Cuando tengo el privilegio de regenerarme y regreso de forma temporal al mundo de los vivos no dejo de sorprenderme de nuestras actuaciones y conductas desconcertantes. No las entiendo como por supuesto jamás entendí las mías en su momento. Por eso accedí gustoso a someterme a ese proceso de hibernación con la mente fresca y el cuerpo muerto con la idea de liberarme de prejuicios e incoherencias.
Me pregunto si nuestros errores –algunos mayúsculos– son involuntarios o consecuencia de la inconsciencia, de una escasa reflexión o más bien de un exceso de seguridad en nosotros mismos frente a los demás. Se ha avanzado mucho en la neurociencia y en la psicología, pero el cerebro sigue siendo una gran caja de puntos oscuros y por consiguiente los comportamientos no siempre obedecen a una lógica racional.
¿Por qué el ser humano es capaz de realizar las mejores cosas y las peores un solo instante después? ¿Quizá porque no somos seres tan desarrollados como pensamos, porque calculamos mal nuestras capacidades y no controlamos nuestras ambiciones?
Cuando yo vivía tuve la suerte o la desgracia de mezclarme con ese gremio actualmente tan desprestigiado (a veces de modo excesivo) que es la clase política. Pobre de mí. No crean. No llegué, ni obviamente se me permitió, a adentrarme hasta el mismo corazón del poder. Pero sí pululé por los pasillos y tomé nota de las conductas de esos seres que se consideraban superiores al resto de los mortales. A lo mejor era lógico que se considerasen así no por inteligencia, sino por poseer instrumentos que yo carecía.
Había de todo como en la viña del Señor: honrados, responsables, realistas, idealistas, justos, ambiciosos, pícaros o puramente ladrones. En realidad, no eran más que criaturas del zoo humano no muy distintas a sus congéneres, pero con mayores privilegios que los demás. Estaban en el escaparate, en primera línea. Era el destino, la fortuna lo que les había situado un escalón o varios por encima del resto.
Observador como era me interesó seguir de cerca las actuaciones públicas y privadas (sobre todo éstas) de esos seres con los que me relacionaba y a los que a veces tuve que servir porque había un contrato de por medio. Creo que nunca perdí por completo mi dignidad cuando trabajaba para ellos, pero no estoy del todo seguro que así fuera.
Estas personas contagiadas de poder y ambición eran jaleadas por su corte de subordinados, que les animaban para traspasar los límites e incumplir el reglamento. Al principio la transgresión podía ser menuda, más tarde algo mayor y finalmente el cumplimiento de las normas pasaba a un segundo término o simplemente éstas se metían en el cajón. Ellos estimaban que estaban tocados de un estatus especial y que sólo ellos y nada más que ellos eran responsables de sus actos.
Afortunadamente, en una sociedad democrática este tipo de comportamientos digamos de mano ancha o de responsabilidad única acarrean consecuencias para quienes los ponen en práctica. Pero no siempre.
Toda este tortuosa reflexión de un muerto como yo viene a cuento con el comportamiento de la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, dándose a la fuga en pleno centro de Madrid después de que los agentes de movilidad la multaron por aparcar el coche indebidamente unos segundos cuando trataba de sacar dinero de un cajero automático.
A mí, de entrada, confieso personalmente que Aguirre ni me cae bien, ni mal ni regular. Es más, en sentido estricto pìenso que en cuestión de liderazgo da mil vueltas a la mayoría de los dirigentes de su partido, empezando naturalmente por el insufrible jefe del gobierno. Ahora bien, no llego a comprender cómo ha podido hipotecar seriamente su futuro político por un gesto de arrogancia ante un empleado municipal. Será que como humana que es, perdió los nervios, la compostura.
Claro, por supuesto, evidente, naturalmente, desde luego que sí: la ley es igual para todos (relativamente) y las normas deben obedecerse por el que está más arriba (relativamente) hasta por el que está más abajo (éste siempre).
Cuando yo trabajaba huía del coche y recurría mucho al taxi. Recuerdo el odio que los taxistas manifestaban hacia esa clase intermedia que eran los agentes de movilidad. Hacían méritos para ascender excediéndose en su celo para que se cumpliera la norma. No había flexibilidad en sus actuaciones, según me confesaban los propios taxistas que me llevaban a mi lugar de trabajo. Eran temidos y odiados.
Al escuchar a Esperanza Aguirre intentando explicar su comportamiento todo me pareció un despropósito. Tanto su conducta como la de la media docena de agentes que se congregaron en torno a su vehículo y el ataque de ansiedad que sufrió uno de ellos. Eso ya me pareció de chiste. A mí, como seguramente a muchos de ustedes, la ansiedad me viene en ocasiones cuando tengo que lidiar con algunos representantes de ese gremio, que consideran que por el hecho de portar un uniforme y arrogarse esa etiqueta de servidores del orden se comportan con la misma prepotencia que por ejemplo la dirigente del PP.
Pero, en definitiva, haya habido o no exceso de celo, prepotencia o supuestamente machismo a la hora de multar a la «lideresa», no se me quita de la cabeza la imprevisión de la conducta humana. De qué forma tan sencilla uno actúa fuera de la lógica, golpea y derriba una moto y reemprende ruta haciendo caso omiso a la orden de un agente, con las consecuencias nefastas que ello acarrea. En un país como Estados Unidos por menos Aguirre hubiese sido detenida de inmediato. Una exageración, a mi modo de ver. Aquí, en la España cañí, le pondrán una sanción económica. Pero eso no es lo peor para ella. Lo peor es que su partido ha convocado ya a la jauría de hienas para que despedacen a su odiada dirigente. Mira por donde una imprudencia automovilística permite al señor de la Moncloa quitarse de encima a una enemiga. No sé qué conducta me resulta más miserable: la de la «lideresa», la de sus rivales o la de la policía.
Me voy a hibernar de nuevo porque admito seguir teniendo serios problemas de comprensión humana.