La secesión de España es el objetivo político nacionalista tanto en Cataluña como en Euskadi. Al no contar con respaldo ciudadano suficiente, en otras comunidades (la valenciana y balear, la gallega y la navarra) esa deriva se produce en grado bastante menor. Para alcanzar semejante meta, y dado su carácter de nacionalismos lingüísticos (es decir, los que elevan a seña diferencial o identitaria la llamada “lengua propia” de un territorio), tienen como palanca principal la política lingüística. Esta política de “construcción nacional”, junto a otras, ha mostrado desde el inicio de la Transición ese propósito, ha ido fraguando la anti-España. Por tanto, puestos a calcular sus costes, habrá que referirse a los acumulados a lo largo del pasado y del presente, y no sólo los futuros más o menos previsibles y que empezaríamos a pagar a partir de la hipotética secesión. Son costes ya satisfechos por adelantado. En suma, son costes para o con vistas a la secesión. La política lingüística de los nacionalistas es tanto productora como producto creciente de esa voluntad de separarse de España.
Son los costes de una política de imposición, o incluso de elección (como se explicará en el epígrafe II), de la denominada lengua propia cuando no coincide con la propia lengua. Y esos costes, por cierto, no son sólo ni primordialmente costes lingüísticos, sino de muy diferentes clases.
Los costes de una política lingüística después de una hipotética secesión de las comunidades bajo mayoría nacionalista serían, cabe suponer, la exacerbación de los costes anteriores a la secesión. Lo que significa: a) en materia educativa, una inmersión más acentuada y, en consecuencia, una mayor imposición para los castellanohablantes; b) restricción del mercado lingüístico (y por eso también cultural, intelectual y económico), a menos que exista un bilingüismo de hecho. Esto último es previsible, por más que el catalán o el euskera tendrían prevalencia como la respectiva lengua oficial del nuevo Estado. Si la opción política escogida fuera alguna forma de federalismo, serían de prever unos costes derivados de la política lingüística aproximadamente iguales a los previstos para el caso de la secesión. Sobra añadir que, si antes de una hipotética secesión esos costes ya son distintos en Cataluña que en Euskadi, por el distinto grado de implantación de su “lengua propia”, otro tanto valdría para después de ese futurible.
I. Dimensiones de la injusticia lingüística
Los costes de una política nacionalista al servicio de la secesión se dejan ver como mínimo en cinco dimensiones básicas.
1) La siembra de falsos principios normativos
El principio clásico nacionalista proclama que las naciones gozan del derecho a su soberanía política, a lo que el nacionalismo lingüístico añade que la lengua es la primera forjadora de una nación. Pero lo cierto es, de una parte, que tenemos una lengua común y, de otra, que la presencia del catalán, euskera y gallego entre sus poblaciones resulta insuficiente o muy escasa. De manera que sus respectivos nacionalismos coinciden en predicar este silogismo práctico más o menos explícito: “Para ser una nación y fundar así nuestro derecho a convertirnos en Estado, es preciso recuperar (o propagar o inventar) nuestra lengua”. Premisas y conclusión son normativamente infundadas, pero el silogismo resulta harto efectivo. Todo hace pensar, sin embargo, que muchos ciudadanos españoles y sus representantes políticos aún no han reparado ni en la presencia de ese razonamiento subyacente ni en su eficacia fraccionadora.
Si éste parece un principio último, pero por lo general latente, otros resultan bien expresos en las reflexiones públicas que se permiten los responsables de las políticas lingüísticas. El más burdo podría ser el de la normalización, según el cual, en lugar de reconocer la lengua que es de uso normal o mayoritario en esa comunidad, la política lingüística nacionalista pretende transformar por cualquier medio en normal el conocimiento y uso de la lengua minoritaria o anormal. Un especialista ha escrito que “se ha introducido el objetivo no sólo de garantizar los derechos de los hablantes, sino, además, de crear nuevos hablantes, de que las lenguas distintivas de las CCAA crezcan y sean cada vez más importantes en sus territorios respectivos. No sólo se trata de proteger lo existente, sino de transformar la realidad” (A. López Basaguren, 2010-2011: 9-10, cursivas mías, A. A). El pasado más o menos mítico de la lengua debe someter e incluso suplantar al presente; o bien lo que fue el uso simplemente antiguo, hoy muy menguado en ciertas Comunidades, se interpreta como si fuera tradicional, o sea, como si llegara hasta el momento actual y demandara por ello su derecho a pervivir. Los muertos mandan sobre los vivos.
En otros casos el nacionalista se refiere a los presuntos derechos de la Lengua, del Pueblo o del Territorio. Se atribuye entonces a estos entes abstractos la condición de verdaderos sujetos de derechos, dotados de capacidad para imponer obligaciones a los individuos singulares. Los nacionalistas amplían el viejo catálogo de alienaciones a base de insuflar vida personal a sus propias obras –aquí, la lengua– para a continuación obligar a someterse a ellas. Lo malo es que el argumento ha calado también en muchos ajenos al nacionalismo. Más todavía, lo que encarna una doctrina reaccionaria que privilegia la etnia particular sobre la universal ciudadanía, la tradición por encima de la justicia, etcétera, ha logrado persuadir en general a la sociedad española de la ecuación entre nacionalismo y progresismo.
En estos tiempos en que se festeja la pluralidad a tiempo y a destiempo, se pondera también en favor de la “lengua propia” el valor de la diferencia, la riqueza de la diversidad. Con la fuerza de una tesis indiscutible, no se aclara en qué radica ese valor ni cómo y cuánto enriquece ni a costa de qué otros ideales colectivos. Todo lo diverso siempre es bueno ya sólo por ser diverso, no por ser bueno. También la variedad de lenguas es por sí misma algo valioso, digna de conservarse y exige del individuo su disposición a defenderla. Frente a la lengua común en una comunidad, la lengua de algunos vale ya por ser distinta y requiere además el aprendizaje de todos.
De un lado y de otro, se viene en fin a converger asimismo en el prejuicio de la igualdad de las lenguas y, en caso de desigualdad del número de sus hablantes, en el deber político de discriminación positiva a favor de las lenguas de menor presencia social. Las autoridades lingüísticas repiten sin cesar que la relación entre castellanohablantes y catalanohablantes o vascohablantes sigue estando “descompensada” y cifran su meta en lograr un “bilingüismo equilibrado”. Es otro principio normativo aceptado en nuestro país por bastantes, pero nacido de las entrañas del nacionalismo lingüístico y que tiene a éste como su mayor beneficiario. Pero el caso es que la disparidad numérica de hablantes de las lenguas no entraña por fuerza injusticia alguna ni está escrito que haya un deber moral o democrático de repararla. Injusticia sería que a los hablantes no se les reconociera el derecho a servirse de su propia lengua, que se les impusiera otra o que se discriminara entre los derechos de los hablantes de una lengua y de otra. Siendo todas las lenguas iguales en sus funciones comunicativas, serán sus hablantes –dentro de sus circunstancias históricas– quienes las hagan más o menos extensas, las adopten o no como lenguas literarias, las introduzcan o no en el mercado…[1].
Es probable, pues, que por debajo de aquel prejuicio esté operando una confusión entre las desigualdades causadas por alguna injusticia social o política lo bastante reciente –como para que subsista el recuerdo y la reversión sea posible o tenga sentido– y las que no proceden de atropello alguno o éste fuera muy lejano. Habrá que subsanar y corregir las primeras, pero a las otras desigualdades, salvo excepciones, hay que dejarlas estar. No en vano el principio que debe guiar la justicia lingüística es el de la adecuación a la realidad sociolingüística [2].
2) La implantación de sentimientos colectivos infundados
Nuestros nacionalismos insisten aviesamente en traducir la expresión “least used languages” (“lenguas menos usadas”, así las denominan los organismos internacionales) como “lenguas minorizadas” o, lo que es lo mismo, premeditadamente disminuidas a resultas de haber sido perseguidas o prohibidas desde el poder del Estado. Contra esa discriminación negativa de la que fue presunto objeto, se justifica la actual discriminación positiva que defiende el nacionalista[3]. Pero el caso es que su progresivo decrecimiento no responde a caprichosos decretos de algún gobernante malévolo, sino en su origen a necesidades administrativas para regir un Estado y después a factores tan impersonales como el tránsito de una sociedad agraria y rural a otra industrial, urbana y de mercado, cuando no al hecho de que el español pronto se convirtió en la lengua de la mayoría o lengua común.
No importa. El nacionalista siempre está en trance de inventar la historia o de corregirla en lo que no concuerda con sus dogmas. Esa falsa conciencia de persecución, incluso con riesgo de extinción de la lengua propia, origina en quienes comulgan con tales premisas un indudable sentimiento de pesar ante la pérdida de la lengua de los antepasados. O bien de odio hacia quienes supuestamente se la arrebataron y a quienes reputamos como sus descendientes. Y con él, claro, una voluntad de venganza y un deber de recuperación de la lengua venida a menos. Triunfa un victimismo que aboca en el desafío abierto al estado de derecho cuando éste emite sus normas y sentencias en materia lingüística. Es el caso de Cataluña, donde el ciudadano es testigo de cómo el nacionalismo local –con su terca desobediencia– socava la autoridad legítima de las más altas instituciones políticas.
La otra cara del fenómeno es que así se alimenta también una visible conciencia de culpa en la mayoría de miembros de una Comunidad por no hablar su lengua propia, o no leerla, ni escribirla ni entenderla. A mayor lejanía de la lengua local respecto de la común, más nutrida será la población que vive de espaldas a la lengua local, pero conviviendo a diario con rótulos, impresos, topónimos, folletos, etcétera, escritos en esta lengua. A esta avergonzada mayoría le toca entonces vivir en un permanente disimulo, haciendo como si necesitara una lengua que no necesita y comprendiera lo que no comprende, cuando le bastaría con la lengua conocida y hablada por todos sus conciudadanos. O la hipocresía le fuerza a una constante petición de disculpas por no dominar una lengua en que bien pocos se expresan allí donde reside. Pero, al fingir plegarse a lo políticamente (o sea, nacionalmente) correcto, comienza ya a pagar un obligatorio “peaje lingüístico”.
Ese peaje puede llegar muy lejos; puede exigir hasta el sacrificio de los propios hijos para liberar a los padres de toda sospecha entre los vecinos o del cargo de desidia en esta materia. Las lenguas vernáculas sólo las saben o emplean algunos ciudadanos en sus propias comunidades, en unas más y en otras menos o mucho menos (esto último, en Álava y Navarra). En el caso máximo, no más del 35 % en Cataluña; en el mínimo, 18% en Euskadi y no llegan al 8% en Navarra[4]. Ahora bien, en la educación pública, la inmersión lingüística somete a todos los alumnos catalanes casi sin excepción y, entre los alumnos vascos, el 11 %, el 23 % y el 65 % estaban matriculados respectivamente en el modelo A (en castellano), en el B (bilingüe) y en el D (en euskera) durante el curso 2011-12. Pero en el 2013-14 entre los nuevos escolares se produce el ascenso imparable del modelo D (77,73 %) y la supervivencia puramente residual del modelo A (3,05 %). ¿Cómo se explica semejante desproporción entre el escueto número de conocedores o usuarios de esas lenguas entre la generación anterior y el número de alumnos hoy matriculados en esos modelos? A primera vista, se atribuiría a aquellos sentimientos que incuban la conciencia de culpa, además de la esperanza en la mayor probabilidad de acceder al mercado de trabajo y la confianza de que la lengua común se aprenderá gracias al influjo ambiental. Pero creo que debe ponerse por delante como un factor principal el temor al aislamiento por el que la opinión pública, a través de la presión grupal, va reorientándose y conformando nuevas mayorías (E. Noelle-Neuman, 1995)[5].
3) El sufrimiento de muchos
Vamos a concentrarnos sobre todo en el sufrimiento causado a niños y adolescentes a lo largo de su enseñanza, tanto mayor cuanto menor parecido guarde con la lengua común y el modelo de enseñanza apenas admita el castellano, y más todavía si se trata de una lengua de escaso o nulo empleo en su comunidad. Entonces, por imposición legal de su Gobierno o decisión de sus padres, muchos de esos escolares (a veces, todos) estudian en una lengua que no es la suya, ni de su familia, ni –en todo caso– la mayoritaria en su ambiente; en definitiva, en una lengua que no requiere en su vida ordinaria. Se desdeña la directriz pedagógica central, avalada por la UNESCO, que recomienda la escolarización del alumno en su lengua materna. He ahí un sacrificio inútil, o artificioso, o demasiado costoso y, a fin de cuentas, sólo explicable desde la propaganda gubernamental o la promesa de mayores expectativas de obtener un puesto de trabajo. Cabe imaginar la sensación de extrañeza e impotencia de hijos y padres, a la hora de cumplir los deberes escolares en casa.
El detrimento de la calidad de la enseñanza y del rendimiento escolar se pone de manifiesto cuando el propio Gobierno Vasco pide que los alumnos seleccionados para presentarse a las pruebas conducentes al Informe PISA las hagan en su lengua materna. La distancia o contradicción entre lengua real y lengua de enseñanza de la mayoría salta entonces a la vista. El 86,4 de los presentados en el año 2010 a esas pruebas las hacen en castellano, su lengua materna o usual, y el 13,6 en euskera, pese a que la gran mayoría cursan sus estudios en esta última lengua. Más revelador todavía es que, del alumnado del modelo D (todo en euskera), el 73,3 % prefirió responder en castellano y el 26,7 % optó por el euskera (El Mundo, 7 de diciembre, 2010).
Todo ello lo corrobora el mismo Consejo Escolar de Euskadi en 2012 al concluir que los modelos que agrupan a más del 90% de los estudiantes y que enseñan el grueso de las asignaturas en euskera, alcanzan un “bajo nivel competencial” en este idioma. Y ese escaso dominio del euskera, naturalmente, “influye en el aprendizaje de las materias impartidas en esa lengua”. Una cifra complementaria recogida del mismo informe (El País del País Vasco, 20 de enero, 2012): el 70% del alumnado no sabe el euskera en el momento en el que accede al sistema, por más que de media el 60% de las materias se enseñan en esa lengua (en el modelo D, todas salvo el castellano). En este punto más aún puede decirse de Cataluña. Y por eso se ha llegado a achacar a la Generalitat con pleno fundamento “que se sirve de los alumnos para implementar su proyecto político” (M. Vilarrubias, 2012: 118). Son costes sociales y morales que, como se ha denunciado, surgen cuando se usa a los individuos para promover un interés grupal. “Deberíamos mantenernos especialmente alertas a tales costes cuando vayan a recaer en los niños” (Th. Pogge, 2003: 121-122).
Pero, en el caso de Euskadi (y es de suponer que en todas las comunidades con lengua propia) no hay que limitar ese doloroso abuso al infligido a los chicos a lo largo de su período escolar. Hay que extenderlo también a todos los empleados públicos. En la convocatoria del año 2011, suspendieron nada menos que el 91,2 % de los funcionarios que se presentaron para acreditar su nivel de euskera; y, de quienes lo aprobaron, la mayor parte sólo acreditaron el perfil más bajo de los cuatro posibles. La mayoría de ellos estaban liberados parcial o totalmente de su trabajo, aunque son muchos los que tardan bastantes años en superar esta evaluación y, peor todavía, con una elevada probabilidad de no verse obligados jamás a emplear esa lengua en sus quehaceres administrativos (El Correo, 19 de enero, 2011). Pero la amenaza de perder su puesto en la Administración siempre está al acecho y por desgracia se ha cumplido para muchos funcionarios (por ejemplo, profesores) que han debido abandonar el País Vasco.
Vengamos por último a mostrar otra indudable molestia, unida a la humillación, que estas políticas lingüísticas orientadas a la secesión propinan a los usuarios de la Sanidad pública. En Cataluña un protocolo de doce páginas establece que el personal de la sanidad autonómica “siempre hablará en catalán, independientemente de la lengua que utilice su interlocutor”, incluso cuando constate que el paciente tiene “cierta dificultad” de comprensión. Esta orden es aplicable a las comunicaciones internas y externas, tanto cuando hablen por teléfono, por megafonía, en actos públicos protocolarios y cuando los médicos hablen entre ellos, especialmente cuando haya delante ‘terceras personas’ (La Voz de Barcelona, 15 de enero, 2012). La misma obsesión puede detectarse en los planes que la Sanidad vasca acaba de hacer públicos. A fin de fomentar que médicos y enfermeras hablen euskera, Osakidetza creará un registro de pacientes y trabajadores euskaldunes para identificar las preferencias lingüísticas de los pacientes. Premiará el uso del euskera como lengua de trabajo con estímulos económicos en los contratos con los centros. La justificación le delata al tiempo que la condena al fracaso: el Servicio de Salud pretende avanzar “siempre caminando un paso por delante de la demanda de los ciudadanos” (El Mundo, 4 de noviembre, 2013).
4) La desigualdad de oportunidades entre los ciudadanos
Las lenguas autonómicas levantan unas barreras institucionales para acceder a un buen número de empleos, sobre todo, públicos. Lo que significa, de un lado, que limitan para muchos (para empezar, los no-catalanohablantes y los no euskaldunes) las opciones de hallar trabajo en Cataluña, Valencia, Baleares o en Euskadi, mientras que los catalanes, valencianos, mallorquines y vascos no hallan cortapisas en los demás lugares de España porque también se expresan en la lengua común; y, del otro, que alienta las preferencias de los ciudadanos de esas Comunidades en favor de sus “lenguas propias” precisamente para así excluir a molestos competidores extraños en el ámbito laboral…, Lo primero es establecer diversos grados del llamado perfil lingüístico, que fijan para cada concurso u oposición el nivel de conocimiento del euskera (o el catalán o el gallego) que se requiere. Unas veces la “lengua propia” será requisito y otras un mérito más para concursar a la plaza[6].
Ya hemos mencionado el estruendoso fracaso de los funcionarios vascos en estas convocatorias. Pero mucho más llamativo es la falta de correspondencia entre el número de plazas convocadas y las supuestas funciones lingüísticas que muchas de ellas van a desempeñar. El Servicio de Atención Ciudadana del Gobierno Vasco (Zuzenean) reconocía el año pasado que el 85% de las consultas ciudadanas las recibía en castellano y sólo el 13% en euskera. ¡Lo sorprendente es que, para este modestísimo porcentaje de consultas en euskera se haya obligado sin necesidad a un 44 % de funcionarios a que prueben ante un tribunal su dominio de la “lengua propia”! (El País del País Vasco, 11 de agosto, 2011)[7]. Sería una buena muestra de la intransigencia política en este punto de las autoridades nacionalistas, animadas por unas falsificadas encuestas sociolingüísticas que pregonan un número de conocedores o hablantes del euskera muy por encima del verdadero.
Pues bien, esa misma infundada exigencia como requisito o como mérito descollante vale desde hace decenios para la selección de los empleos públicos en sanidad, enseñanza, diputaciones, ayuntamientos, gobierno, etcétera. Vengamos sin ir más lejos, un ejemplo entre un millón, a la Universidad del País Vasco. El valor del euskera como mérito del concursante a profesor viene el primero y da derecho a 11 puntos sobre un máximo de 100. Según mi propia experiencia en estos concursos, esa sola ventaja basta por regla general para situarse a la cabeza de la lista de candidatos. ¿Que se resienten la igualdad, mérito y capacidad, principios nucleares en un justo procedimiento administrativo? Pelillos a la mar, si aceptamos que la UPV debe también contribuir a la construcción nacional; es decir, que este propósito político partidista debe primar sobre cualquier otra función universitaria.
Hagamos unas ilustrativas comparaciones. Exhibir algún certificado de conocimiento del euskera cuenta tanto como escribir entre cuatro y cinco libros, o siete capítulos de libro, o casi cuatro artículos o haber disfrutado de cinco estancias largas en centros de investigación. Podemos expresarlo en sentido contrario: lograr el Premio Extraordinario de Doctorado representa menos que la quinta parte del valor del manejo de ese idioma que probablemente no le servirá en su trabajo universitario. Donde mejor se observa el disparate es al comprobar que el conocimiento de nuestra lengua propia (que es la propia lengua de los menos) cuenta casi cuatro veces más que cualquier otra extranjera. Saber francés, inglés y alemán, todos juntos, se valora sólo en 9 puntos; el de euskera solito, en 11 puntos (A. Arteta, 2010).
La mayor empresa de Euskadi, Osakidetza (Servicio Vasco de Salud), de 22.000 trabajadores, incurre en el mismo atentado contra la equidad. Como en los demás empleos públicos, el personal más euskaldunizado parte con gran ventaja frente al más cualificado. En sus últimas convocatorias se determina que el conocimiento de euskera con perfil lingüístico 1 (PL 1) supone, en el baremo de créditos, 9 puntos y el PL 2, 18 puntos (Boletín Oficial del País Vasco, 26 de enero, 2012. Resolución 19/2012, del 9 de enero). Un médico, doctor cum laude, 10 años como catedrático, que ha impartido 10 ponencias internacionales y que conoce inglés, francés y alemán alcanzaría menos puntos que los 18 que asegura un médico que sólo posea el PL 2 de euskera. Así ocurre proporcionalmente en las demás categorías de personal sanitario. Y de cualesquiera otras, de acuerdo con una noticia reciente: ‘La Diputación de Guipúzcoa y casi la mitad de los municipios guipuzcoanos exigirá el euskera en los contratos públicos’ (El Mundo, 31 de enero, 2013).
A la vista de prácticas tan parciales, hay que dar por supuesto que las autoridades de política lingüística –catalanas o vascas– no han escuchado las palabras de un teórico político tan poco sospechoso para ellos como Kymlicka: “La educación pública estandarizada en un mismo idioma se ha considerado esencial si se quiere que todos los ciudadanos tengan iguales oportunidades laborales en la economía moderna. De hecho, la igualdad de oportunidades se define en razón, precisamente, del igual acceso a las principales instituciones que operan en el idioma de la mayoría” (W. Kymlicka, 2006). Más descorazonador todavía es constatar que durante treinta años miles de padres y madres de familia consientan sin rechistar que, en el momento crucial de optar a un puesto de trabajo, sus hijos sean sistemáticamente relegados frente a otros candidatos de menores méritos académicos y profesionales.
5) El derroche presupuestario
De todo lo anterior se desprende sin esfuerzo que salvar o fomentar la lengua minoritaria origina una inmensa sangría de dinero público en su comunidad. Será por eso por lo que –refiriéndonos sólo a la Comunidad Autónoma Vasca– tropezamos con la oscuridad de esas cuentas, su parcialidad, su discrepancia entre las fuentes accesibles, etcétera, que a un profano en contabilidad pública (como el que suscribe) le prohíbe sacar conclusiones más precisas.
Hará unos quince años que Pablo Mosquera, diputado de Unidad Popular por Álava, se atrevió a publicar las suyas (P. Mosquera, 1999). Según sus cálculos de entonces, los programas de normalización lingüística de la CAV “suponen todos los años como mínimo, 20.000 millones de pesetas”. La pena es que tal dilapidación de recursos públicos va destinado a transformar una realidad que antes y después se resiste a cambiar. Por ejemplo, en 1996 los procedimientos judiciales que requirieron traducción en euskera fueron en Vizcaya el 0,25 %, en Guipúzcoa el 0,49 % y en Álava en 0,25 %. En 1998 la euskaldunización del sistema educativo se llevaba 5.800 millones de pesetas, mientras que la investigación científica no alcanzaba los 1.600 millones y la enseñanza de lenguas oficiales de la Unión Europea suponía… 113 millones. Por esas mismas fechas la televisión pública vasca era con diferencia la más cara de todas las autonómicas. Las conclusiones de Mosquera eran no sólo que el proceso de normalización lingüística “es un gran negocio”, sino que además recorta los programas del Estado del Bienestar “porque el Gobierno Vasco sitúa la política lingüística dentro del gasto social”…
Claro que las cifras de esas partidas presupuestarias están hoy rebasadas con creces. A preguntas del parlamentario de Unión, Progreso y Democracia (UPyD), el Gobierno Vasco remitió al Parlamento un solo folio que mostraba los Datos sobre euskaldunización 2009-2012. Allí se hacía constar que la cantidad destinada a tal fin durante ese cuatrienio ascendía a 196.221.594 euros (es decir, más de ocho mil millones de pesetas por año). Ahora bien, esos datos son flagrantemente parciales, pues sólo recogen el coste de la normalización lingüística de los funcionarios, y ni siquiera de todos los departamentos. Faltan además de consignar los gastos de la EITB, ikastolas y euskalteguis, las subvenciones a medios de comunicación, actos culturales o comercio, las ayudas a numerosas fundaciones, publicaciones, traducciones, rotulación viaria y, por si fuera poco, las partidas correspondientes de cada una de las tres Diputaciones, capitales, ayuntamientos de más de 5.000 habitantes, etcétera, entre otras muchas.
Así se entiende que en el año 2010 el presupuesto total confesado para la promoción del euskera (Gobierno+Diputaciones+capitales+municipios mayores de 5.000 habitantes) rozara los 160 millones de euros o 26.000 mil millones de pesetas, un 20% menos que años anteriores (datos tomados de EUSTAT. Instituto Vasco de Estadística, 2013). Ese dato viene a coincidir con lo publicado por La Tribuna del País Vasco (23 de septiembre, 2013), según la cual las administraciones de la Comunidad Autónoma Vasca se han gastado 2.500 millones de euros en los últimos trece años para implantar el euskera en la sociedad vasca. Con esa ingente inversión, que equivale a dos tercios del presupuesto anual de Navarra, se hubieran podido crear 61.000 puestos de trabajo, 488.000 plazas de educación infantil o 50 hospitales oncológicos. Pero el resultado obtenido ha quedado muy lejos del perseguido: el uso del euskera ha aumentado en ese período en un 2 %… Aun así, quedamos a la espera de conocer los costes reales de este prólogo lingüístico a la secesión de Euskadi, que pueden sobrepasar con creces los apuntados.
El resultado seguro de tanto derroche es una clamorosa discriminación social, pero con excelente conciencia de “progresista” y de “hacer país”. Llegados aquí, brota una pregunta de naturaleza político-moral a la que no podemos hurtarnos. A saber, si la carencia o necesidad atendida por la política lingüística es comparable en gravedad, extensión y urgencia a otras necesidades o carencias sociales de los ciudadanos vascos. Dicho de otra forma, si esa política particular se atiene o no al criterio de justicia lingüística, que sería un componente de la justicia social. Y es de suponer que lo que se pregunta a propósito de la política lingüística vasca, en la proporción debida, vale para las demás comunidades españolas bilingües.
II. ¿Un derecho de elección lingüística? [8]
Debo advertir al lector que, en lo que sigue, este escrito roza o traspasa las líneas rojas de la Constitución y de la jurisprudencia de los altos Tribunales. Espero que no se escandalice por ello y lo tome, según es mi propósito, como una hipótesis digna de reflexión. No creo que ante un problema de tal envergadura hayamos de conformarnos con un planteamiento meramente legalista. Al fin y al cabo, salvo en el caso de Cataluña, ¿ha sido la violación de las normas constitucionales o más bien la política lingüística atenida a ellas y plasmada en los Estatutos de Autonomía la que ha impulsado la crecida nacionalista en España?
He aquí lo que sería, a mi entender, un falso principio normativo, pero esta vez no esgrimido por parte del nacionalismo, sino presuntamente contra la política lingüística nacionalista. Ha cobrado fuerza en los últimos años en numerosas Mesas y Plataformas por la elección lingüística, que defienden lo que a primera vista parece una opción mediadora entre la enseñanza de la lengua propia y la de la propia lengua. Mejor aún, se erige en la alternativa contraria a la política de inmersión monolingüe y respecto de ella entraña sin duda una ganancia: es la libertad frente a la imposición. Pero en lo biensonante de su fórmula reside precisamente su carácter engañoso, porque se queda muy corta al lado de lo que pide la justicia lingüística. Pues nos referimos a un país, España, en el que coexisten una lengua común y, en ciertas comunidades, unas lenguas particulares que son minoritarias incluso dentro de su mismo entorno regional. Estas últimas se conocen como “lenguas propias”, por más que sean sólo características de un territorio y no la “propia lengua” de la mayoría de personas que pueblan ese territorio.
La libertad de opción lingüística debería reconocer al ciudadano de las comunidades bilingües dos derechos esenciales. En general, el de que se permita al hablante de cualquiera de ellas expresarse y cursar su educación en su propia lengua. Más en particular, el derecho del ciudadano hablante de ambas lenguas a escoger una de las dos como lengua de su relación con las autoridades públicas y a ser educado en ella. Pero hoy entre nosotros son muchos los que entienden también que esa libertad lingüística postula, con cargo al erario público, el derecho del hablante de la lengua común a convertirse en hablante o conocedor si lo desea de la lengua minoritaria y a ejercer ese derecho para la educación de sus hijos o para sus relaciones con la Administración. Aunque sea a título de tentativa, me atrevo a pensar que –como derecho moral– este derecho no existe, o no existe sin serias reservas. Intentaré probarlo mostrando primero lo que me parecen sus errores y después algunas de sus perversas consecuencias.
Errores o confusiones principales
1) Sustitución del derecho primario a la enseñanza en la propia lengua por el derecho a optar entre la enseñanza en la propia lengua de la comunidad o en la lengua propia de los alumnos. O, lo que es igual, se está convirtiendo lo que es un hecho y un derecho fundamental en mera preferencia entre opciones. Es como si, valga la analogía, frente a la amenaza del atracador de quitarnos la bolsa o la vida, reclamáramos nuestro derecho a elegir entre ambas alternativas, y no simplemente el derecho primordial a nuestra vida. Una sentencia del Tribunal Supremo (28 de diciembre, 2008) pareció a algunos que abría la puerta a la elección lingüística de los padres entre el español y el catalán como lengua vehicular de enseñanza de sus hijos. Pero esa sentencia, a propósito del impreso de preinscripción del alumno, asienta “la necesidad de incluir en él las preguntas dirigidas a conocer cuál es su lengua habitual”, sea el catalán o el castellano. Si así se hiciera, la lengua propia quedaría subordinada a la propia lengua. Dada esa lengua ordinaria correspondiente a la comunidad de habla en que se vive, se sobreentiende que esa será la “opción” debida y no habrá lugar a una elección propiamente dicha. Más exactamente, y como he anticipado, derecho a la elección de su lengua sólo tendrían los ciudadanos efectivamente bilingües. Cierto que será difícil obtener la constatación fiable de la lengua real de cada alumno (y de su padre), que la vía que garantice la verdad de las respuestas no siempre será segura, pero hay que poner los medios para acercarse a ella en lo posible.
La alternativa constitucional, dado el idéntico rango constitucional de la lengua propia y el castellano como lenguas vehiculares, sería que ambas se incluyeran entre las materias escolares “como un derecho que se ha de reconocer sin necesidad de que se inste”. El derecho de los alumnos a recibir una enseñanza bilingüe no debe ser sometido a rogación, sino que la Administración está obligada a proporcionarla a todos ellos, sin que tengan que solicitarla los padres (Tribunal Supremo, 12 de junio, 2012). O, lo que es igual, tampoco por este lado habría un derecho a la elección lingüística y el argumento anularía todos los modelos monolingües implantados en esas comunidades con “lengua propia».
b) Desprecio de la norma básica de adecuación a la realidad lingüística. Y eso probaría que una política lingüística puede no ser rechazable tan sólo por la manera autoritaria de implantarla, sino antes de nada por ser ilegítima desde su raíz. Pues ese principio proclama que, desde un punto de vista político –y salvo circunstancias especiales–, una lengua es lo que debe ser y debe ser lo que ha llegado a ser[9]. Con arreglo a esa norma última sería legítimo instaurar un principio de “zonificación lingüística”, como el que rige en Navarra. Es decir, habría que distinguir dentro de una misma comunidad política diversos derechos lingüísticos de sus habitantes según la mayor o menor presencia de la lengua propia en la zona geográfica de que se trate. Otra cosa significaría dejar el paso expedito a las premisas nacionalistas, unas premisas que han llegado a ser secundadas “en mi opinión, indebidamente” por el propio Tribunal Supremo: por ejemplo, la del necesario equilibrio entre ambas lenguas y la licitud del recurso a la discriminación positiva para lograrlo[10].
c) Confusión entre elegir para uno mismo o su hijo el aprendizaje de la lengua preferida con cargo a sus medios privados y con cargo al presupuesto público. O sea, entre el derecho a una ilimitada libertad privada de elección lingüística y una limitada libertad pública para tal elección. Naturalmente, la indudable excepción es el derecho de quienes requieren aprender esa lengua particular en razón de la nueva comunidad de habla en que residen (verbigracia, inmigrantes por razones laborales o de persecución política), como medio de integración social y el acceso a sus condiciones laborales. En lo demás, no cabe hacer valer como norma del gobernante el criterio de atención a la demanda.
d) Indistinción entre el derecho primario de los hablantes de una lengua y el derecho secundario (o no derecho en absoluto) de los aspirantes a conocerla a través de ayudas públicas. Se entiende enseguida que ese derecho del hablante procede de su inserción en una comunidad de habla y su ejercicio se extiende sólo a ella, no a otras comunidades lingüísticas. Su derecho es territorial, no personal. Por su parte, el derecho del demandante a aprender una lengua distinta de la suya, que es la común (ya sea bastante usual o, al contrario, prácticamente inexistente en su comunidad de habla), entrará en competencia con otros múltiples derechos sociales de los ciudadanos. Habrá, pues, que parangonar esos pretendidos derechos con los demás invocados por los miembros de la comunidad y dilucidar cuáles de ellos se refieren a necesidades más amplias, graves o urgentes. Para ello, tal como recoge la Carta Europea de Lenguas regionales y minoritarias, habrá de tenerse en cuenta el número de miembros de esa comunidad lingüística y los recursos públicos de que dispone, seguramente exiguos para hacer frente a otros apremios colectivos prioritarios…[11].
e) La consagración constitucional de la cooficialidad del castellano y de la lengua propia en las comunidades bilingües contribuye lo suyo al malentendido y al conflicto. Con demasiada frecuencia el derecho a elegir la opción lingüística preferida descansa en el hecho de que el territorio nacional cuenta, a lo largo de sus diversas comunidades, con varias lenguas elevadas todas ellas a la categoría de “oficiales”. Esto inmediatamente da a entender dos supuestos erróneos. De un lado, que la lengua común y la regional disponen de hablantes distintos, con olvido de que la primera de ellas –la común o franca– comprende de hecho a todos y que ya sólo por ello son cualitativa y cuantitativamente incomparables. Del otro, que en esas comunidades provistas de dos lenguas los ciudadanos poseen competencias o usos lingüísticos parecidos en una y otra. Pero no hay tal, ni mucho menos.
A juicio de Appiah, lengua oficial debería ser la que llama lengua política por ser la común (J. A. Appiah, 2007: 164 ss).[12] Ella es un instrumento clave para el ejercicio de la ciudadanía y, por eso mismo, a la hora de fijar las obligaciones lingüísticas en los planes escolares. Pues “la educación pública debería tener como objetivo la enseñanza de la lengua política a todos los ciudadanos”. Dicho de otra manera, esa enseñanza de la lengua común no busca el mantenimiento de una identidad cultural única, claro objetivo nacionalista, sino la igualdad de ciudadanía. Es ésta precisamente la igualdad que se rompe cuando se equipara en oficialidad la lengua común con las regionales o, más todavía, cuando se otorgan a estas últimas alicientes o ventajas injustificadas. A fin de evitarlo, habría que plantear en este punto otra posible reforma de la Constitución.
f) La equiparación en valor entre una y otra lengua da lugar a una falsa apariencia de igual respeto a los derechos lingüísticos del ciudadano. Pero el caso es que la minoría con lengua propia (allí donde la hubiera) tendría el derecho y el deber de conocer la lengua de todos, y por eso la oficial, lo que no puede decirse en modo alguno a la inversa. Los hablantes de la lengua común no tienen un derecho indiscutible –ni mucho menos un deber– a aprender la otra lengua de su comunidad para sí o para sus hijos. En España el aprendizaje en y del español representa un derecho y un deber de todos. El aprendizaje en las lenguas particulares sólo es un derecho indiscutible de sus hablantes, con las excepciones antes señaladas, y también en las zonas lingüísticas particulares donde se concentran. Otra cosa es que, en pro de una mejor armonía social, pueda cobrar sentido la recomendación para todos de estudiar asimismo la lengua peculiar y prestarle la atención debida.
Algunos efectos perversos
A los costes de la injusticia lingüística reseñados en la parte anterior, habría que añadir todavía otros nuevos derivados de la reivindicación de la libertad de elección.
1) Unos resultados inesperados. Desde un punto de vista pragmático, se reconocerá que, en el País Vasco al menos, la puesta en práctica de esa elección en la enseñanza ha dado lugar al crecimiento de la demanda del euskera como lengua vehicular. A los que confiaron en esa fórmula como un arma frente a la imposición lingüística nacionalista les ha salido el tiro por la culata. Para explicar el fracaso ya he sugerido como hipótesis más fiable el “temor al aislamiento” o, lo que es igual, la potencia avasalladora de la presión ambiental y la incapacidad individual y colectiva de contrarrestarla.
2) La renuncia a la justificación. Limitarse a argüir la libre opción en esta materia equivale a desentenderse de la revisión crítica de las razones de los sujetos, y con ellos de sus fundamentos de legitimidad. Significa renunciar a todo intento de justificación moral de la enseñanza y uso de una u otra lengua, como si los móviles, objetivos y fundamentos de sus sujetos fueran equivalentes. Todas las opciones lingüísticas, lo mismo que las políticas que las plasmen, serían entonces respetables. Al parecer, sólo importa que haya libertad de elección para el sujeto, no el valor respectivo de las opciones propuestas o adoptadas.
3) Una inmensa injusticia social. Ya hemos dicho que las reclamaciones de los no hablantes de una lengua y en un espacio donde esa lengua carece además de arraigo suficiente deben compararse con las pretensiones de otros ciudadanos y grupos relativas a servicios de salud, educación, vivienda o de otros bienes primarios en la misma comunidad. O, para expresarlo mejor, quienes reivindican ese derecho lingüístico “deberían preocuparse de basar sus demandas en principios conforme a los cuales se dispusieran a juzgar también las demandas de cualesquiera otros grupos” (T. Pogge, 2003: 122).
4) Las reivindicaciones imparables. El ejercicio de la libre opción lingüística comienza por la enseñanza, pero enseguida se extenderá a múltiples esferas de la vida colectiva. Primero vendrá la exigencia de seleccionar los maestros y demás personal dotados de la preparación lingüística adecuada; luego, la de destinar a ese lugar al médico, y el cura, y el guardia municipal capaces de atender a esos niños en la lengua que han cursado; más tarde propondrían implantar una línea de estudios en esa lengua en cada facultad universitaria cuando sean mayorcitos…, por más que todos ellos y su entorno sigan hablando exclusiva o mayoritariamente la lengua común. Al final, allí no habrá nacido una comunidad de habla en esa lengua, sino a lo sumo unos pocos alfabetizados en ella.
En la encuesta del Gobierno Vasco, de 2010, no pasa de una tercera parte de encuestados la que dice conocer bien el euskera (aun cuando menos de un 20% confiesa usarlo habitualmente y sólo un 13 % entre amigos). En los incesantes sondeos de este tipo quienes responden que desean un mayor conocimiento de la lengua propia de su comunidad ascienden a un porcentaje nada desdeñable. Ningún entrevistador les ha preguntado, para verificar la coherencia de sus respuestas, cuánto estarían dispuestos a “pagar” por aprenderla (en tiempo, dinero u otros costes) o en qué orden situarían esa preferencia particular con relación a otras tal vez más atractivas. Se diría que ahora aceptan imponerse unas obligaciones que durante bastantes años han sido reacios a satisfacer y que además recortan otras inversiones públicas más provechosas. En esa encuesta la mayoría incluso de quienes confiesan hablar el euskera con soltura, prefieren conversar en castellano; pero eso no les impide sostener al mismo tiempo que el euskera es el idioma “por excelencia” de los vascos. Es de temer entonces que no sólo estén falsificadas estas encuestas, sino antes y sobre todo la conciencia moral de numerosos ciudadanos que las responden[13].
Porque, si el dato más revelador de la realidad de una lengua es el número efectivo de hablantes, lo inocultable es el llamativamente escaso uso de la lengua vasca entre los ciudadanos vascos. Tal es la principal conclusión de la VI Medición del Uso de las Lenguas en la calle (2011) llevada a cabo por el Cluster de Sociolingüística, con la subvención de dos departamentos del Gobierno Vasco y de las cuatro Diputaciones forales, en 97 municipios de Euskal Herria (sic) y mediante la información obtenida de más 154.000 entrevistas y 363.000 interlocutores, con un nivel de confianza del 95 %. Según esta investigación, sólo el 13,3 % de los vascos recurre habitualmente al euskera, lo que significa que su uso está prácticamente estancado y que durante los últimos veintidós años (1989-2011) ha aumentado nada más que en un 2,5 % [14]. Es probable que otras regiones españolas sean comunidades con un bilingüismo más arraigado que el de Euskadi. Sea de ello lo que fuere, sólo ese empleo real de las “lenguas propias” –más que su autodeclarado conocimiento– dará argumentos fundados para justificar o abandonar su cooficialidad, los derechos individuales atribuidos y los variados costes de las políticas lingüísticas vigentes.
Bibliografía
A. Arteta (2010), ‘La UPV, cabeza abajo’. El Correo, 26 de octubre.
A. Arteta (2011), ‘¿Libertad de elección lingüística?’. Claves de razón práctica 215, septiembre 2011, pp. 30-41.
A. López Basaguren (2010-2011), Modelos de reconocimiento de la diversidad lingüística: algunas reflexiones (Lección inaugural de la UPV, curso 2010-2011).
F. Caja, (2013) ‘La religión de la lengua’, Claves de razón práctica, nº 227, marzo-abril 2013, pp. 54-63.
W. Kymlicka, Fronteras territoriales. Trotta. Madrid, 2006.
P. Mosquera (1999), ‘Imponer el euskera’. La Ilustración Liberal 3, Enseñanza y Libertad (jun-sep).
E. Noelle-Neuman (1995), La espiral del silencio. Ed. Paidós. Barcelona.
F. Ovejero (2011), La trama estéril, ed. Montesinos, Madrid.
A. Patten-W. Kymlicka (2003), ‘Introduction’ a Idem (eds.), Language Rights and Political Theory. Oxford Univ. Press., Oxford.
Th. Pogge, (2003) ‘Accommodation Rights for Hispanics in the United States’. En W. Kymlicka-A. Patten, Language Rights and Political Theory, ed. Oxford Univ. Press, Nueva York.
M. Vilarrubias (2012), Sumar y no restar, ed. Montesinos. Barcelona.
Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco. Autor de ensayos éticos, entre ellos La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha (1996) y La virtud en la mirada. Ensayo sobre la admiración moral (2002), sus últimos libros han sido Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente (2011), Tantos tontos tópicos (2012) y Si todos lo dicen. Más tontos tópicos (2013). En FronteraD mantiene el blog El rincón del moralista.
Notas
[1] A propósito de la política lingüística del nacionalismo catalán, F. Ovejero (2011: 108 ss) analiza los que llama sus “cuatro dogmas mayores”, que vienen a coincidir a grandes rasgos con los que acabo de exponer. Véase también F. Caja, 2013: 54-63..
[2] “La coherencia entre realidad social de las lenguas y sistema jurídico permite canalizar las exigencias sociales (…) y evitar que la diversidad lingüística sea fuente de conflicto”. A. López Basaguren, 2010-2011: 4.
[3] Lo tremendo es que sea con la entusiasta connivencia de sindicatos y partidos llamados de izquierda. Tan escandalosa es esa connivencia que hasta una revista con el historial de Mientras Tanto clamaba hace bien poco contra las múltiples y espectaculares dimensiones de lo que llamaba “discriminación lingüística institucional” en Cataluña. ‘Negruras de España’.Mientras Tanto 107, octubre 2012.
[4] Para el catalán, cfr. el ‘Balance de política lingüística’ durante el período 2004-2010 ofrecido por el entonces consejero Carod Rovira (El Confidencial, 28 de julio, 2010). Las cifras vascas se mencionan en recientes declaraciones de la ex-viceconsejera del Gobierno Vasco (El Correo, 25 de marzo, 2011). Los datos de Navarra corresponden a la encuesta sociolingüística gubernamental del año 2008.
[5] Pese a la mayoría de familias castellanohablantes en Cataluña, al parecer no llegan a cinco por año las que solicitan una educación primaria sólo en español (cfr. M. Vilarrubias, 2012: 19). Irene Lozano aduce otro factor, que se acerca bastante a mi hipótesis del “temor al aislamiento”. Trasladando los resultados de estudios psicológicos relativos a la donación de órganos,muchas familias catalanas no pedirían para sus hijos la enseñanza en castellano “porque la forma oficial de presentar la elección les disuade deliberadamente de hacerlo (…). La razón viene a ser que todos tendemos a pensar que la opción ofrecida por defecto es la mayoritaria, y nos sumamos, cosa poco sorprendente siendo la naturaleza humana gregaria como es” (El Confidencial, 4 de octubre, 2013)
[6] El Tribunal Constitucional acaba de suprimir la exigencia del conocimiento del catalán para acceder a la función pública en Baleares (26 de septiembre, 2013). Ahora bien, la sentencia se funda en que, dado que la inmensa mayoría de funcionarios conoce ya el catalán, el legislador puede introducir una reforma a fin de “equilibrar el papel del castellano en el ámbito oficial y administrativo”. La sentencia avala entonces una tesis nacionalista voceada a diario. En el caso vasco, mientras haya diferencia entre el número de vascohablantes y castellanohablantes a favor de estos últimos, ¿se justificarían a la inversa las medidas que buscan equilibrar el papel del euskera en el ámbito oficial y administrativo?.
[7] Además de falto de legitimidad, se trata de un requisito en buena medida inútil. Según un estudio elaborado por 26 técnicos de la normalización lingüística y 76 empleados del Gobierno, la disfunción mayor de la pruebas para el perfil lingüístico está en que “se acredita el nivel y no se utiliza el euskera”. El conocimiento de la lengua “no garantiza la utilización real del euskera”, ya que se considera que está “muy alejado del lenguaje realmente utilizado en el puesto”. Tanto los normalizadores lingüísticos como el resto de trabajadores encuestados creen que el Gobierno ha dedicado “gran cantidad de recursos a la euskaldunización”, un esfuerzo que “no se ha visto acompañado del correspondiente avance en el proceso de normalización lingüística”. El País del País Vasco, 5 de junio, 2013.
[8] En este último apartado pretendo resumir lo expuesto en A. Arteta: 2011:30-41.
[9] “Es la realidad y no el voluntarismo el que aboca a uno u otro sistema de [de protección de la diversidad lingüística], la que se sitúa en la base de la idoneidad de cada modelo y de su propia coherencia interna”. A. López Basaguren, 2010-2011: 3.
[10] Desechada la condición estatutaria del catalán como lengua “preferente”, se consagra su igualdad con el castellano. Pero todo ello “sin prejuicio, claro está, de la procedencia de que el legislador pueda adoptar, en su caso, las adecuadas y proporcionadas medidas de política lingüística tendentes a corregir, de existir, situaciones históricas de desequilibrio de una de las lenguas oficiales respecto de la otra, subsanando así la posición secundaria o de postergación que alguna de ellas pudiera tener” (Tribunal Supremo, 12 de junio, 2012). ¿En qué se basaría semejante discriminación positiva? ¿Dónde está la injusticia previa que así se remedia?.
[11] Arts. 1; 7. 1b, 7.4, 7.1g; 8.1, 8.2; 9.1; 10.1, 10.2 e y f, 10.3; 11.1, 11.3; 12.1, 12.2; 13.2.
[12] Véase también Kymlicka, 2006: nota 17. Sobre la preeminencia política de la lengua común y sus indispensables servicios al ciudadano, cfr. A. Patten-W. Kymlicka, 2003: 38-39.
[13] Las cifras de Navarra no resultan menos escandalosas. Según la encuesta sociolingüística del 2008, los vecinos de la comarca de Pamplona en los pueblos entonces ubicados en la zona no vascófona (Aranguren, Belascoain, Galar, Noáin y Beriáin) que reconocían servirse más del euskera que del castellano alcanzan entre todos ellos la abrumadora cifra… ¡del 1 %! Ello no fue óbice para que el 72 % de sus habitantes manifiesten, y años después lograsen, su deseo de integrarse en la zona mixta de Navarra. Es decir, en esa zona donde se supone que subsiste el vascuence en grado menor que en la vascófona y que ello otorga a sus residentes derechos a esa lengua en materia educativa, de relaciones con la Administración y otras… La mayoría parlamentaria, presunta izquierda incluida, fue favorable a esa pretensión a todas luces infundada.
[14] Hay diferencias por territorios, claro: en Guipúzcoa suben hasta el 32,7 %, mientras que en Vizcaya se quedan en 9,4 %, en Navarra el 5,7 % y en Álava llegan justamente al 4 %. Llama la atención que en capitales como San Sebastián el porcentaje de usuarios sea el 15,9 %, el mismo que el medido hace diez años. Peor es que Vitoria y en Bilbao los hablantes reales ronden el 3 % y que en Pamplona oscilen entre 2,5-2,9 %. Y más remarcable, de acuerdo con el estudio, que “en Vitoria, Bilbao y Pamplona otras lenguas se utilizan más que el euskera”.