Italia!, oh Italia! thou who hast /The fatal gift of beauty. Así dejó escrito en sus Peregrinaciones del joven Harold Lord Byron en el agua, una marca en el agua: la eternidad, su supremo homenaje a Italia. Y a la belleza. Hablar de Italia y hablar de belleza pasa necesariamente por hablar de la laguna veneciana y sus tesoros. La isla de Torcello, en la que nació Venecia, en los años oscuros tras la caída del Imperio Romano de Occidente; las bellísimas Burano y Murano, con sus factorías artesanales de cristal que han hecho universal el nombre de esta isla; San Michele, el camposanto de la ciudad, uno de los cementerios más bellos del mundo, situado en la isla homónima, donde descansan contemplando desde su último lugar de reposo la eternidad de la laguna veneciana, all’ombra de’ cipresi e dentro l’urne, legión de enfermos del mal d’Italia, el morbo italicus: desde el Barón Corvo a Stravinski, pasando por Diaguilev y Ezra Pound.
Allí descansa también Iosif Brodsky, el autor del libro más bello que conozco sobre Venecia: Marca de agua, el título que Menchu Gutiérrez eligió para su extraordinaria traducción del libro que el consistorio de la ciudad le encargó y que fue publicado originalmente en italiano. Italia, para él “el sueño que se representa toda la vida”.
Lord Byron vivió deprisa y murió joven ―como todos los elegidos de los Dioses―, amó la belleza, amó Italia, pero sobre todo amó a Venecia. Si hay algún lugar para reflexionar sobre la condenada belleza del mundo de la que habló Luis Martín Santos ese lugar es Venecia, en particular la laguna veneciana y sus tesoros. Los ya enumerados y muchos más, como El Lido, de La Muerte en Venecia, al que ya no podemos dejar de asociar al adagio de La 5ª de Mahler debido a otro enfermo de la belleza: Lucchino Visconti. O Malamocco, donde estuvo el desván de infancia de Hugo Pratt antes de contraer su mal d’Africa, al modo de Rimbaud, en Abisinia. Pero Pratt siempre regresó a aquel desván, a aquel lugar donde guardaba toda su biblioteca, que como nos dijo el Capitán Burton “la casa, es ocioso decirlo, es donde uno tiene sus libros”. Malamocco, el nombre de uno de los fuertes que guarecían Famagusta durante el último asedio otomano, como leímos con emoción en otro desván en las novelas de Emilio Salgari, sin las que uno no sabe qué hubiera sido de su vida.
Pero en la laguna veneciana también hay otro tesoro menos conocido. Pero que este año de 2015 tiene un significado muy especial. Byron alternó periodos de desenfreno en los palazzi de los canales (recomiendo con entusiasmo la traducción de Eduardo Mendoza de sus cartas venecianas, Débil es la carne) con temporadas de reposo y estudio en la fastuosa biblioteca del monasterio de San Lazzaro degli Armeni, como su nombre indica, un antiguo lazaretto para convalecientes de enfermedades contagiosas de las que el insano ambiente de la laguna era catalizador. Por cierto, hubo otro huésped muy conocido en la historia de San Lazzaro: el joven seminarista georgiano Bepi, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido por Stalin. Pero esa ya es otra historia.
Pero esa isla y ese monasterio, etapa ineludible del peregrinaje de todo byroniano (o stalinista) que se precie —a ser posible, en góndola, como lo hacía él— , es por encima de todo un lugar sacro de la memoria del pueblo armenio.
En este año en que conmemoramos, que no es celebrar, sino traer a la memoria el primer centenario del comienzo del genocidio del pueblo armenio en abril de 1915, es imposible no recordar San Lazzaro. Allí se custodian todos los registros escritos, sonoros y gráficos, y todo tipo de testimonios sobre la cultura, simiente y alimento espiritual de nuevas generaciones de un pueblo diezmado (el verbo se queda corto) en uno de los episodios más horrorosos de un siglo, el siglo XX, que nos ha acostumbrado desgraciadamente al horror.
San Lazzaro, al contrario que San Michele, que es una necrópolis, una isla de los muertos, como la del cuadro de Böcklin, es una isla de la vida, una isla de la memoria, porque allí se guarda, como si se tratara de la caja negra de un avión, la memoria de un pueblo, la memoria, una de las facultades superiores del alma para los antiguos.
El monasterio y la isla fueron una donación del Dux de Venecia Alviso Mocenigo a un monje armenio, Mekhitar, que llegó en el año 1717 a Venecia huyendo de Constantinopla. Con 20 seguidores fundó un monasterio consagrado a la custodia del patrimonio cultural y espiritual del pueblo armenio. En 1797, tras apoderarse de Venecia, Napoleón, muy poco amigo de los monasterios, se quedó impresionado por el patrimonio de más de 4500 manuscritos y de 200.000 libros. Este monasterio se convirtió en la sede de la orden Mekhitarista, en comunión con el vaticano, pero espiritual y litúrgicamente estrechamente ligada a la iglesia evangélica armenia. Mekhitar trató de salvar el abismo entre las iglesias orientales y Roma. Los rasgos de los prelados armenios contemplan desde sus lienzos a los visitantes desde los muros del monasterio, principalmente en el museo dedicado a los tesoros de la civilización armenia, desde piezas de orfebrería de la Edad de Bronce, monedas de oro del siglo I A.C., sellos de la efímera Primera República de Armenia y la espada, forjada en 1366, de León VI de Lusignan, monarca del reino armenio de Cilicia, el último estado armenio independiente.
Byron, de ello nos informa el libro de visitantes distinguidos del monasterio, vivió en 1816 durante seis meses allí estudiando armenio, en su opinión “la lengua para hablar con Dios”. En su sala de estudio se encuentra una momia egipcia de más de 2500 años de antigüedad, rodeada por la edición en 23 inmensos volúmenes de La Description de l’Égypte de Dominique Vivant Denon. Pero aparte de esas curiosidades, y de sus ilustres huéspedes, San Lazzaro tiene tres impresionantes bibliotecas, y entre ellas destaca una sala circular para conservar manuscritos que alberga la colección más importante del mundo de manuscritos armenios, entre ellos los evangelios que ser realizaron en el año 862 para la Reina Melket. Y las traducciones al armenio antiguo del saber de la antigüedad, de Hesíodo, de Filón y de otros innumerable tesoros.
Como dijo el gran Byron, “Si se interpreta correctamente las Sagradas Escrituras, fue en Armenia donde estuvo situado el Paraíso Terrenal”. Y en esa isla de la memoria, en esa isla de la esperanza y de la vida, se custodia la memoria de un pueblo que hace ahora un siglo sufrió el azote de los vientos de la historia, de una plaga de dimensiones bíblicas.