En el calificado como primer mundo se olvidaron los capitalistas de saciarnos una necesidad básica. Nos dieron la tarjeta de débito además de las de crédito, el teléfono móvil de pantalla plana así como la televisión ídem, la hipoteca a cuarenta años de un piso de 60 metros cuadrados más allá de los arrabales de la ciudad, el coche que se paga en incomodas letras aunque mucho más cómodas que hacerse cargo del seguro y de llenar el depósito, la estúpida posibilidad de votar y manifestarnos así como de ser participes de empresas que posan en el Ibex 35, la piscina municipal que apesta a cloro, la playa atestada de tipos como usted y como yo, y tantos y tantos asuntos que, calumniando a la creatividad, han transformado nueve de cada diez hogares comunes en escaparates del Ikea, donde si te la pillas muy gorda y caes dormido podrías, al despertar, creerte que estás en tu propia casa cuando en realidad es la casa de tu mejor amigo.
En ese entramado de vanidades vacías, donde el cocinero de nuestro restaurante favorito, el peluquero del barrio, el encargado del gimnasio y el camello también son ya parte de nuestras vidas, nos sigue faltando algo. Algo esencial. El asunto de marras que el capitalismo se llevó por delante: poder realizar a menudo el acto sexual sin necesidad de sacarnos la chequera.
Desde que resido en Asia he visto a pardillos primermundistas regalar herencias construidas en tres siglos en solo cuatro meses de relación con una nativa; también los he visto fundir finiquitos en siete minutos, así como destruir empresas que se constituyeron con toda la ilusión pero sin separación de bienes; y hasta los he visto cercanos al suicidio por haberse plantado en este continente lascivo, con más dinero en los bolsillos que orgasmos en el currículo.
El caso que ahora me ocupa –hay miles– es el de un francés que, llegado desde un pueblo alpino, se encariñó de una muchacha camboyana que hacía las veces de puta en un bar de chicas de compañía. Él lo intentó camuflar porque seguramente entre sus amigos franceses la acción de amor iba a ser considerada como arriesgada: “Sólo acompañaba a los clientes; nunca se acostó con ellos”, repetía hasta la saciedad. Pero la verdad es que al año y poco de ying y yang –él la amaba a ciegas, ella calculaba cuánto se iba a llevar– tuvieron una pequeña crisis que dio con la susodicha en el mismo bar de donde la había sacado el francés con una dato de importancia: lo había comprado con su dinero; dinero que en su día pidió para “montar un negocio juntos”. A sumar un terrenito comprado en la provincia rural de donde provenía la equivalente en conquistadora a los miembros del Estados Islámico cuando se proponen meter su religión a balazo limpio cuando no es a cuchilladas.
Siempre me ha sorprendido que la prensa mire para otro lado en este asunto que tantas veces se repite –luego llego a la conclusión de que buena parte de la prensa occidental o está casada con nativas o poseen amantes oriundas– que debería servir de advertencia para la población occidental así como para el sistema capitalista, que en el tema del sexo se ha quedado bastante corto: o eres guapo, o tienes dinero, o personalidad a raudales, o estás literalmente vendido. Que ya me dirán ustedes cómo tipos que dirigen empresas multinacionales cobrando medio millón de euros al año pueden poner en riesgo su patrimonio así como en duda su capacidad de discernir entre el cielo y el infierno.
Y sí, los hay que viven en paz, dichosos, pero son los menos. Porque hasta que los sueldos no se equiparen un poco y los pasaportes valgan lo mismo el ciudadano occidental de perfil bajo estará expuesto a una muerte en vida segura en países como: China, Camboya, Tailandia, Filipinas y Vietnam, entre otras naciones donde el blanco es visto como un saco de dinero y donde la justicia no es equitativa por ultranacionalista.
Joaquín Campos, 28/06/15, Phnom Penh.