbles que hacen abstracción del ambiente, que incluso se olvidaban de nosotros (porque los profesores también fuimos alumnos) y así, como por arte de ciencia, nos transmitían todo su saber. Nos consta que esos profesores existen, siguen existiendo.

Prohibido “poner en valor”

A los vendedores de alfombras (no voladoras) de la psicología positiva, a los que desearían convertir la Escuela en una fábrica, en un gran almacén, en un laboratorio de contención de la violencia juvenil, a los que desean –y ordenan– que “cuando un profesor salga del aula, otro lo sustituya y acabe la frase que el primero empezó, siguiendo la programación” (palabra de inspector), a los que no saben qué decir si ven a un profesor con un libro (no de texto) bajo el brazo, a los que dicen “profes y profas” en mitad de la sala de profesores (y de profesoras) antes de enumerar los motivos por los que el colectivo –que no ha de enfurecerse nunca demasiado– debe secundar una huelga simbólica en la que se faltará a clase un día y se venderán treinta camisetas, a todos ellos: ¡enhorabuena! Vuestros deseos se hicieron realidad. Si vosotros representáis la profesión (no hay mayor profesional que un profesor, en sentido etimológico), tiene razón Iván Illich: la Escuela ha muerto.

Recreación del experimento de Schrödinger y mariposa (teoría del caos)

Alguien puede pensar que este afán por robotizar al profesorado esconde un objetivo: que el profesorado, a su vez, robotice a los alumnos. Si así fuera, hay que reconocer que el escondite es perfecto. ¿Quién buscaría en la Escuela la llave que da acceso al cofre de las mentiras? Sin embargo, me temo que no hay ninguna inteligencia oculta –y perversa– tras lo que sucede, aunque lo que pasa, como siempre acontece, beneficie a algunos y perjudique al resto. (En los tiempos del bulo y de la posverdad puede emplearse este criterio: si no beneficia a nadie, es real). Aquel libro de Jean-Claude Michéa, La escuela de la ignorancia, como otros similares, siendo tan necesarios, no son empero suficientes. Pensando en la riada de leyes educativas: ninguna inteligencia es tan inteligente –y tan perversa– como para parecer tan obtusa.

La Escuela se (des)dice de muchas maneras

Las diatribas que han interrumpido el desarrollo de la verdadera cuestión –la pregunta de Debord y la vuelta del revés de esa misma pregunta– adolecen de esa misma insuficiencia; valen como pars destruens. Aun así, se trata de una destrucción que no llega más allá de donde alcanza su potencia subjetiva, más allá de cierta retórica y del poder seductor de algunas imágenes poco funcionales en lo que se refiere al otro lado de la cuestión, el que más importa, la pars construens: ¿qué hacemos con la Escuela? Es tanto como preguntar: ¿qué hacemos con “la ilusión” cuando “el trabajo” ya no obliga?

Primeras clases de lógica proposicional

Las cosas funcionan de acuerdo con una lógica. Cuando esa lógica se pervierte (el verbo introduce una axiología), las cosas se mueven o se aquietan alrededor de las nuevas condiciones con la misma abnegación con que lo hacían sobre las bases antiguas. Algunas cosas orbitan, otras se desquician para mayor gloria del quicio, aunque no se sepa bien adónde conducen las puertas, y otras parecen danzar alrededor de bienintencionadas propuestas. Hay intérpretes reputados y directores de orquesta. Son los amanuenses de la ingeniería de la conducta, los augures de la sacrosanta Programación, los arúspices de las necesidades educativas especiales (perfectas coartadas contra la falta de centros y especialistas). Directores de un coro de voces nebulosas que despiertan al diablo de su siesta para volver a sumirlo en el sopor. Ya no se trata del pozo de Dante, con sus bolsas acumuladas, con sus distintos niveles, con sus deméritos a la altura de los méritos celestiales, sino de un desierto poblado de señales, de procedimientos mistificados, falsamente horizontales, pues siempre manda alguien, y de mojones que nos muestran que la banalidad es también un fin, además de un instrumento (como demostró Hannah Arendt), o un instrumento convertido en fin. Entretanto, el desfile de los asesores, de los managers, de los cibernautas candidatos al Nobel de los maestros, de los pedagogos de las formas vacías de contenido, de los consejeros y de los líderes de opinión (doxa) se multiplica al ritmo establecido por las empresas o fundaciones que los pagan. O al son del emprendedor, cuyo ethos es ya objeto de obligado estudio admirativo en la Escuela.

Un zombi es un muerto viviente (emic) o un vivo moribundo (etic)

De esto se trata, en efecto: de la crisis del trabajo, del final de una ilusión. Del paso de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control (siguiendo a Michel Foucault y a Gilles Deleuze, entre otros; en España, a Raúl Fernández Vítores y su Sólo control. Panfleto contra la escuela). Del paso de un capitalismo industrial y de servicios, cuyos cerebros y cuyas manos eran extraídos de la Escuela, a un capitalismo financiero, especulativo, e industrialmente robotizado, el cual, por una parte, necesita poner sus huevos en los espacios considerados más o menos “públicos” a lo largo de unas pocas décadas (desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta los años ochenta del pasado siglo), como lo son –o lo eran– la educación y la sanidad, y que, por otra parte, no precisa de un personal medianamente cualificado para el mantenimiento de la producción y el aumento de la tasa de ganancia. Esto último conviene entenderlo bien. Que no se precise de un personal medianamente cualificado significa que las muy altas cualificaciones y las muy bajas seguirán siendo demandadas. Decir “profesional no cualificado” es una contradicción en los términos: alguna cualificación se requiere, aunque sea muy baja (o precisamente porque lo es, con vistas a un ejército laboral de quita y pon). Del mismo modo, aquellas tareas que un robot no puede acometer, siendo necesarias para el diseño de la producción y, ante todo, para prevenir contingencias, exigen la existencia de un “personal” que, como fuerza de intervención en la resolución de fallos sistémicos, efectos impensados o predicción de futuribles, es, más que una fuerza bruta, una potencia intelectual (de donde algunos, llevados por una ilusión respetable, pero no suficientemente pensada, deducen un porvenir guiado por el Intelecto General de la especie). Se entiende así que periódicos financieros, poco sospechosos de alentar el estudio de las humanidades, aseguren que la filosofía subsistirá en el mercado laboral bajo formas y condiciones que a un filósofo clásico (sin necesidad de ser platónico) le resultarán abominables: gestión de capital humano (o de “recursos humanos”), gestión de casuísticas morales (desde problemitas bioéticos –qué hacemos con los embriones sobrantes de las técnicas de reproducción asistida– hasta jerarquías de posibles atropellados por parte de vehículos sin conductor)… Gestión, congestión, indigestión de visiones panorámicas que reciben el nombre de Pensamiento.

Refutación (muy voluntarista) del imperativo categórico

La necesidad que el capital tiene de poner sus huevos en nidos relativamente preservados hasta el momento (allí donde lo estuvieran), como lo son la educación y la sanidad, responde a una lógica que no solo tiene que ver con la globalización, sino con su contrapartida física: la necesidad de que el espejo devuelva al especulador el cuerpo real de su imagen, engordada con beneficios convertibles en cosas y casas, cruceros y cruzadas en la santa cubierta de un barco que ya es un pecio, pero que aun así conserva –y acentúa mediante técnicas de difuminación moral (filantropía)– las diferencias de clase. Tiene que ver con la necesidad de liquidez, imprescindible como el agua para la vida de los hombres (que tanto tienen, tanto obtienen) bajo el cielo, sobre la tierra. Empresarios o trabajadores: ambas figuras, con todas sus diferencias, se entienden y hacen juego bajo el mismo régimen; no se trata de “buenos y malos” ni de simples “explotadores y explotados” (un empresario está a priori más explotado que un funcionario, siquiera sea porque debe mantener el nivel de competencia). Tiene que ver con la necesidad de transformar las cifras (los réditos financieros) en bienes muebles e inmuebles; también “los ricos” necesitan serlo, no solo parecerlo (comprarse formidables casas y disponer de un parque automovilístico a la altura); y tampoco los que no lo son parecen llevar la contraria a quienes sostienen que todo proletario –o invocador de ese espíritu– lleva un burgués dentro, empezando por los defensores profesionales del igualitarismo, que acostumbran a ser perfectos contraejemplos de la causa que defienden. Tiene que ver con la necesidad de que la materialización del beneficio sea gradual, progresiva, al menos no inmediata, no a la vez y en el mismo sentido para todos los inversores (muy grandes, grandes, medianos o pequeños). La materialización total e instantánea es el apocalipsis del capital; la confirmación –a modo de juicio final– de una falta universal de liquidez, resultado de que el dinero, en la época del capitalismo financiero, no existe (se calcula que la inexistencia ronda el 80%) salvo como ficción de dividendos. De ahí que la aldea global tenga un corral como muralla, conocida aquí o allá bajo el nombre de “corralito”. Como en la prodigiosa escena de Mary Poppins, cuando los niños van a rescatar sus peniques y, ante la negativa de los viejos banqueros, cunde el pánico en las oficinas; del mismo modo, la contrapartida física del capital especulativo exige que no se rompa el espejo, o sea, que no cunda el pánico (lo que otros denominan “la confianza”, como pilar del sistema). Contra lo que suele creerse, el capital es progresista: los capitalistas (trabajadores o empresarios) no pueden ejercer como tales en el mismo sentido y a la vez, sino por turnos, muy espaciada y gradualmente. Lo que la fabricación de coches y lavadoras ya no permite (enriquecerse sobremanera) lo permiten los colegios y las clínicas, dos versiones lucrativas de lo mismo: la vida ignorante, que se va abriendo paso a través del conocimiento, y enfermiza, siempre necesitada de atenciones.

Recreación de las transformaciones del espíritu (Nietzsche, Así habló Zaratustra)

Es ahora el momento en que los pájaros de antaño echan a volar o caen al suelo desplumados, desplazados de un picotazo por los buitres que ocupan su sitio. Es ahora, cuando la biopolítica es un hecho y no una fabulación teórica: cuando la gente enferma, como es su costumbre; cuando los niños necesitan aprender, como es su derecho y obligación. Sanidad y educación: los grandes nombres de ahora, cuyos significados penden del hilo de un referente. Sin embargo, también las nuevas aves, incluidas las de rapiña, una vez ocupados los viejos nidos, necesitan forjar una ilusión. La ilusión del progreso es –sigue siendo– la más operativa. Algunas plumas viejas de un respetable tono ilustrado permanecen en el nido, ¡hay que aprovecharlas! ¿Quién va a negarse al progreso? ¿Quién será capaz de humillarse, declarando que no está a la altura de las nuevas exigencias? Habría que ser Walter Benjamin, o en su defecto leerlo, para darse cuenta de que los nuevos mitos son tan viejos, tan viejos, que solamente esa vetusta implantación en las molleras explica el éxito de los ritos y las liturgias que los acompañan. En realidad, son los mismos, en cuanto a su metafísica, pero las relaciones de fuerzas han cambiado y, por lo tanto, la física es otra. Lo que no puede dejar de afectar a lo que, aún, llamamos Escuela.

Hora de guardia en la biblioteca: ¿dónde está el enemigo?

En 1784, Kant publica un opúsculo titulado ¿Qué es la Ilustración? Se trataba de dar respuesta a esa pregunta como si se tratara de un concurso. En realidad, ese fue el motivo. Quizá por eso Kant se expresa de una forma poco kantiana en relación con las dificultades que encuentra el estudioso de su obra, para que todo el mundo lo entienda. Todo el mundo significaba entonces y significa ahora –mucho más entonces, pero también hoy– el pequeño mundo de los lectores que no tienen por qué contar con una formación filosófica. El hecho de leer, de saber leer y, además, el hecho de acceder a ciertas publicaciones, marcaba y marca una diferencia notabilísima entre unos súbditos y otros, entre unos ciudadanos y otros, entre unos seres humanos y otros. Poder saber y saber poder. Célebre es la respuesta que da Kant desde la primera línea: “La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad”. Célebre es el lema de Horacio que toma sin citarlo (pues no es necesario entre hombres doctos): Sapere aude (atrévete a saber, a servirte de tu propia razón). Célebre es la diferencia establecida entre los usos privado y público de la razón (de la que el autor que firma este artículo, yo mismo, se sirve para defender su derecho a la libre expresión); y menos célebre (quizá porque exige mayor pensamiento y el resultado no es tan popular) es la fórmula enfática con que prácticamente concluye el artículo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! (exhortación que no camufla un miedo, pues en ese caso lo mejor es callarse, sino que confirma la diferencia entre el uso privado y el uso público de la razón). ¿Sería posible, hoy, responder de forma breve y clara a esta pregunta: qué es la Escuela? ¿Hasta dónde piensa la Escuela, hasta dónde obedece? ¿Y cuál es el punto de conexión –tratándose de la transmisión de saberes, destrezas y actitudes– entre lo público y lo privado?

Aula de educación terciaria (otrora “universidad”)

La Escuela es, hoy, un no se sabe qué. Esta es la manera como John Locke definía la sustancia: ese “no sé qué” que soporta nuestras percepciones unificadas, soporte difuso y confuso, en torno a un nombre que nos resulta familiar. El hecho de que autores como Anthony Giddens hayan cambiado la palabra “universidad” por “educación terciaria”, al margen de sus connotaciones paleontológicas, demuestra que la Escuela es un dispositivo tan eficaz como inaprensible a la hora de dar una definición exacta y separada de sus elementos, su estructura, sus funciones. Sin verdaderos saltos de cualidad. Tanto abarca, tanto aprieta.

Literatura juvenil

Puesto que el término dispositivo se ha puesto de moda –una expresión “a la onda” y muy tecnofónica para aludir, eludiendo, a das Gestell (uno de los significantes mágicos del argot heideggeriano)–, decir que la Escuela lo es, que la Escuela es un dispositivo, es una manera de salir airosos del trance filosófico. Ahora bien, este dispositivo que es la Escuela, cuyo origen moderno se liga a la fábrica, al cuartel, al hospital (como sabe cualquiera que haya leído a Michel Foucault), se caracteriza al menos por dos funciones, una de ellas extremadamente maleable y, por ende, más importante si cabe. En primer lugar, la Escuela tiene como función socializar a las nuevas generaciones (como sabe cualquiera que tenga el menor conocimiento de sociología o una dosis no muy elevada de sentido común), transmitiendo los conocimientos –destrezas, por supuesto; actitudes, por descontado– que una sociedad considera necesarios para su perduración. En segundo lugar, y este es el terreno movedizo en que nos encontramos, la Escuela tiene como función proveer de funcionalidad a la sociedad que todavía cuenta con ella, con la Escuela como dispositivo fundamental. No es ya esta o aquella función. Es la idea misma de función: para que algo sea, debe funcionar; para que algo funcione, debe haber función. Parafraseando a McLuhan: la funcionalidad es el mensaje, el medio y la “ilusión” que los vincula (profanísima Trinidad). Dada la crisis del trabajo, del trabajo asalariado y del trabajo en general, y dadas las consecuencias conceptuales todavía no aclaradas (el pensamiento azorado del “tiempo líquido” del que hablaba Zygmunt Bauman) que esa realidad moribunda lleva consigo, la Escuela se debate entre lo antiguo y lo nuevo en aparente disfuncionalidad. Mas esa apariencia ejerce su función, aun a costa de generar trastornos psicofísicos a sus operadores principales (los profesores) y conductas disruptivas –como se dice ahora– a sus destinatarios naturales (los alumnos). Como en esos pasajes citados por sabios emperadores y escritoras contemporáneas: los antiguos dioses se marcharon; los nuevos no están.

Escuela «sive» Hospital

¿Cuáles son, si llegan a ser, estos nuevos dioses? ¿Ha habido alguna vez, en verdad, una Escuela no religiosa?

Al profesor se le fue la mano

No hace falta ser muy listo para adivinarlos. De la crisis del trabajo, ha nacido la figura del emprendedor (a la que la Escuela ya ofrece reverencia en forma de materias y contenidos curriculares). De la crisis del concepto de clase (social), ha nacido la clase (aula) como batiburrillo de identidades que deben ser preservadas en su inanidad esencial, esto es, como formas desactivadas de lucha. De la crisis de la figura del profesor, ha nacido –y se ha popularizado– la imagen del animador sociocultural (sobre todo en el ámbito de la enseñanza de los idiomas, donde es usual recurrir a los estereotipos más bobos, retrógrados y “felices”: la familia guay, el ocio planificado, la gastronomía). No es necesario saber nada, pero es necesario no-saberlo en varias lenguas. De la crisis de la deliberación y del voto colegiado, ha nacido –y se ha consolidado– la figura del capataz al servicio de la administración (que le agradecerá, tratándose de escuelas públicas, todo ahorro presupuestario). De la crisis de la crisis, pues de eso se trata (de la crisis como estado de normalidad), ha nacido –crece y se reproduce– la propuesta difusa, a modo de proyecto comprometido e innegociable, de que solamente a través de un constante aprender y desaprender lo aprendido será posible agenciarse una serie de competencias (mantra de la psicología empresarial) que permitirán –en serie o por separado– la provisión de conocimientos y destrezas, lo que en última instancia significa “ganancias”. Competencia, competición: el juego de la vida convertido en deporte, donde ganar –no nos engañemos– es el objetivo (mejor dicho, según las consignas: el reto, el desafío). Pero ¿cuáles son las reglas? ¿Adónde van estas ganancias? ¿Cuántos deben perder para que uno gane? ¿Debe la Escuela servir a ese fin? ¿Debe ser la Escuela el instrumento que certifique la calidad ética de un proyecto basado en la división que se avecina? O emprendes o serás emprendido (a tergo). No se trata de perder, pese a que la derrota tenga su encanto, ni de participar por participar. Aquí no se reivindica ninguna imagen romántica. La cuestión afecta a los fines y a los medios que articulan la competición y, por ende, la adquisición de competencias.

Facultad de Filosofía y Letras de la UCO (antiguo Hospital del Cardenal Salazar)

Una diatriba se entiende mejor que un dilema, dos vituperios mejor que un silogismo, una ficción mejor que tres conceptos, una mascarada mejor que una red de metáforas urdida con precisión sobre el telar de una época. La metáfora de la mano invisible, más querida por Marx que usada por Adam Smith, se transforma en la mano visible que pone y quita sentido a cada expresión. Por ejemplo: si decimos “clase magistral”, recibiremos un guantazo pedagógico; pero si decimos “rendición de cuentas” como si fuéramos contables, políticos o delincuentes en vías de reinserción, recibiremos una caricia por parte de los abades tecnopsicopedagógicos (versión progresista de los curas de antaño, ¡y de hogaño!) que, conforme a La Regla vigente, supervisan el funcionamiento de las diversas Órdenes y de sus correspondientes conventos; algunos más tecnologizados que otros, pues el mantenimiento de la diferencia entre la tecnovanguardia y el tecnolumpen desempeña una función primordial para el vaciado progresivo del conocimiento y para su envasado, también al vacío, en estándares homogéneos. ¡Hay que dar ejemplo! (Y repartir condescendientes collejas, a modo de hostias digitales, entre el personal poco avezado en liturgias cibernéticas). De Cluny al Císter, asistimos de nuevo al combate entre dos formas de entender el monaquismo. En medio de la planicie del campo de batalla, nobles damas y caballeros se resisten a entregar las armas, o sea, sus plumas y magisterios. (Soy consciente de la posibilidad de esta lectura bufa del asunto, que no hay que despreciar: ¿acaso no se dice que nos adentramos en una Edad Media tecnológica?). Se preguntará: si no tienen que ser curas, pedagogos ni tecnócratas, ¿quiénes deben dominar la institución? En efecto, se subtituló así (“dominada” en vez de “gobernada”), lo cual puede servir como respuesta. Puede haber gobierno (poder) sin dominio (imposición). ¿Puede haberlo?

Sala de profesores: ¡ni un alma!

De estas crisis se sale o no se sale. O, lo que es más probable, se sale de unas, pero no de otras. Creer que la Escuela ha de permanecer fiel a lo que la Escuela es, en su esencia, es desconocer que la Escuela carece de esencia al margen de los accidentes que la configuran en cada momento histórico. La Escuela es un no sé qué. Ahora bien, si mantenemos el dispositivo es porque se mantiene el nombre. Y los nombres exigen un significado, aunque no sea del todo exacto o permita diversas acepciones e interpretaciones (o gobiernos en vez de dominios). Es entonces, ahora, cuando tiene sentido preguntarse no qué es la Escuela, sino qué Escuela queremos que sea. Solo que, para no caer en esencialismos inanes, la respuesta debe establecer el cómo. No basta con decir “hay ser”; no basta con gritar “¡hay Escuela!”. ¿Cómo funciona esta Escuela, que ciertamente existe, y en qué sentido deseamos transformarla? Quien quiere los fines quiere los medios, decía Kant. De lo contrario, soslayando la mediación del fin, la finalidad del medio, recaemos en la ilusión de la ilusión, bajo la apariencia de una elevación; en el deseo abstracto, bajo la apariencia de un compromiso; en el cañamazo y en la añagaza de “los pobres” (también de “los ricos”, pero a estos les va bien dentro de la comunidad universal de abstracciones). ¿Cuáles son los medios? ¿Cuáles son los fines? En este breve ensayo se han apuntado algunos. Hay una pars construens escrita entre líneas, o eso me parece cuando el texto va llegando a su fin. No se me escapa la utilización profusa del verbo “deber”. No se me escapa que o bien se trata de una decisión que concierne a la ética, junto a la política, o bien no se trata de nada que nos concierna (al margen de criterios de utilidad y ganancia). De ética –pero también de física– se trata. De motivos y de fuerzas. La ética que excluye la atención a lo real se convierte en cursilería moral (adecuada solo para los tiempos felices en que unas conciencias se ocupan de lavar a las otras, alejadas de la suciedad generalizada del mundo). Por lo demás, una ética atenta a lo real no puede dejar de lado lo que Sigmund Freud, en un opúsculo publicado en 1915 (Consideraciones sobre la guerra y la muerte), llamó “el deber primero de todos los vivientes”: soportar la vida. “La ilusión pierde todo valor cuando nos lo estorba”.

El nacimiento de una idea: algunos vimos un molino donde se dibujó un túnel

Una Escuela al servicio de la inteligencia siempre fue, es y será una Escuela al servicio de la emancipación de todos los seres humanos, que deben pasar por ella. Una Escuela al servicio de la sensibilidad siempre fue una Escuela al servicio de la inteligencia. Una Escuela donde los méritos no esconden las desventajas será una Escuela al servicio de la justicia. Una Escuela donde la realidad no se convierte en bulo es una Escuela al servicio de la transformación de lo real. Porque lo real es aquello que no beneficia a nadie, pero afecta a todos. Una Escuela sin falsos igualitarismos es la condición de posibilidad de una Escuela al servicio de la igualdad. Y ahora volverá a preguntarse: ¿cómo es eso posible? A lo que responderemos de nuevo con Debord, dando la vuelta a su pregunta: ahora es más probable que nunca, porque la ilusión ya no es la zanahoria del trabajo. Por lo que tampoco son necesarias las orejas de burro.

Aprender a no desaprender

Tampoco se le escapa a nadie, incluyéndome, una objeción inmediata: si la Escuela siempre ha sido ese dispositivo fundamental (funcional) al servicio de la sociedad –y del modo de producción, sin duda–, ¿por qué iba a ser distinto ahora? ¿Por qué –y cómo– negarse a la evidente función de la Escuela en aras no de “la verdad” o de “la razón” (ese mito del paso al logos), sino de la utilidad y la ganancia? La respuesta también es inmediata: cada época genera su remanente –dicho en términos económicos–, incluidos valores e ideas que, siendo los productos ideológicos de otro tiempo, de otras circunstancias, perduran como adquisiciones sin las cuales un hombre no difiere demasiado de una mosquita muerta, o de un depredador. Por ejemplo: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pudiendo considerarse el correlato superestructural (ético/político/jurídico) de los acuerdos de Bretton Woods, arroja sus “dividendos éticos” irrenunciables. Lo demuestra el hecho de que su lectura, hoy, a diferencia de lo que sucedía hace apenas doce años, es casi un acto revolucionario. Son esos remanentes, esos dividendos, también morales, los que dan crédito a la ilusión y liquidez a nuestro empeño.

*    *    *

Este opúsculo ha sido escrito la mañana del 21 de abril de 2020, en situación de confinamiento, aprovechando un colapso en la red que me ha impedido teletrabajar con mis alumnos. Los efectos que puedan seguirse de la pandemia, en relación con la Escuela, están en el aire, como el virus. Las medidas de distanciamiento social pueden dar lugar a una considerable reducción de ratios (número de alumnos por clase), pero también a una elevación de horas lectivas para el profesorado que compense, sin atender a la cacareada “calidad de la enseñanza”, los gastos de esa reducción. ¿Cómo distinguir, dadas las circunstancias, un análisis de un testamento? Cualquier cosa que escribamos llega tarde o demasiado pronto. La presencia física ha sido hasta ahora insustituible. ¿Seguirá siéndolo? Quizá avancemos hacia una forma mixta donde la enseñanza pierda, en el mejor de los casos, sus condiciones más fabriles y cuartelarias, que someten a niños y adolescentes a períodos de seis y siete horas diarias, más un montón de deberes que sumar a las actividades extraescolares (pues hasta el padre más sordo desea un hijo violinista). Tal vez esa relación de dominio se relaje un poco y dé lugar a una nueva y más fructífera relación de poder, donde los resultados no sean lo primero e importe más cómo se da una clase y cómo se recibe que el hecho (burocrático) de programarla. ¿Un régimen donde el docente ya no ejerza labores de policía ni de oficinista al servicio de los que se ganan la vida dificultando el trabajo real de los demás? Sin embargo, no sería inteligente confiar en ello como si la lógica de las cosas no dependiera, también, de las voluntades humanas. Menos aún lo sería confundir estas ilusiones, casi recalcitrantes, con la poca capacidad que a uno le asiste para ponerlas en práctica más allá de su propia aula, virtual o física, materializando y exportando el ideal. Pensar la Escuela es poner en cuestión todo aquello que la Escuela no se cuestiona. Eso se ha intentado aquí, humildemente, en la medida de un apagón, alternando descripciones “de batalla”, por así decirlo, con análisis estratégicos, todo ello con la brevedad que los tiempos exigen. Y ahora que la red vuelve a estar operativa… ¡Hay que dar clase!

N. B. Todas las imágenes que acompañan al texto, excepto las de Antonio Berni, claro está, han sido tomadas por mí. Debo a la imaginación de mis alumnos estas recreaciones que he ido capturando a lo largo de los cursos. No puedo dar los nombres de los (re)creadores, pero ahí están las pizarras, el recuerdo magistral de sus muchas atenciones.

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