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ArpaLa ineficacia de la muerte

La ineficacia de la muerte

“Hasta que no tengan conciencia de su
fuerza, no se rebelarán, y hasta
después
de haberse rebelado, no serán
conscientes. Ese es el problema”.
George Orwell, 1984

 

1. abraza una pequeña urna que seguramente contiene sus cenizas

Asiste a su entierro, con discreción, desde lejos, mientras finge acomodar flores en otra tumba. Está ahí contraviniendo las advertencias y el sentido común, convencida de que debe participar en su muerte, al igual que lo hizo en su nacimiento.

Tras un par de jornadas de monótona lluvia, en el cielo blancuzco de una mañana fría de diciembre, el cementerio de Zorgvlied flota por encima de una niebla baja. El verde refulge intenso y pequeñas gotas decoran las hojas, las piedras, los pétalos de las flores. Espera impaciente, hasta que, por fin, cuando van a dar las nueve y media, las primeras personas aparecen por el sendero de grava rompiendo el silencio con sus pasos. Su madre encabeza el grupo, escoltada por sus hermanos mayores, mientras que Ambroos, el tercero, abraza una pequeña urna que seguramente contiene sus cenizas. Las cabezas bajas denotan la pena de su familia, y Terry se conmueve, se siente impotente, incapaz de consolarlos.

La fila de personas se alarga con paso lento y ropas oscuras. Ella murmura sus nombres, uno a uno, una lista de examigos, exconocidos, exnovios, exfamiliares, todos convertidos en pretérito. Al fondo, la fiel e imponente Martha, su examiga y exsocia, rompe la monotonía del negro monocolor con un traje pantalón amarillo brillante.

“Ya basta, es mejor que nos marchemos, Terry”, irrumpe la voz.

 

2. entonces, cometió el primer error imperdonable: abrió la puerta y lo invitó a entrar

Terry nada dentro de una burbuja. Una esfera de color intenso y transparente. Otras burbujas rebotan y estallan a su alrededor, dividiéndose en varias partes. Aquella que la contiene sube rápidamente, rodeada por un líquido violáceo, hasta que explota y ella se encuentra dando vueltas en el vacío y cae girando sobre sí misma en medio de una atmósfera gelatinosa que la sostiene.

Por fin consigue escapar de ese sueño.

Se sienta en la cama, mientras sigue rompiendo con las manos las burbujas de color. Abre los ojos y observa a su alrededor reconociendo con lentitud los objetos de la habitación envueltos en el resplandor matutino. Se lleva la mano al pecho, el latido acelerado le hace percibir un doble sonido, como si su pecho contuviera dos corazones. Suda y tiembla a la vez. Se deja caer de nuevo sobre el colchón y se cubre hasta la cabeza, esforzándose por recordar. “La voz”, se dice. No oye nada, aunque nota una presencia en algún recoveco de su mente, como si un cuerpo extraño palpitara bajo la corteza cerebral.

Entrecierra los ojos y comienza a poner orden en su diario mental hasta llegar a este momento, dando un número a cada instante: 1) el último día con G, 2) su madre y el mensaje, 3) la voz, y Martha que llegó para rescatarla al recibir también ella sus mensajes, esta vez pidiendo ayuda.

Se pone de pie, le da vueltas la cabeza y comienza esa típica comezón en las manos que surge cada vez que le sudan a causa del estrés, incluso del más mínimo, porque el estrés es algo que ella no soporta. En su familia sostenían que vivir con los nervios a flor de piel la ayudaba a evadir responsabilidades; la situación no mejoró tampoco con las incontables sesiones con el psicólogo y el psiquiatra a las que fue sometida “por su bien”.

Apoyándose en el pasamanos baja la escalera que conduce de los dormitorios a la planta, donde están la sala y la cocina. Martha ya se ha marchado. Ha dejado la manta doblada perfectamente en el sofá y unos cuantos de sus papelitos de colores desparramados por la casa. “He ido hasta la oficina y a darle de comer al gato”. “Abrígate”. “Nos vemos más tarde”. “Desayuna”, dice el último mensaje de la maternal e inefable Martha, que ha dejado pegado a la cafetera en la cocina.

Terry se sirve una taza de café y se sienta, tratando de poner orden en su mente.

¿Cuándo estuvo por última vez con G?

Mira el reloj y cuenta con los dedos. Cinco días. Hoy es sábado y se vieron por última vez el lunes, el día que programaron ese breve viaje juntos, cuando él olvidó el paquete en su casa. Martha creía que no lo conocía lo suficiente como para embarcarse en un viaje con él, hacía apenas un mes de aquel encuentro en un bar, en compañía de un amigo común, Michael.

Aquella noche, G se presentó como Georgios Tulakis, un tipo tímido, insignificante, de pocas palabras, con un ligero acento extranjero y unos tatuajes que asomaban por las mangas de la camisa y se entreveían como un reflejo oscuro bajo la tela blanca. Nadie lo conocía realmente. Apareció en un grupo online de fanáticos de videojuegos que frecuentaba Michael e insistió en tomar una cerveza juntos. Cuando ella se presentó y le dijo su nombre, él le preguntó de inmediato si tenía alguna relación con Paul Swan. Terry se quedó sorprendida, por lo general nadie le preguntaba por su relación con el célebre arquitecto; la gente no solía conocer a los arquitectos famosos, era algo elitista conocer a uno. Respondió cortante que era su padre y nada más. No deseaba hablar sobre él. G se limitó a expresar su admiración y le comentó que él trabajaba en la empresa AdMaiora, que tenía sus oficinas en uno de los magníficos edificios construidos por su padre, una maravilla. La conversación murió poco después, como si alguien le hubiera apagado el botón del entusiasmo, y pasó el resto de la noche limitándose a sonreír cuando era necesario y a beber una cerveza. Se marchó antes de media- noche, discretamente, tal y como había llegado.

Terry no había vuelto a pensar en él después del primer encuentro, se diluyó en una suerte de caleidoscopio que giraba en su cabeza y en el que se confundían las caras y las personas que no le interesaban. Dos días más tarde se lo reencontró en la oscuridad de un fresco comienzo de otoño, acompañado por el ruido de una brisa que cascabeleaba en- tre las hojas de los árboles.

“Pensé en buscarte para charlar un rato”, le dijo G acercándose.

Ella no se asustó ni se sobresaltó, se volvió hacia él incrédula y se quedó mirándolo con expresión descolgada, ¿qué hacía en la puerta de su casa? Lo reconoció de inmediato, aunque fuera alguien olvidable. El tipo no le gustaba si bien le despertaba curiosidad, lo encontraba demasiado enjuto, demasiado intelectual, demasiado informático y demasiado tatuado para su gusto; detestaba su cabello rizado y su larga nariz, la atraía por esas notables e innegables imperfecciones estéticas y por el timbre de su voz, cálido y suave y sus consonantes poco guturales. Bajo la barba corta, sus labios se extendieron en una sonrisa apretada por la que asomaba apenas una fila de dientes blancos y apretaditos, de publicidad de pasta dental, una sonrisa agradable. A ello siguió un intercambio de preguntas y respuestas algo tontas: “¿Cómo es que andas por aquí?”… “Le pedí a Michael tu dirección”, dijo mirándola a los ojos. La halagaba. Desde la ruptura con su ex, tres años antes, se sentía como un pie que ha perdido un zapato, desamparada, una sensación estúpida que contradecía abiertamente sus principios feministas. “Por lo general se pide un número de teléfono… ¿Me recuerdas tu nombre?”. “Georgios”. “¿Origen griego?”. “Algo así. Quería conocerte, charlar un rato”, repitió. “Temía que si te llamaba no te acordaras de mí”.

Terry dudó un instante y se dijo: “¿Por qué no?”. Pensó que sería más seguro hacer entrar en su casa a un conocido de Michael que a un desconocido de Tinder. Entonces, cometió el primer error imperdonable: abrió la puerta y lo invitó a entrar.

3. la capacidad humana de ser feliz es proporcional a la capacidad de olvido

El habitual cóctel de drogas que consume por la mañana, como todos los días, aún le circula por la sangre provocándole insomnio. Recostado en el sofá negro, vestido solo con camiseta y calzoncillos, Mevinsky juega con el mando a distancia del televisor acompañado por su usual soledad. Se detiene en la publicidad, el resto de los programas no le interesan, todo le aburre, le parece inconsistente, estúpido, insignificante; como la humanidad en su conjunto. Nunca amó al prójimo, durante la juventud los demás le resultaban indiferentes; en la edad adulta se le ocurrían inservibles. No le perturban las penas del ser humano ni sus alegrías, vivió siempre ajeno a ellas y opina que un creador como él, un inventor, no debe perder tiempo en banalidades humanas. En realidad, observaría sin lamentos ni arrepentimientos la desaparición de la especie.

Come algunas almendras saladas del plato, que nunca faltan sobre la mesa central de acero y madera y, al terminar, se chupa los dedos con aire infantil, limpiándose las manos en el tapizado de terciopelo del sofá, donde abandona sus huellas grasientas. A lo largo del itinerario diseñado por el zapping entre canales, se detiene un instante en un canal porno-soft. Entrecierra los ojos y oye los gemidos melosos y gruñidos que provienen del televisor, los suspiros y las medias palabras susurradas entre besos e interminables orgasmos; estupideces. Termina por apagarlo hastiado, su cerebro no gasta energías para mandar sangre a su pene tratando de provocarle una improbable erección, una reacción primitiva. El escaso sexo que disfrutó en su vida no se deshacía en besos ni toques de piel a piel, ni suspiros, ni sentimientos… y tuvo que pagarlo, nunca fue gratis.

Se levanta y se dirige al dormitorio, cierra las cortinas, apaga la luz y se acerca a la ventana. El ruido de un coche acercándose rompe el silencio. Como sucede cada noche, el auto estaciona junto al canal Singel, apaga las luces y no baja nadie. Las ventanillas en su negrura plastificada ocultan a los ocupantes. La presencia del coche frente a la puerta de su casa le provoca una sensación de seguridad. No se siente vigilado, por el contrario, lo considera una protección por parte del gobierno.

Se percató por primera vez de la presencia del coche poco después de la muerte de su socio, Dieter Marcus. Fue al regresar de la breve ceremonia de esparcimiento de las cenizas del difunto, donde asistió en compañía de Sonya Elliot, la pareja de Dieter, y de una anciana tía de la que tan solo recordaba sus gemidos lamentosos y un simpático sombrerito azul coronándole la cabeza.

Después del inexplicable accidente que truncó la vida de su socio, Mevinsky comenzó a vacilar sobre la conveniencia de proseguir con el proyecto MobileMind. El gobierno conocía perfectamente sus dudas y temía su decisión, sus contactos con países extranjeros, el robo de información, la posibilidad de que vendiera los estudios realizados por su empresa a un gobierno enemigo, e incluso temían que pudiera ser secuestrado, por eso le instalaron el auto negro frente a su casa. Su vida estaba adquiriendo un valor que nunca antes nadie le otorgó, ni él mismo.

Mevinsky se recuesta en la cama. Si Dieter no se hubiera convertido en ese polvo gris cayendo en el agua verdosa del canal, habría continuado su carrera exitosa para convertirse en el nuevo mesías de la informática, en cambio explotó en un helicóptero antes de arengar multitudes en las universidades del mundo, con un séquito de nerds babosos pendientes de lo que saliera de sus labios. Una verdadera pena. Indolora para él. No eran amigos, solo amables rivales y, además, Mevinsky ignoraba el significado de la palabra amistad. Esa fue una de las numerosas recriminaciones que Sonya le hizo al acusarlo de la muerte de Dieter Marcus, le dijo que él era un monstruo sin sentimientos con nefastos intereses. Recuerda una a una sus palabras; pese a todo, no deja de pagar sus gastos en la clínica, al fin y al cabo la considera una víctima.

¿Por qué insiste en recordar?

Mevinsky opina que la capacidad humana de ser feliz es proporcional a la capacidad de olvido, por eso siempre se le negó la felicidad. Su memoria no le permite olvidar, en la cabeza tiene una grabadora repleta de palabras, números, imágenes, fotos, rostros, fechas; una máquina precisa con capacidad ilimitada que lo condena al recuerdo y, por consiguiente, a la infelicidad. Actúa de manera contraria a las enseñanzas de su madre, Judith Mevinsky, que lo educó en la inutilidad de la memoria y de los sentimientos: “¿Crees que Yahvé recuerda todas nuestras mentiras? ¿Crees que recuerda tu cara? ¡No! Yahvé olvida y no recuerda ni que existo, ni sabe que tú existes, somos dos mierdas de esas que pisa un tipo que va atropelladamente y que, después de pisarnos, sigue sin darse cuenta de que existimos y, más tarde, nos va a insultar y a quitar con desprecio de la suela de su zapato, nada más. Mejor que aprendas a olvidar incluso tus sueños y todo lo que deseas y nunca tendrás. Si Yahvé es desmemoriado, más vale imitarlo”.

4. como las cenizas de Dieter, un trozo de casi nada

Mevinsky comenzó a consumir años atrás las polémicas “drogas inteligentes”, Piracetam, L-teanina, sodio de tianep- tine… para potenciar su actividad cerebral. Al comienzo lo consideró un truco entretenido que lo ayudaba a concentrarse, aunque con el tiempo se convirtió en una adicción. En un período de su vida comenzó una experimentación desenfrenada y las mezclaba con diferentes ingredientes, como el polvo de saltamontes de Tailandia o las semillas de Peyote, que le provocaban una lucidez espasmódica y sorprendente que hería su entendimiento y volvía insoportable hasta la densidad de la niebla. No se puede soportar la vida viéndola en toda su plenitud y su intensidad, con la consciencia aumentada que te une al universo y te hace comprender que eres parte de él, una microcósmica parte de un gran vacío. “Como las cenizas de Dieter, un trozo de casi nada”, pensó, volviendo con la mente a su socio y a su vida interrumpida cerca del ápice.

Esta mañana de sábado lo espera un día complicado y una cita con representantes del gobierno, los mismos que lo controlan de día y de noche y que ahora, seguramente, quieren informarse sobre el maldito proyecto MobileMind, el incendio en su centro de datos y laboratorios ocurrido dos días antes y la denuncia que realizó por robo de materiales y dispositivos.

Mevinsky se toma un instante antes de recibirlos en su despacho, mientras mira, desde la pared de cristal, el contorno de la ciudad que emerge de la niebla en una visión fantasmagórica. El primer día que observó el panorama desde su oficina en la vigésima planta del edificio de AdMaiora fue magnífico. Pensó que finalmente lo había logrado, se sentía poderoso en el rascacielos del célebre arquitecto Paul Swan, el mundo yacía a sus pies. Fue su momento de oro, tan estimulante que le dibujó una rara media sonrisa en los labios. En cambio, ahora todo comienza a agrietarse por culpa de Dieter y su inoportuna muerte, lo abandonó justo en el momento que el fracaso se asomaba al umbral. AdMaiora acumula pérdidas diarias en la bolsa, y él sabe que pronto suspenderán las acciones para evitar operaciones fraudulentas. El incendio del centro de datos terminó de darle el golpe de gracia a la empresa, al menos frente a los inversores, que no se enteraron todavía del robo y la destrucción de materiales sensibles de los laboratorios y, sobre todo, de la desaparición del prototipo del Teléfono, ese experimento que convirtió a Sonya Elliot, la pareja de Dieter, en un vegetal agonizando en una cama de hospital.

Diez años de trabajo, millones de euros destruidos en pocos días. Poco y nada se salvó del proyecto MobileMind después de los ataques sufridos recientemente y tan solo dos personas conservan los elementos necesarios para reconstruir el proyecto desde la raíz: él en su mente y Tulakis en su piel.

La puerta se abre a sus espaldas con delicadeza y prefiere seguir concentrando su atención por unos instantes en una gaviota que atraviesa el cielo grisáceo de Ámsterdam en dirección al mar.

—Perdone… –comienza a decir Anja, pero la interrumpe una tenue voz masculina.

—Buenos días.

Mevinsky imagina que esa tenue voz proviene de un cuerpo delgado, de manos finas y delicadas, con largos dedos de pianista. Tarda un instante en volverse y encontrarse ante el hombre de voz tenue y manos finas que se presenta como Albertsen, el director de investigación informática. En esas pocas palabras, Mevinsky distingue un acento danés y comprende que se trata del contacto de Dieter Marcus en el ministerio o en los servicios secretos y se pregunta si será cocainómano como su exsocio. Recuerda que Dieter le habló varias veces de ese hombre, pero, por lo general, no le prestaba atención cuando se refería a sus amistades en las altas esferas durante sus incoherentes y aburridos ataques de verborrea incontenible.

Detrás de Albertsen ve a Gij DeVries, el viejo agente que en los últimos meses camina sobre sus huellas, siguiéndolo sin disimulo ni decoro. El hombre, alto y robusto, se mueve con la pesadez típica de la edad que avanza e impone a los miembros una lentitud grotesca. Estrecha la mano de Mevinsky sin pronunciar ninguna fórmula de saludo.

—Buenas días, tomen asiento por favor –dice Mevinsky echándose, sin pudor, unas gotas de desinfectante en las manos–. ¿A qué se debe esta amable visita? Por lo general no recibo personalmente ni a los clientes ni a los miembros del gobierno.

—¿Le molesta? –pregunta Albertsen sacando un cigarrillo electrónico del bolsillo.

—Sí –responde Mevinsky cortante.

—No deseamos hacerle perder tiempo. Estamos aquí por el Proyecto MobileMind –dice mientras guarda el cigarrillo electrónico en el bolsillo interno de la magnífica chaqueta azul.

Mevinsky se acomoda en su majestuoso sillón dejando sus pequeñas manos apoyadas sobre el borde del escritorio.

—Como supongo que ya sabrá, el Proyecto MobileMind se ha suspendido y además ha sufrido un ataque violento. Ustedes, es decir, el gobierno, los servicios secretos o quienes sean, me están siguiendo día y noche, tienen un coche delante de mi apartamento, controlándome, pero cuando denuncio un hecho delictuoso contra mi propiedad las respuestas son insuficientes e ineficientes. Porque pienso que se habrán enterado de lo sucedido, ¿verdad?

Algunos días le impresiona el efecto de su cóctel de lucidez matutino que le permite observar detalles que nadie a su alrededor nota: la contracción mínima del músculo masetero superficial y el ligero temblor del párpado izquierdo de Gij DeVries, las pupilas de Albertsen muy dilatadas, a causa de la claridad, y la pequeña miga de pan atrapada en el tejido de su chaqueta de paño azul.

—Estamos aquí justamente por ese motivo, evitamos ser ineficientes –responde Albertsen, acompañando sus palabras con un movimiento fluido de las manos que lucen una manicura perfecta.

—Llegan con obvio retraso –responde Mevinsky sosteniendo la mirada de Albertsen.

Gij DeVries abre un sobre marrón y despliega ante Mevinsky una serie de fotos, todas muestran a un hombre joven de cabello rizado y nariz larga.

—¿Lo conoce? –pregunta DeVries con voz grave.

—Sabe la respuesta mejor que yo.

—Georgios Tulakis, si ese es su nombre verdadero, la mano derecha de Dieter Marcus mientras estaba vivo –interviene Albertsen.

—¿Acaso no conocen en el servicio de inteligencia el nombre verdadero de las personas? –exclama irónico Mevinsky.

—Fue el director del proyecto MobileMind después de Marcus y estamos aquí para hablar de este Proyecto, principalmente de la parte que AdMaiora desarrolló sin comunicarlo a uno de los financiadores más importantes, es decir: la Unión Europea –prosigue Albertsen dando un tono de suspenso a sus palabras.

—Sabrá también que el señor Tulakis ya no trabaja en AdMaiora… Teníamos visiones diferentes, inconciliables, sobre el trabajo.

—¿Tiene motivos para sospechar que fue él quien realizó los ataques contra la empresa? –pregunta DeVries, aburrido del irritante parloteo de Albertsen.

Mevinsky inclina hacia delante su pequeño cuerpo y se apoya contra el escritorio, señalando con las manos las fotos.

—No soy policía, no tengo medios para sospechar, si es un posible “culpable”… ¿Está acaso detenido?, ¿o se limitaron a tomarle fotos? No fui yo quién lo puso en ese puesto, no era yo el responsable del proyecto MobileMind, sino mi socio Marcus. En verdad esperaba recibir respuestas de las autoridades no otras preguntas.

—Está claro que Dieter Marcus no está disponible y debemos tratar el asunto con usted. Por lo pronto sabemos que el señor Tulakis se ha volatilizado, estamos rastreando sus últimos movimientos, que lo conectan, increíblemente, a la hija del arquitecto que construyó este edificio, Paul Swan, además de haber realizado los edificios que albergan los centros de datos de su empresa que fueron incendiados –Albertsen habla con un tono pedante y didáctico, los codos apoyados en los reprosabrazos de la butaca y las yemas de los dedos de ambas manos tocándose, en una plegaria terrenal.

—¿Debo saber con quién va a la cama un empleado? El arquitecto, el señor Swan, hizo su labor y no mantenemos ningún contacto ni con él ni con su personal. Lo que dice es un trivial sinsentido.

—Piensa también que es un sinsentido que en los últimos tiempos usted haya recibido ofertas económicas de diferentes países, entre ellos sus amigos rusos e israelíes. Y sabemos del interés de otros clientes en el proyecto MobileMind y esto nos lleva a sospechar también de usted, Mevinsky –responde DeVries sin ocultar su antipatía hacia el pequeño judío.

—Para eliminar dudas, le comunico que yo no tengo ni amigos, ni patria ni religión y no estoy tratando nada con nadie –Mevinsky hace una pausa y un gesto, como si buscara un nombre olvidado–… DeVries, eso –y remarca sus palabras chasqueando los dedos–. MobileMind nos está conduciendo a la ruina, lo sabe ¿verdad? ¿Sabe cuánto hemos perdido en la bolsa? ¿Sabe cuántos empleados pueden quedar sin trabajo si quiebra mi empresa? ¿Tiene idea del daño que nos produjo este ataque a nuestras instalaciones? Si no tienen información útil para comunicarme sobre los atentados a mis instalaciones, temo que no hay más nada que hablar.

Albertsen se pone de pie con elástica agilidad y se acerca a la pared acristalada.

—¡Espléndida vista! –exclama como si todo él fuera una interjección, colocada allí para interrumpir la discusión–. Su difunto socio, Dieter Markus, habló personalmente conmigo sobre el proyecto y sus logros. Nadie hasta hoy ha conseguido que un dispositivo pueda interactuar con el cerebro humano sin los sensores o sin un chip o algún dispositivo integrado bajo la piel, solamente Marcus y su equipo. Yo mismo vi un borrador de la publicidad que Dieter Marcus comenzaba a estudiar para el lanzamiento del móvil –pausa teatral–. Sin olvidar su programa de lectura mental, estimado Mevinsky.

—Hicimos una gran inversión en un proyecto que fracasó, malgastamos diez años de investigación y lo que hemos conseguido fue formidable, pero insuficiente, no conseguimos llegar al nivel siguiente, es decir que el producto NO es comercializable –Mevinsky señala a Albertsen con el dedo–. ¿Se escucha bien lo que dice cuando habla? No existe un aparato que pueda leer la mente ni tampoco una central de datos, un software o un equipo capaz de descifrar y transcribir los pensamientos de las personas. Dieter mintió, ¿le queda claro?

—Existe el software, es obra suya –insiste Albertsen–. ¿También se ha volatilizado con el resto de materiales afectados por el incendio?

—¡Solo eliminar el ruido mental, las interferencias de decenas de cerebros resulta imposible, imaginemos con miles y millones de cerebros! ¡Una locura! Y me sorprende que usted no lo comprenda –Mevinsky hace una pausa para recuperar la calma–. Entiendo que los agentes del servicio secreto o los ministros se distraigan con esto y que piensen que espiarán desde sus sillones a todo el mundo, ¡pero en usted no lo admito! Ignoro qué le diría Markus, ni tampoco que hubiera encargado a alguien la campaña publicitaria o el marketing. Él conocía los límites del proyecto, sin embargo, se comportó con absoluta obstinación y ligereza, y puedo solo arrepentirme de su labor en esta empresa. Nuestra delicada situación actual es el resultado de su ambición desmedida, de su deseo de ser el primero y único, de su prepotencia. A la gente no le gusta perder dinero, será por eso que mi empresa está siendo atacada desde todos los frentes, hasta en la bolsa.

—Quizás la señora Sonya Elliot habría colaborado, pero no puede ayudarnos –interviene DeVries mientras alisa con la mano los pliegues de su pantalón, la mirada perdida en un lugar impreciso del rostro de su interlocutor.

—Imagino que podemos concluir aquí. Yo no tengo nada más que declarar. Si la señora Elliot sabía algo que yo ignoro, lo desconozco –responde Mevinsky.

En silencio, Gij DeVries recoge las fotos de Tulakis y las guarda en el sobre con cuidado y esmero; al concluir, sus manos enormes juguetean con los bordes de papel. Su mirada se concentra con insistencia en la solapa del sobre.

—Estimado Mevinsky –dice Albertsen con tono conciliatorio–. Lo único que deseamos es que nos entregue en custodia el teléfono del proyecto MobileMind y toda la documentación sobre la investigación y el material que seguramente estaba depositado fuera de su centro de datos incendiado, no creemos que todo esté destruido. La tecnología y los resultados del proyecto no pueden ser cedidos a empresas extranjeras ni vendidos a una multinacional ni a nadie, son propiedad del gobierno y de la Unión Europea. Consideramos que sea prioritario para defender la democracia, ¿comprende? Es algo serio, algo más importante que sus negocios y que la misma investigación.

Mevinsky se levanta de la silla, se abotona la chaqueta marrón que le queda estrecha en la cintura, y una mueca satisfecha aparece en su rostro de mejillas caídas.

—Estamos perdiendo tiempo, Albertsen. Repito que los documentos, servidores, discos rígidos y materiales de la investigación y del proyecto MobileMind fueron destruidos y borrados, al igual que cualquier material biológico o sintético, y el dispositivo, el famoso Teléfono, el único prototipo disponible de ese estudio, no está en mis manos. Puede leer las declaraciones de mis abogados en la denuncia, inspeccionar mis empresas, mi casa, no hay nada y nadie lo lamenta más que yo, porque a causa de esto ahora MI empresa, la que YO fundé –dice con énfasis señalándose a sí mismo con el dedo en el pecho–, está en grave peligro y con ella todo el personal. El ministro del trabajo debería preocuparse por esta situación, ¿no cree? Busque a Tulakis, encuéntrelo, exprímale del cuerpo hasta la última gota de tinta, tal vez él tenga una respuesta –al concluir apoya las manos sobre el escritorio y baja la cabeza.

—Y ahora, disculpen, doy por concluida la reunión.

—Le aconsejo no moverse de Ámsterdam –dice DeVries mientras se pone de pie y observa al minúsculo Mevinsky desde su altura imponente.

—Debo participar en un congreso en Italia, si quiere impedirme que vaya presente una orden, judicial, policial, lo que le parezca. Y la próxima vez hablen directamente con mis abogados.

Albertsen no aprecia al judío, nunca le agradó. Bien sabe la opinión negativa que Dieter Marcus tenía de su socio. Dieter y él habían establecido una buena relación y hablaban a menudo sobre el Proyecto MobileMind, colaboraban y Albertsen había pensado en abandonar el servicio para unirse a Marcus, pero su muerte prematura canceló sus proyectos futuros.

—¿Significa que mientras lo protegíamos, durante todos estos meses usted destruía o permitió que alguien destruyera o robara el objeto de nuestra protección? –interviene Albertsen.

—Paradójico, ¿verdad? –responde Mevinsky.

—No quisiéramos pensar que detrás de esto se ocultan intenciones económicas, un seguro sustancioso que cobrar por el incendio, y que usted está poniendo en peligro la seguridad pública por ese motivo.

—Tal vez muera antes de cobrar el seguro. Creo que los únicos que ponen en peligro la seguridad pública son los que pretenden o simulan defenderla –responde Mevinsky mirando directamente a Albertsen.

El pequeño judío se vuelve a observar el paisaje de la ciudad, ignorando a los dos hombres. Albertsen y DeVries intercambian una mirada muda, se ponen de pie y, sin saludar, se retiran, mientras Mevinsky sigue obstinadamente en esa posición hasta que oye la puerta de su despacho cerrarse.

Estos textos pertenecen a la novela del mismo título que ha publicado la editorial Balduque: Disponible en librerías, en la tienda de la editorial, y en Amazon.

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