“Toda nuestra cultura es higiénica:
su objetivo es expurgar a la vida de la muerte.”
(J. Baudrillard)
Be right back. Vuelvo enseguida. Así se titulaba uno de los capítulos más distópicos de la segunda temporada de Black mirror. El argumento del mismo puede parecer sencillo en un primer visionado, pero a medida que pasa el tiempo se convierte en una tela con múltiples capas que va más allá de la trama de ciencia ficción que originalmente se le supone.
En los 49 minutos que dura Be right back se nos cuenta la historia de Martha y Ash, una joven pareja que vive en una entorno tecnológico parecido al actual. El drama se desencadena con el fallecimiento de Ash en un accidente de coche. Es precisamente en el proceso de duelo cuando, a través de una amiga, Martha descubre una inteligencia artificial que puede replicar el comportamiento de Ash a través de mensajes de texto. Martha decide dar una oportunidad a la aplicación y comienza a interactuar con el Ash virtual. Después de un cierto tiempo, Martha da un paso más y mejora el servicio optando por una réplica a tamaño natural de Ash que, también gestionada por inteligencia artificial, intenta reproducir el comportamiento de su expareja. Como en la parte previa, el resto del capítulo está lleno de matices y de pequeños detalles que dan para distintas reflexiones que trascienden el mero hecho tecnológico. Entre ellas está que, producido en 2016, Be right back se concibió como una distopía. Hoy en día no es así. Es plenamente real.
Un nuevo Dios
Más allá del elemento genuino de ciencia ficción de Be right back, la gestión del duelo que a través de la tecnología hace Martha pone de manifiesto una de las cuestiones centrales de nuestro tiempo: la búsqueda de sentido. Si bien la racionalidad cartesiana de nuestra era desembocó en el famoso “Dios ha muerto” nietzscheano en el que se aseguraba que nuestra ansia de conocimiento había desplazado a Dios del lugar privilegiado que ostentaba; la actual técnica, entendida en su sentido más amplio, parece haber ocupado el lugar de los viejos dioses, sobre todo a la hora de ofrecer ese mismo sentido y certezas en los temas esenciales.
La rabina y filósofa francesa Delphine Horvilleur habla en Vivir con nuestros muertos de lo que ella denomina una “estratagema cómica”. O, lo que es lo mismo, el artilugio emocional que el ser humano ha fabricado a lo largo de su historia para alejar la muerte. Según la autora, “es consustancial a la humanidad creer que puede mantener la muerte a raya, crear barreras y relatos, maquinar para que se aleje, o convencerse de que una serie rituales o palabras le confieren tal poder”. Es en ese pretendido alejamiento, en esa barrera imaginaria, donde la sociedad actual ha colocado la muerte, desplazándola y tratando de pasar de puntillas por todo lo que está a su alrededor. Es lo que Baudrillard, hablando de la misma, llamaba desocialización. De ahí que los espacios simbólicos actuales, hospitales y tanatorios, parezcan más cuadros de Chirico por su vacuidad y carácter aséptico que lugares donde rendir tributo al recién fallecido, tal y como se hacía no hace mucho en la propia casa del difunto. Se esconde, detrás de esta fingida representación, algo esencial: la ausencia del rito. Donde antes hubo sentido, hoy hay vacío.
Este intento casi mefistotélico de extender la existencia más allá de lo posible articula la gran paradoja a la que se ha enfrentado el ser humano de una forma casi atávica: la muerte no es solo la cara opuesta de la vida, sino que la primera es una prolongación de la segunda. Desde un punto de vista esencial, donde hay una, tiene que existir la otra. O tal y como dejó escrito Octavio Paz: “el culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte, acaba por negar a la vida”.
Inteligencia artificial y trascendencia
En este contexto no es de extrañar que uno de los productos que la industria de la IA lleva ya años trabajando sea el de los griefbots. Estas aplicaciones no son otra cosa que la primera versión del producto de IA con la que interactúa Martha, la protagonista de Be right back. En ellas, el doliente puede establecer una conversación bidireccional con la representación digital del fallecido a través de una interfaz conversacional. Como si de una novela de Julio Verne se tratara, la distopía se ha hecho realidad a través de aplicaciones como Hereafter.ai o December project, desarrollos de software que ya han puesto voz y texto a los fallecidos a través de datos que se han ido recopilando durante un cierto periodo de tiempo. También YOV, que permite la creación de versonas, una versión digital de una persona con el fin de, tal y como se lee en su web, “mantener el vínculo para siempre”.
De esta forma, la vida después de la muerte es, o podría ser, digital. El transhumanismo de nuestra era está reorientando el tránsito hacia el entorno de la virtualidad con el objetivo principal de mantenerlo en el tiempo. Y si, tal y como suele ocurrir, el lenguaje es el síntoma de una era, este nuevo tiempo ya está creando un nuevo vocabulario que reformula la vieja relación entre la vida y la muerte con una capa de barniz digital: digital ghost, AI resurrections, digital afterlife. O las ya castellanizadas cementerios virtuales, cuentas in memoriam o testamentos virtuales.
Los griefbots, que ya han sido objeto de polémicas y discusiones académicas, son también el tema central del documental Eternal you, recientemente estrenado en Sundance con gran repercusión. Con foco en distintos griefbots, los directores Hans Block y Moritz Riesewieck investigan a través del testimonio de psicólogos, inversores de IA, desarrolladores y usuarios, los beneficios y riesgos de dichas aplicaciones. En sus palabras, “el documental no trata solo de nuevas tecnologías, sino de la incapacidad del mundo occidental actual para lidiar con el duelo y la muerte”.
Un nuevo sentido
Un estudio de la Fundación Ferrer i Guardia afirma que el 40% de la población española se declara atea. Esta cifra se ha cuadruplicado desde los años 80. En esta misma línea, el vínculo de los estadounidenses con la religión no ha dejado de descender desde hace décadas. Según el Centro de Investigaciones PEW, hoy solo el 41% considera que la religión es muy importante en sus vidas. Es el dato más bajo de la historia. En este entorno de secularización, con un auge de las denominadas nuevas espiritualidades, la tecnología está empezando a crear la ilusión de un nuevo sentido, donde la “estratagema cómica” de Horvilleur se vuelve tangible a través de ingesta de datos, avatares y versonas. Todos los que participen de esta virtualidad podrán crear la narración que les consuele. Pero en el fondo se trataría de ahondar un poco más en la banalidad de nuestra época. Al final todo consistiría en creer, pero sin llegar a creer. Un parche dentro del inmenso vacío.
Recientes estudios en el ámbito de la psicología apuntan que los griefbots, más allá de sus beneficios inmediatos, podrían tener efectos negativos en el proceso de duelo. Magi Savin-Baden, investigadora del mundo digital, distingue entre comunicación unidireccional (la que, por ejemplo, se da en los memoriales online) y la bidireccional (originada a través de griefbots). Es a través de esta comunicación bidireccional cuando los sujetos podrían experimentar una fase crónica de negación de la muerte o el fallecimiento, quedando atrapados en una conversación infinita con un ser que realmente no existe.
John Berger, en sus Doce tesis sobre la economía de los muertos, aseguraba que “vivos y muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo una forma de egotismo extraordinariamente moderna rompió esta interdependencia. Con consecuencias desastrosas para los vivos, ahora pensamos en los muertos en términos de los eliminados”. Roto el vínculo, queda la fractura. Es en esa grieta, el espacio de los médiums, en la que se instala ahora la inteligencia artificial y se origina un nuevo consuelo. O no, porque, como decía Nietzsche, “un mundo esencialmente mecánico sería un mundo sin sentido”.