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La invención de Bioy

 

El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961)

Adolfo Bioy Casares publicó La invención de Morel en 1940. Más allá del famoso elogio que Borges le dedicó —»no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta«—, hoy parece irrefutable su consideración de novela visionaria, quizás la obra de ficción que supo intuir antes que ninguna los profundos cambios que las tecnologías digitales iban a provocar en las relaciones del ser humano con su entorno y con los demás, es decir en su forma de habitar. En ella Bioy retomaba de Artaud el tema del doble alquímico como construcción inhumana, y lo vinculaba con la capacidad de la tecnología para convertir al humano en demiurgo de su propia inmaterialidad. Siete años más tarde el francés le devolverá improbablemente el guiño: ¿qué son las proyecciones hiperrealistas de Faustine y el resto de habitantes de la isla sino eternos cuerpos sin órganos?

La invención de Morel está plagada, como toda gran obra, de referencias y hallazgos. En ella encontramos la insularidad utópica, la muerte como nacimiento, la eternidad como repetición, la separación casi esotérica entre el emisor y lo emitido lograda por el fonógrafo y la fotografía —técnicas vistas durante algún tiempo como preservadoras del alma de los muertos—, la idea de mundos simulados propuesta por las exposiciones universales, la transmutación alquímica, la convicción benedictina de que la tecnología era necesaria para la trascendencia, para acercarse a Dios, para lavar nuestro pecado original y solventar las limitaciones que aquél castigo nos impuso. A la vez, Bioy intuye la holografía, los parques temáticos [1], la transformación de átomos a bits, la simulación, los mundos virtuales, los mashups, el machinima. Pero si tuviéramos que destacar algo por lo que el libro es de una importancia radical, sería sin duda el ofrecer una nueva visión de lo habitual mediatizado por tecnologías no sólo capaces de absorber la esencia de lo humano, sino de reproducirla infinitamente.

Cuatro años antes, en 1936, Walter Benjamin había publicado su famoso texto [2] en torno a cómo la reproductibilidad técnica estaba cambiando el mundo del arte. Hasta entonces toda obra artística era tradicionalmente poseedora de un aura, de una suerte de autenticidad propiciada por el autor, por su carácter exclusivo, por el aquí y ahora ritual de su ejecución y su exhibición, por esa presencia irrepetible que llama a la contemplación y al recogimiento individual. Pero cuando la obra es reproducida, el aura desaparece. Para Benjamin, el aura no se copia. Es improbable que Bioy conociera el texto de Benjamin, pero resulta estimulante imaginar en el proyecto de Morel un intento de subsanar aquél error técnico. La máquina de Morel sí puede copiar y reproducir auras. Esa es precisamente su principal capacidad: la exacta perpetuación de instantes irrepetibles. Benjamin observa con nostalgia cómo el poder reproductor de la tecnología fulmina el aura. Bioy fantasea con invenciones capaces de preservarla. Dos actitudes paradigmáticas que, una década más tarde, Heidegger y Ortega [3] volverán a personificar en los Coloquios de Darmstad, y que encontraremos repetidas, desde siempre y hasta nuestros días, en los aledaños filosóficos del discurso sobre la tecnología. Sensibilidad, pasión, autenticidad, entusiasmo, espontaneidad, frente a rutina, automatismo, repetición, eficacia, exactitud, deshumanización. Diferencia vs. repetición. Existe una relación directa entre la potencia de la tecnología informática y su capacidad para no tener que recurrir a la repetición. Pero hoy, además, ese es el anhelo máximo de quienes la diseñan y la venden: ocultar todo rastro de automatización, destacar su singularidad, su capacidad de diferenciación, su disponibilidad para ser personalizada, para fundirse con la exclusividad de cada usuario.

En 1940 la televisión era algo todavía incipiente y poco operativo [4]; faltaban siete años para que Dennis Gabor inventara la holografía, y acababa de ser construido en la Alemania nazi el que hoy es considerado el primer computador programable del mundo, el Z1 de Konrad Zuse, un aparatosa calculadora mecánica tan primitiva como ajena a cualquier relación con lo fantasmal. Así que Bioy no tiene más remedio que fundamentar la parte tecnológica de su historia en los ya asentados cinematógrafo y fonógrafo, a los que dota de capacidades miméticas tan excepcionales que le permiten construir realidades paralelas indistinguibles, autónomas y susceptibles de ser habitadas. La vida del anónimo protagonista de la novela, su manera de habitar, está absolutamente marcada por la existencia de dos capas concéntricas de realidad y las relaciones que establece con ellas:

«Acumulé pruebas que mostraban mi relación con los intrusos como una relación entre seres en distintos planos.» [5]

Su descubrimiento de la ortopedia tecnológica que hay detrás de uno de los mundos cambia radicalmente su forma de habitar el otro y la vuelve dolorosa:

«Estar en una isla habitada por fantasmas artificiales era la  más insoportable de las pesadillas.» [6]

Ellos, al igual que él, habitan la isla, cohabitan con él. Y a él le resulta aterradora la idea —la perversión— de un fantasma artificial. Estamos acostumbrados a los fantasmas naturales, los inevitables, los que nos merecemos y necesitamos temer, los que proceden de las almas de los demás o de nuestros deseos, los que nos acompañan desde el origen, ilógicos, imprevisibles, huidizos. Pero es insoportable tener que convivir con la angustiosa precisión de un fantasma fabricado por una máquina. La única opción es convertirse en uno de ellos, aceptar sus normas, entrar en su mundo, dejarse grabar para ser reproducido, formar parte de la dulce eternidad en la que habitan, constituida a partir de la infinita y exacta reproducción de un fragmento de tiempo previamente capturado.

Morel jugó a ser dios, pero la resurrección que su religión proponía sólo podía ser artificial, sólo pudo consumarse a través de la tecnología, la única y verdadera divinidad habitante de la isla cuando el prófugo llegó a ella. Poco a poco éste irá adaptando su vida, sus rutinas, sus afectos, sus miedos, sus deseos, a la exacta cadencia de la máquina e intentará relacionarse con la asombrosa sobrenaturaleza que aquella superpone a lo dado. Bioy intuye una nueva forma de experimentar el mundo que hoy todos conocemos bien y que sólo es posible a través de la mediación tecnológica: habitarlo por capas.

 


 

[1] Disneyland fue inaugurado quince años más tarde, el 17 de julio de 1955.

[2] «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», en Benjamin, Walter, Discursos interrumpidos I: filosofía del arte y de la historia. [Buenos Aires]: Taurus, 1989, pp. 15-59 El texto fue publicado por primera vez en 1936 —traducido al francés por Pierre Klossowski— en la revista Zeitschrift für Sozialforschung.

[3] El miedo que Heidegger sentía ante el poder de los medios para eliminar las distancias naturales lo encontramos en las reservas de Benjamin ante la aspiración de las masas actuales por acercar las cosas, por adueñarse de ellas en la más próxima de las cercanías, aunque sea renunciando a su singularidad y aceptando la copia. En el otro lado, lo que Morel inventa para substituir una realidad en la que no puede ser sentimentalmente correspondido por Faustine, no es sino parte de esa gran ortopedia tecnológica que Ortega consideraba imprescindible para subsanar los fallos del mundo dado.

[4] Las primeras emisiones de TV con programación comenzaron en Inglaterra en 1936 y en Estados Unidos en 1939 —coincidiendo con la inauguración de la Exposición Universal de Nueva York—, pero enseguida se suspendieron debido a la Segunda Guerra Mundial y no se reanudaron hasta después de la misma.

[5] Bioy Casares, Adolfo. La Invención de Morel. Letras Hispánicas 161. Madrid: Cátedra, 1982, p. 82

[6] Ibid., p. 113

 

 

 

 

 

 

 

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