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La incredibilidad del mal

 

Los grandes males que los hombres nos hacemos unos a otros suelen ser increíbles. Hay como una ceguera para la realidad por parte del hombre normal y ante lo normal. La normalidad de la mirada y del que mira, y la normalidad necesaria de lo mirado, son precisamente las instancias más idóneas para dejar de percibir lo anormal  -por horrendo- que está pasando. De los crímenes en masa de los regímenes totalitarios se ha dicho que su mejor protección fue la normalidad que los rodeaba. Nadie está dispuesto a creer en lo monstruoso que tiene a la vista. Y es que el sentido común no acaba de admitir el principio nihilista de que «todo está permitido», es decir, que todo sea posible. De modo tal que las amenazas que se ciernen sobre una sociedad se cumplen con tanta mayor facilidad cuanto menos factibles se consideren.

 

La complicidad, aunque sea la complicidad pasiva del silencio, es más fácil si el mal que se inflige a otro no rebasa en la mente del cómplice los límites de lo imaginable.  Ya se ha explicado que los nazis estaban convencidos de que una de las mejores bazas en el éxito de su empresa era la extrema improbabilidad de que nadie en el mundo exterior creyese que era verdad. Si el régimen comunista se mantuvo tantos años  -cuenta Martin Amis-  no fue por carecer de oposición interior o por la entrega servil de su población, sino por un grado de inhumanidad que Occidente no podía imaginar. «El estilo básico de Stalin consistió en hacer lo que hasta entonces se consideraba moral o físicamente inconcebible». A menor escala, a lo largo de bastante años, cada vez que algunos  advertían en el resto de España del progreso del miedo en el País Vasco y de la connivencia entre el nacionalismo y  el terrorismo, demasiados rechazaban esos avisos como notorias exageraciones. Y lo que es peor: se interpretaba que ciertos intelectuales denunciaban la situación por haber sido amenazados por los terroristas; nunca pensaron que fueron amenazados precisamente por atreverse a denunciar la situación.

 

No deja de ser siniestramente paradójico que, a mayor atrocidad, mayor sea también la incredulidad que despierta y que un crimen sea tanto más seguro de ocultar  cuanto más monstruoso. Más aún, llega un punto en que la misma desmesura del daño causado conspira en favor de su justificación. El sentido común moral no puede dejar de pensar que semejante daño ha de responder, naturalmente, a una injuria previa de parecida magnitud cometida por quienes ahora sufren aquel escarmiento. ¡Qué no habrán hecho ésos antes para recibir ahora semejante venganza…!

 

Debería mencionarse también esa especie de universal miopía para el presente que transcurre ante nuestros ojos. Como si esa presencia continua, y aún sin culminar, no permitiera entrever ni el conjunto ni el alcance último de lo que está pasando: “Siempre son los contemporáneos los que menos saben de su propia época -reflexiona Zweig-. Los momentos más importantes escapan, sin que se den cuenta, a su atención, y los verdaderamente decisivos casi nunca encuentran en sus crónicas la debida consideración”.

 

La vida cotidiana es una de las maneras como el presente impone una cierta impenetrabilidad a su conocimiento. La pervivencia de la cotidianidad actúa de pantalla o de velo que cubre lo inusitado. Lo cotidiano es lo previsto, acogedor y, por tanto, bueno; lo extraordinario es lo imprevisto, extraño y, por tanto, sospechoso cuando no malo. La gente parece decirse que, mientras lo ordinario fluya como siempre, lo anormal (y, antes que nada, lo horroroso) es imposible, cosa sólo de habladurías. Es decir, como si el horror fuera inocultable y además incompatible con cualquier fenómeno de todos los días. Aunque se estrechan las opciones de conducta, la gente sigue todavía pautas familiares. Subsiste la ilusión de que su comportamiento continúa siendo normal y racional, por más que un observador atento concluiría lo contrario. Un medio efectivo de mantener el engaño estriba en separar la vida de los individuos entre las esferas privada y pública, para que la pasividad y el fingimiento encuentren su refugio en la esfera privada.  Así es como, según relata Sebastián Haffner,  «la vida diaria se interponía ante todo razonamiento lúcido”, hasta el punto de que  “resultó bastante extraño que fuese precisamente esta rutina mecánica que proseguía de forma automática la que contribuyera a impedir que se produjera cualquier reacción enérgica y viva frente al horror” (Historia de un alemán). Lo que ansía el ciudadano medio es que lo rutinario siga siendo rutina, e impedir por todos los medios que lo distinto y disonante  rompa el orden gracias al cual subsistimos.

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