Arde Troya
Basta coincidir en lo básico —es decir con los datos duros: las opiniones se las regalo— con un artículo que detalla y documenta el peculiar impacto que tiene en la sociedad mexicana el actual conflicto en Israel y Gaza, incluso cuestionar el título mismo del texto de marras en las redes sociales, e irse un par de días a descansar a Brooklyn para regresar y constatar que Troya arde, y arde a tope.
Caray, se va uno de vacaciones apenas un fin de semana y las espeluznantes reacciones de tiros y troyanos no se hacen esperar.
Confieso que utilizo mayormente el Twitter como medio de información. Por mi trabajo, sigo sobre todo a agencias de noticias, periódicos, think tanks y, en ciertos casos, a mis amigos. Suelo retuitear cosas que me parecen interesantes, ya sea por amenas o por indignantes o ridículas; tuiteó la música que me gusta, la de siempre como el eternamente genial Bob Dylan o bien la que descubro ocasionalmente —mis más recientes hallazgos son las bandas This Frontier Needs Heroes y City and Colour, ambas magníficas: se las recomiendo.
Así que el otro día, horas antes de subirme al avión, dije en el Twitter de todos ustedes que coincidía con una periodista de Comala City, SanJuana Martínez, por primera vez en mi vida. Con los suficientes matices y desacuerdos, sobre todo en el uso no muy meditado de términos como “holocausto palestino” o “política sionista”, la típica vinculación entre judaísmo, dinero y usura, y algunos lugares comunes que de tan comunes no merecen mención, no pude, sin embargo, más que acusar recibo y manifestar mi absoluta estupefacción y crítica —lo hice entonces, lo volvería hacer ahora mismo— al contenido informativo, más allá de las opiniones, del artículo de SanJuana: el pasado domingo 3 de agosto, un numeroso grupo de personas se manifestaron frente a la embajada de Israel en la ciudad de México para —no acaba de quedar claro el propósito, yo no estuve ahí pero supongo que entre los presentes había lo mismo gente sensata que insensata— apoyar de manera incuestionada o quizás parcial, los ataques del ejército israelí en Gaza.
Lo que sí estuvo claro como el agua y no deja lugar a dudas fue el discurso de un publicista, Carlos Alazraki, quien, en el recuento de Martínez, se refirió a los palestinos como “bestias, animales, imbéciles y pendejos”. Como estoy seguro de que SanJuana tampoco estuvo ahí, decidí ir a ese aparador público que se llama Youtube y buscar material para cotejar los hechos, sobre todo las palabras, descritas por la periodista. Y sucedió que el señor Alazraki dijo, en efecto, lo que dijo, sin ningún empacho en aparecer ante el público reunido a las afueras de la embajada y comportarse como lo que yo llamaría un verdadero scoundrel, o si se prefiere: un sinvergüenza. Ante un tipo que habla de sus “enemigos” hallándose a miles de kilómetros del frente de guerra, me pareció mínimamente razonable la pregunta con que SanJuana Martínez termina su artículo en cuanto, así como hay quienes apoyan las guerras, también hay quienes, casi que por el irrefutable y kantiano imperativo categórico, nos oponemos a ellas en cualquier rincón de la aldea global: “En México viven más de 50 mil judíos y hay alrededor de 28 sinagogas repartidas por la República. ¿De verdad, ninguno de ustedes va a protestar por la masacre del pueblo palestino?”.
No se hicieron esperar lo mismo las admoniciones —unas abiertas, otras veladas, muy al estilo de la bananera república de nuestras dulces y macabras letras mexicanas— que las tenebrosas adhesiones y que yo mismo me encargué, al último minuto, ya sentado en mi asiento y bajo riesgo de ser regañado por el personal de cabina, de poner en su lugar a los rijosos, los rabiosos y los aterradores entusiastas desde mi móvil, el cual sería rigurosamente silenciado las siguientes setenta y dos horas de mi vida: me iba de descanso, cero internet, cero correos, cero todo.
Troya no es el mundo
¿De verdad es necesario reportar a ustedes lo que todo mundo sabe? Es decir: que en las horas que pasé en Brooklyn uno coincide en las aceras y en el metro con gente de cualesquiera confesiones religiosas y que nadie se estaba desgarrando las vestiduras por la jodida situación que se vive en Israel y Gaza. Y me refiero a gente real, del tipo con la cual uno se saluda al comprar el New York Times fresquito en la mañana, o le deja el paso en la entrada del dinner a la carriola que empuja una mamá que no cambiaría su inmensa dicha por nada del mundo, mucho menos por una opinión cibernética a favor o en contra, inteligente o rabiosa e imbeciloide, acerca de las atrocidades que se están cometiendo al otro lado del planeta.
Pues nada, me olvidé de todo y todos y yo también fui dichoso en compañía de mis amigos Kristen y Alex, no se diga de su bebé, Santi, de apenas nueve agitados meses. Sobra decir que ella es estadounidense, Alex lo más cercano que conozco a un mexico-americano, y Santi es, o será, un orgulloso newyorkino de Cobble Hill, histórico distrito de Brooklyn. El año que viene, sin duda necesitaré más de tres días para visitar en Delhi a mi hermano del alma, el Dr. Uri Raich, judío donde sea que se halle, a su esposa Valentina, milanesa de pies a la cabeza y más laica que sus padres, antiguos militantes del partido comunista italiano, así como a sus dos pequeños y bellos vástagos: Camilla y Leonardo, sanísimos y despreocupados hijos de una historia posible que tiros y troyanos en este cuento denunciarían como profana, calamitosa, demoniaca y mil idióticos y estúpidos etcéteras más.
Es fama que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Mi visita relámpago a Brooklyn entra, ni duda cabe, en dicha categoría, y más: fue dos veces buena, duró lo que un pestañeo.
Apenas aterrizó el avión que me trajo de vuelta, encendí el móvil y el artefacto empezó a pitar como tren sin frenos, pidiendo a gritos más carga en la batería por efecto de las notificaciones en Twitter.
Otra vez, tiros y troyanos ardiendo, empeñados en no dejar siquiera el más raquítico árbol en pie.
De odio, tolerancia y discursos inocuos
Enrique Krauze ha dedicado varios textos al tema del odio en las redes sociales. En el más reciente de ellos, Krauze se refiere al impacto negativo y de impresentable estirpe nazi que generan la mentira y la calumnia en medios de comunicación: “No sólo las redes suelen incurrir en ese vicio: también lo propician los diarios y los medios cuando, convertidos en modernos tribunales de la Santa Inquisición, emiten veredictos condenatorios de hechos o procesos sobre la base de opiniones o declaraciones parciales, no representativas ni suficientemente cotejadas”; asimismo, ante la carencia en la propia casa, Enrique Krauze advierte acerca de la existencia de leyes que condenan el discurso del odio en algunos países europeos. En el caso concreto de Alemania, el Strafgesetzbuch o Código Penal establece como delito el concepto de Volksverhetzung, algo cercano a “la incitación premeditada al odio hacia el pueblo”. Esto, en términos legales, significa que un “discurso” es punible en tanto perturbe la paz pública, provoque el odio contra sectores de la población, convoque a actos de violencia o despotismo contra cualesquiera sectores, y por injuriar la dignidad de los demás mediante la calumnia o el desprecio de la población.
Ahora bien, las redes sociales y los periódicos, los “modernos tribunales de la Santa Inquisición”, están habitados por individuos, individuos reales —a pesar de su nebulosa virtualidad o de su sombrío anonimato. No pueden, a menos que se trate de otro delito, el de asociación o colusión para delinquir, ser representativos más que de ellos mismos, de su propia inteligencia o su propia tontería, de individuos que comentan algo, que rabian, ladran, insultan o responden al tal insulto con otro insulto: individuos: ese es el nombre del juego en las redes sociales del siglo XXI. Zygmunt Bauman ha explicado hasta el cansancio la cambiante naturaleza de la sociedad de la modernidad líquida: los vínculos en ella son entre individuos aislados, hoy la categoría de lo social es ya inoperante. Esta condición, aunada a la guerra en Gaza, conecta, sin embargo, mejor que cualquier señal Wi Fi con un autor del siglo XVII, René Descartes, quien en un pequeño tratado poco atendido pero espléndido, Las pasiones del alma, se refiere al odio como “una emoción causada por los espíritus, que incita al alma a querer separarse de los objetos que se la presenten como dañosos.” Y se pone mejor aún, lean si no: “Digo también que siempre acompaña al odio la tristeza, porque no siendo el mal otra cosa que una privación, no puede ser concebido sin algún sujeto real en que exista, y como no hay nada real que no posea algo bueno, el odio que nos aparta de algún mal nos aparta a la vez del bien a que éste va unido, y representándose en el alma la privación de este bien como un defecto perteneciente a ella, esto excita en ella la tristeza.”
Las virtudes del Estado democrático sin virtudes
Esto, que puede sonar algo abstracto para algunos, posee todas las virtudes y vicios de lo concreto. Así por ejemplo, para hablar de nuevo del caso alemán, el Código Penal prohíbe la incitación al odio, pero no su manifestación en cualesquiera medios de comunicación, en cualesquiera soportes, impreso, digital, etcétera. Explícitamente, la Grundgesetz, es decir la constitución, la “ley” de mayor jerarquía en Alemania, prohíbe en su artículo 5 numeral (1) la censura. Pocos textos constitucionales rivalizan con esta garantía a las libertades individuales. En un mundo plagado de individuos, grupos y poderes que buscan por todos los medios callar al otro, da gusto leer una frase escueta pero inequívoca: “La censura está prohibida.”
Luego entonces, siguiendo a Descartes y lo estipulado en la Grundgesetz y el Strafgesetzbuch alemanes, quien profiere el odio en su discurso es un individuo real, realmente triste que, de manera digamos un poco idiota, se priva de cuanto bueno hay en aquel a quien ha decidido odiar. Y nos guste o no, la ley, que prohíbe la censura, permite también que el pobre diablo en cuestión se manifieste y se aparte de otros individuos, que aunque odiados, no dejan de ser sus semejantes.
Carambas, mis respetos para los juristas alemanes, auténticos filósofos de la vida real, práctica, la vida tal como es, callejera, pendenciera, dichosa, dramática, contradictoria. Creo no equivocarme si digo que Tzvetan Todorov, intelectual búlgaro radicado en París, supo traducir qué cosa es eso de vivir bajo un Estado de Derecho así planteado: “El Estado garantiza la paz entre los ciudadanos, fijando un límite mínimo que no puede transgredirse (un límite que define el delito o el crimen), pero no formula ningún ideal que todo mundo esté obligado a abrazar. En este sentido, la democracia no es un Estado ‘virtuoso’”.
Se sabe que a Etgar Keret ha sido públicamente vilipendiado por sostener el derecho de su país a defenderse, pero no así a aniquilar a víctimas civiles, es decir, los palestinos, hombres, mujeres y niños que resultan en un “daño colateral” de las ofensivas armadas israelíes. En este sentido, el premio Nobel Mario Vargas Llosa escribió recientemente: “El Gobierno israelí, desde los tiempos de Ariel Sharon, está convencido de que no hay negociación posible con los palestinos y que, por tanto, la única paz alcanzable es la que impondrá Israel por medio de la fuerza. Por eso, aunque haga rituales declaraciones a favor del principio de los dos Estados, Netanyahu ha saboteado sistemáticamente todos los intentos de negociación, como ocurrió con las conversaciones que se empeñaron en auspiciar el presidente Obama y el secretario de Estado, John Kerry, apenas este asumió su ministerio, en abril del año pasado. Y por eso apoya, a veces con sigilo, y a veces con matonería, la multiplicación de los asentamientos ilegales que han convertido a Cisjordania, el territorio que en teoría ocuparía el Estado palestino, en un queso gruyère.”
En este sentido, me pregunto por qué, teniendo tecnología militar de hiper-vanguardia como ninguna otra en Medio Oriente, los centuriones israelitas no utilizan drones ni realizan operaciones quirúrgicas para atacar al agresor, Hamás, estratégicamente identificado e identificable hasta los últimos pelos de las barbas que asoman detrás del trapo con el que suelen cubrirse la cabeza.
Regreso a Vargas Llosa: “La solución del conflicto Israel-Palestina no vendrá de acciones militares sino de una negociación política.” ¿Es ello factible en Israel, entre israelitas y palestinos? Solamente la política, el arte de lo imposible, lograría lo posible, lo deseable para todos quienes quieran vivir entre extraños: sus semejantes, y no privarse de lo bueno que pueda haber en lo malo, para traer de nueva cuenta la ecuación cartesiana. Amos Oz sabe de qué habla cuando habla del desamor, es decir odio y desconfianza que imperan entre quienes niegan el sentido último y virtuoso del “acuerdo” y el “compromiso”: “En mi mundo, la expresión ‘llegar a un acuerdo, a un compromiso’ es sinónimo de vida. Y donde hay vida hay compromisos establecidos […] Lo contrario de comprometerme a llegar a un acuerdo es fanatismo y muerte.”
El Nobel de Literatura comparte con el eminente periodista y profesor canadiense, Michael Ignatieff, algo más que ciertas ideas y principios: haber participado en la política, haber gozado y padecido en la vida real acuerdos y desacuerdos, el tipo de práctica abierta al escrutinio de votantes y ciudadanos que muchos intelectuales gustan de practicar tras bambalinas, escudados en un prestigio y respetabilidad que se consumen como el fuego de cada día. Estos dos hombres, Vargas Llosa e Ignatieff, cortejaron el poder abiertamente, a los ojos de todo mundo, no parapetados detrás de la tramposa cortina de humo de los que Shelley llamó, en su célebre ensayo A Defence of Poetry, los anónimos legisladores del mundo (the unacknowledged legislators of the world). En Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política, el exilado por voluntad durante décadas aprende no sólo las complejas lecciones de la política, sino también el valor de una democracia imperfecta, el indisputado e invaluable lugar que ocupan en tu vida quienes piensan distinto a ti en tu país. Yo no sé a ustedes, pero para como están las cosas en Comala City y en los más remotos puntos del planeta, a mí me emociona y conmueve leer lo que sigue: “Una característica de la democracia que observé en la Cámara de los Comunes merece un comentario especial por ser tan específicamente canadiense: la presencia en la Cámara de diputados del Bloque Quebequés, hábilmente dirigido por Gilles Duceppe, dedicado por completo a la ruptura de Canadá mediante un referendo sobre la independencia de Quebec. Hay que apreciar una democracia que otorga un espacio en el Parlamento a aquellos que no desean formar parte del país, que se niegan por principio a hablar cualquier idioma distinto del francés, que se niegan a prestar juramento de fidelidad a la reina y que, sin embargo, son parlamentarios ejemplares, excelentes colegas y buenos representantes de sus votantes. Estaba orgulloso —y todavía lo estoy— de una Cámara democrática que da espacio a un desacuerdo tan radical como este.”
El tipo de desacuerdo tan radical que atestiguo cada vez que, por ejemplo, paso algunas semanas al año en Montreal, visitando a mi madre, en una ciudad que, al parejo del parlamento, otorga un espacio a los que quieren amar u odiar y privarse de la diversión —para usar por última vez la ecuación cartesiana, la inmensa y bella provincia donde los separatistas más rabiosos y los inmigrantes que no acaban de entender qué diablos pasa en este país tan raro y tan grande, ambos, siguieron con fervor y alegría a los Canadiens, el equipo de Montreal, en la pasada temporada de hockey, su lucha sin cuartel en las eliminatorias hasta caer abatidos en semi-finales por los Rangers de Nueva York. El tipo de desacuerdo casi inhumano que, predeciblemente, tuvo su expresión de odio y racismo en las redes sociales, en especial hacia el defensa estrella de los Canadiens y uno de los poquísimos, si no es que el único, jugador afro-descendiente de la liga, P. K. Subban —hubieran visto a mi madre, una tranquila señora seguidora como pocas que conozco del violento deporte, indignada por los insultos y agresiones que recibió lo mismo en la patinoire que en el ciberespacio el ídolo que porta el número 79 en las anchas espaldas.
Me puedes odiar cuanto quieras y la vida sigue y sigue
A diferencia de mucha gente, y de Gracián en lo particular, a mí no me indigna que me recuerden a mi madre, ni que me llamen esto o lo otro en las redes sociales. Ni me espanto ni me altero, mucho menos hago un llamado hipócritamente humanista a mantener el respeto, la buena fe. Dije Gracián pero mejor digo Octavio Paz, a quien leí desde edad temprana, quizá demasiado temprana y en quien encontré al escritor que encuentra valor y razón en la sola disidencia. En otras palabras, no me indignan las sandeces de tiros y troyanos, están en todo su derecho de decir lo que les venga en gana, incluido mentar madres en las impunes, así son, redes sociales, y libres y sin censura: mejor aún.
En otras palabras: a diferencia de Gracián en su conocido Oráculo manual y arte de prudencia, yo me pronuncio por “ocuparse en lo impertinente en lugar de no hacer nada”. Y ya entrados en materia, rechazo categóricamente cualquier intento de inhibir el debate y la discusión en aras de dizque preservar la cortesía que no se practica ni el respeto que no se tiene hacia los otros.
Si me apuran, como lo han hecho recientemente, regreso a otro gran maestro del arte de disentir, el siempre querido y extrañado vecino de Columbia Road, en Washington DC, Christopher Hitchens y su espléndido e imprudencial oráculo, llamémoslo así, “de puño en mano”, Letters to a Young Contrarian: “Hay algo idiota en quienes creen que el consenso (por dar uno de sus nombres a la fiera con cabeza de hidra) es el bien supremo […] en la vida progresamos por medio del conflicto, y en la vida intelectual, mediante la discusión y la disputa […] tiene que haber confrontación y oposición para que salten chispas […] Recela de la compasión; prefiere la dignidad para ti mismo y para los demás. No tengas miedo de que te consideren arrogante o egoísta. Imagina a todos los expertos como si fuesen mamíferos. Nunca seas un espectador de la iniquidad o de la estupidez. Busca la discusión y la disputa por sí mismas; la tumba suministrará cantidad de tiempo para el silencio.”
Las chispas digitales de quienes me han agredido o retuiteado en las redes no prenden, no al menos en mi bosque; al contrario, las tomo como medida del carácter de quien apura el cerillo sin detenerse a pensar qué es mejor: echar más leña al fuego y con ello reiterar sus prejuicios, o bien prolongar, click mediante, los famosos y no menos lamentables trendings.
Y cuando hablo de prejuicios lo hago de la manera más concreta. Así por ejemplo a un tipo que acusó recibo de mi apoyo al artículo de SanJuana y le pedí que no dijera, tal cual, tonterías, o bien otro individuo que no me conoce pero me reclama mis supuestos “prejuicios”. En ambos casos, invité a los susodichos a brincar a la arena del debate cibernético, que para eso son las redes sociales: imagínense ustedes si, con todos sus tremendos e incomprensibles defectos, los autores de las primaveras árabes hubieran hecho un llamado a la cordura: ahí seguiría Hosni Mubarak, apoltronado en su silla presidencial entre 1981 y 2011, los suficientes años para dejar de ser, de una vez por todas, espectadores pasivos de la iniquidad y la estupidez del rancio poder.
Se acabó el paraíso: fin de semana y regreso a la jungla
Regresando a mi aterrizaje de vuelta en Comala City, no me había bajado del avión, creo que ya lo dije, cuando pude percatarme que caían por todas partes los flechazos, espadazos y mentadas de madre de tiros y troyanos. Basta revisar las reacciones que en ambos bandos causó el video en el que aparece el señor Alazraki haciendo públicas sus vergüenzas, por supuesto que con el mismo derecho que tiene cualquiera de decir lo que le venga en gana, sea ante un grupo de manifestantes o en su cuenta de Twitter donde, en un país cuyos pesados lastres coloniales se mantienen en instituciones que acertadamente el espléndido ensayista e historiador Richard Morse ubicó en el tomismo filosófico y político, hechas para perdurar y no para cambiar, por ende un país donde el racismo sigue tan vigente como en la vieja Nueva España, Alazraki, decía, pronuncia sus desacuerdos políticos mediante linduras de este tipo: “24 de jul. @carlosalazraki Completamente de acuerdo, el Sr. Rick Perry aparte de naco es pendejo… Ya dije…”.
O bien: “14 de ago. Mi carta de hoy en http://www.razon.com.mx se la escribí a los dipu-tables del PAN. a ver q les parece. ( estuve muy macho )”.
Caray, o vivo en otro planeta o yo también soy, en la mente de don Carlos, un “pendejo”, pues creía que ya nadie utilizaba, mucho menos públicamente, el racistoide término “naco”, el cual no explico aquí porque tendría que reescribir, a la manera del Pierre Menard de Borges, el capítulo de El laberinto de la soledad que Octavio Paz dedicó a la muy mexicana y comalesca voz: “chingar”.
Es fama que en Comala City, como en muchísimas partes del ancho mundo, el futbol levanta pasiones. Y las de don Carlos son intensas; como en el conflicto en Gaza, también concibe al deporte de las patadas como una guerra: “@carlosalazraki · 20 de jul. el León jugó del culo. Jugando así, merecíamos perder. Pero…. me gustaron las contrataciones. Vamos a dar guerra este torneo”…
A mí ni me escandaliza ni me preocupa el folclore en las expresiones públicas —cómo estarán las privadas: nuestros enemigos son los nacos y [por extensión] los indios— del señor Alazraki, como tampoco pienso que SanJuana Martínez necesite de los cuidados de nadie, no se diga ya de la aprobación o denostación de sus lectores para seguir viviendo. Sin embargo, me llama la atención que el señor Alazraki, tan macho como gusta estar a la hora de hablar de política y de siglos de historia, no le reclame, por ejemplo, al Estado mexicano lo imperdonable e injustificable —y aquí cito in extenso el excelente trabajo de la historiadora Daniela Gleizer, quien escribe en El exilio incómodo. México y los refugiados judíos. 1933-1945 (El Colegio de México-UAM, 2011): “El 27 de abril de 1934 la Secretaría de Gobernación emitió las adiciones a la circular del 17 de octubre de 1933, también conocidas como Circular Confidencial núm. 157. Respecto a la inmigración judía es interesante constatar que mientras la circular núm. 250 no incluía ninguna alusión a la misma, las adiciones hechas seis meses después no sólo prohibían la entrada de judíos al país, sino que caracterizaban dicha inmigración como ‘la más indeseable de todas’. Ello se justificaba en función de la necesidad de atacar a lo que se consideraba el problema creado por la inmigración judía ‘que más que ninguna otra, por sus características psicológicas y morales, por la clase de actividades a que se dedica y procedimientos que sigue en los negocios de índole comercial que invariablemente emprende, resulta indeseable; y en consecuencia no podrán inmigrar al país […] los individuos de raza semítica’”. Fin de la cita para lo que debería ser el comienzo de un debate informado y serio acerca de la historia de las políticas migratorias y de asilo en México, presumida hasta el día de hoy como ejemplar.
Al menos a mí, quizás por “pendejo” o porque igualmente provengo de una familia de inmigrantes, sí me resulta indignante que alguna vez, o cualesquiera, el Estado mexicano practique la más abierta discriminación racial y religiosa y, encima de todo, pontifique en su discurso acerca de la gran casa de todos que históricamente ha sido el país. En el caso particular de la inmigración judía a México, Gleizer documenta para el periodo que estudia, es decir el periodo crítico de los fascismos europeos, nazis, comunistas o populistas, el arribo de mil 800 judíos, cifra muy menor a la de Argentina, 45 mil; Brasil, 23 mil 500; Bolivia, 20 mil; Chile, 13 mil; Uruguay, 10 mil; Colombia, 3 mil 971 y Ecuador, 3 mil 200. Apenas estuvimos arriba de países incomparables en extensión territorial y poder regional: República Dominicana, mil 150; Paraguay mil y menos de esa cifra Panamá, Costa Rica, Perú, Haití y Venezuela.
El mito mexicano es, en los hechos y como muchos otros, un castillo de naipes.
Supongo que el día que el señor Alazraki ande macho, también le llamará “naco” y “pendejo” al presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt. Contra lo que suele creerse, el gobierno de Estados Unidos fue poco generoso con los refugiados judíos que huían de los carniceros nazis y fascistas. Como documenta y escribe Samantha Power en Problema Infernal. Estados Unidos en la era del genocidio, libro que le valió el premio Pulitzer en 2003: “Se estima que el total de las personas que escaparon con éxito a la persecución nazi hacia Estados Unidos entre 1938 y 1945 fueron unas 250 000, cifra que incluye a refugiados e inmigrantes que, acogidos al sistema con cupos de la Ley de Inmigración de 1924, admitía a 150 000 inmigrantes anuales (con unos 27 000 de Alemania y Austria). Resulta asombroso, pero ni siquiera se cubrió el 50% del cupo anual entre 1938 y 1940. Hacia finales de la guerra, el número total de inmigrantes según el cupo cayó 10% por debajo del límite máximo anual.”
Ay, para como están las cosas en Comala City, mejor ni mencionarle al señor Alazraki, para qué provocarlo con algo así, que Samantha Power no sólo ha sido profesora de derechos humanos en Harvard, sino que ha fungido, desde los años de la primera campaña, como una de las principales asesoras del presidente (otro ay, es que es afro-americano y por probable extensión: “naco”) Barack Obama en política exterior y actualmente se desempeña como su representante permanente ante la Organización de las Naciones Unidas, ese extraño lugar donde las guerras se quieren ganar no por la tozudez y empeño de cualesquiera pueblos armados hasta los dientes, sino mediante eso que sir Michael Howard llamó una invención humana: la paz.
(I can’t get no) Satisfaction
Cuando vuelvo a leer las folclóricas sinvergüenzadas del scoundrel llamando a la guerra, a reducir a menos que seres humanos a sus enemigos y apelando a la pertenencia en términos absolutos, no relativos como enseña la modernidad, cuando pienso en el supuesto intríngulis existencial al que el señor Alazraki quería someter, estando muy macho, a quienes escucharon su cháchara dominguera, echo mano de unas valientes páginas del filósofo y profesor Raymond Aron contenidas en el apartado “La búsqueda de la verdad”, en su librito Dimensiones de la conciencia histórica: «Si no hubiera entre los dos términos antitéticos ni intermediación ni compromiso, la situación del filósofo sería por así decirlo, desesperada. Debería o bien adherirse al fanatismo o bien minar las creencias: en uno y otro caso, atentaría contra el bien de la ciudad o de la comunidad de ciudades. El ciudadano que ya no cree en los valores de su ciudad es tan temible como el que se aferra a ellos con pasión exclusiva”.
Lo cual me lleva a bajarle yo mismo el tono a esto que escribo: en el publicista mexicano Carlos Alazraki no hay un scoundrel ni un sinvergüenza: su agitada persona aloja, pongámoslo así, a un aspirante a filósofo desesperado.
La lectura de otro filósofo, este sí calmado y paciente ante las preguntas que todos los días nos arroja la vida directo al rostro, me obliga a bajarle de tono a todo, a desconfiar de mis certezas si es que me interesa hablar de esa otra invención humana: la tolerancia. Dice sir Karl Popper que en la base de toda ella, la tolerancia, se hallan una consecuencia y la percepción de esa consecuencia: “la percepción de que todos somos falibles y propensos al error; la percepción de que puedo equivocarme y, en cambio, usted estar en lo cierto, y que yo debo aprender a desconfiar de esa peligrosa impresión intuitiva o convicción que me lleva a creer que soy yo quien tiene la razón. Debo desconfiar de esta convicción por fuerte que pueda ser. De hecho, cuanto más fuerte es, mayor es la posibilidad de que me engañe, y, con ello, el peligro de que pueda convertirme en un fanático intolerante.”
Puestas las cosas así, tiros y troyanos, los Alazraki de este mundo y quienes piensan exactamente lo contrario a ellos, confían más de la cuenta en sus —cuando menos— peligrosas razones.
¿O debiera yo enmendarme a mí mismo la plana y por ende al propio Popper y decir fantasías, en lugar de razones? Quizás sí, porque en lo elemental estoy de acuerdo con la distinguida historiadora de las religiones, Karen Armstrong, quien señala: “Las formas más extremas de fundamentalismo conllevan un nihilismo intrínseco. Los integristas de las tres religiones cultivan fantasías de destrucción y aniquilación.”
¿Soñarán los hombres como el señor Alazraki y sus oponentes en este mundo con ojivas nucleares disfrazadas de ovejas eléctricas?
Todo este enredo comenzó con la pregunta que se hizo una periodista mexicana en el artículo que, como mejor pudo, escribió.
Ya es hora de acabarlo.
“Para Occidente lo ocurrido con el Holocausto judío en el siglo XX fue una mancha de horror y de vergüenza. Que no lo sea en el siglo XXI la agonía del pueblo palestino”, terminó otro escritor su artículo de periódico.
Se llama Vargas Llosa y aunque estoy en abierto desacuerdo con muchas de sus “actitudes” —así las llamaría un querido y entrañable amigo mío, filósofo y poeta—, creo que en este caso sabe de qué habla.