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La isla de Selkirk, 3

 

Frente a Selkirk

 

5:40 am.

 

Cuando me despierto no se oye el ruido del motor. La barca se balancea a merced de las olas, sin avanzar en ninguna dirección. No hay nadie en la cabina ni en el puesto del piloto. Es noche cerrada y están los cuatro hombres en cubierta. Hemos llegado, me dice Danilo. Hay que esperar cosa de dos horas a que claree y se puedan ver los caminos del agua, no sea que nos encorbatemos con las sogas, dice, refiriéndose a las trampas de langosta que están distribuidas por la rada. La travesía no ha sido dura, salvo algún momento, durante la madrugada, en el que la lancha dio grandes bandazos y la neverita se desplazó por el suelo, golpeando las paredes del camarote.

 

Aunque apenas he hablado con él, con quien mejor he conectado es con Danilo Paredes. Es de sangre liviana, me dirá Siggi cuando le pregunte por él a la vuelta -quiere decir que es buena persona. Son todos tipos duros, que imantan con su virilidad el espacio reducido de la nave. Apenas hablan, así que no hay modo de saber lo que piensan. Te observan con atención mientras escribes, cuando lees. Para ellos se trata de actividades misteriosas. A tu vez tú los observas, preguntándote qué se siente cuando se vive sin leer. Sin leer nunca nada. Estando todo el tiempo en el mundo que queda fuera de la página, en la realidad. No se ve la isla, pero aunque no se distinga su silueta, sabes que está ahí, haciendo sentir con fuerza su presencia. Selkirk pertenece a la singular estirpe de lugares que se resienten cuando el ser humano llega a ellos, eso explica la extraña sensación, descrita por algunos escritores de islas, de que son seres pensantes, seres que sienten y que de algún modo se comunican con nosotros, aunque sea difícil entender las señales que nos envían. Selkirk es sin duda un lugar extraño e inhóspito, pero no es hostil, al menos no lo es siempre ni con todos.

 

Siento una emoción mayor que cuando llegué a Cumberland, sólo comparable a la que se apoderó de mí cuando llegué, también en barco, a la desembocadura del río Chapora, en Goa, procedente de Bombay, cuando tenía 24 años. En realidad la emoción que siento ahora es más intensa, porque entonces reaccionaba a la belleza del paisaje y ahora estoy en medio de la oscuridad. Sí, Selkirk es un ser vivo. Entiendo lo que sienten los escritores de islas cuando intentan atrapar el misterio de lugares así con la palabra, lo que lleva a los naturalistas a adentrarse en ellos. Hay una dimensión espiritual en el trabajo que hacen unos y otros. El artículo sobre Selkirk que publicó Rocío Lafuente en el Mercurio se titulaba “La Isla Improbable”, pero quien mejor la definió (lo sé ahora que he vuelto a Más a Tierra y corrijo en el ordenador las notas que tomé allí) fue Peter Houdun cuando dijo que Selkirk era un lugar implacable.

 

Me vuelvo con ustedes, dice de broma Retamales, el pescador. Le dio el ahogo, comentan los tripulantes, burlándose. Recuerdo que en el muelle vino a despedirlo una mujer que parecía estar muy enamorada de él. Seguramente llevarán poco tiempo juntos.

 

Se ha levantado un fuerte viento y no va a resultar fácil descargar, comentan los marineros. Por más que me empeñe en escrutar el vacío, aún no se ve la Isla. Lo único que destaca en la oscuridad, salvo algún reflejo de las luces de la lancha en las olas, es el destello intermitente del faro.

 

Decido hacer tiempo leyendo Robinson Crusoe en la cabina. Al hacerlo así, esperando que amanezca frente a Selkirk, me adentro en la historia de un modo extrañamente intenso. Al cabo de un rato me vence el sueño y me vienen imágenes del trayecto diurno, del mar, el cielo, las nubes, los pájaros que vuelan haciendo quiebros. Antes pensé en el misterio de sus vidas, ahora me pregunto por la muerte de las aves que se cruzan constantemente con lanchas como la nuestra, en cómo la naturaleza dispone de ellas, sustituyéndolas por otras sin que lo percibamos, como si las que vemos fueran siempre las mismas. Me vuelve con nitidez un momento de extraordinaria belleza que presencié ayer al atardecer, cuando el cielo se desdoblaba en innumerables matices de azul.

 

Cuando al cabo de un rato me despierto y subo a cubierta empieza a clarear, aún muy tenuemente. La isla, empieza a revelar su forma contra la luz del amanecer, hasta que de pronto, no sé cómo, está ahí, como un caparazón de tortuga, una presencia inquietante, de un gris que apenas se diferencia del del cielo y del mar.

 

8:00 am

 

Tras una larga espera, la Abbe Müller se pone por fin en movimiento, sorteando las sogas que sujetan las trampas de langosta. La isla es una planicie incierta, dividida por una serie de quebradas que bajan abruptamente hacia el mar desde la altura. Cuando el escritor y presidente de Argentina José Faustino Sarmiento estuvo en Más Afuera describió la isla como una garra de dinosaurio. La visión de la quebrada donde se encuentra el poblado es (no hay otro adjetivo para explicarlo) inquietante. A la izquierda de las casas, en un lugar que las gentes del lugar llaman Paso Malo, se ven los restos de dos embarcaciones que se estrellaron contra las rocas. A la derecha, empotradas en la pared de piedra volcánica se ven dos grandes cruces, una blanca de madera y otra de hierro negro, algo menor. Al pie de la quebrada que divide en dos la parte frontal de la isla hay una caleta en la que se ve una veintena de casas destartaladas, de madera pintada de distintos colores. Es el pie de la Quebrada de las Casas, donde viven los pescadores.

 

Hace viento y el mar está movido, pero hay que iniciar el desembarque. En la

Caleta se ven grupos de gente. Los pescadores arrastran los botes hasta el agua, tirando con las manos de una cuerda gruesa. De manera ordenada las barcas se deslizan sobre los troncos de madera que hacen las veces de rampa, sobre las piedras.

Poco después, hay tres barcas a cierta distancia de la Abbe Müller, zarandeadas por el mar. Dos se acercan a la nuestra. En una hay dos jóvenes que llevan monos impermeables de un material sintético de color amarillo. Nos hacen señales y se acercan por fin a donde estamos. Uno es muy alto y lleva el pelo recogido en un moño y el otro lleva unas gafas metálicas. Empieza el descargue: cajas, bidones, mercancías y por fin los dos pasajeros con su equipaje. Bajé a la barca con dificultad. Nos bandeamos entre las olas, que son bastante fuertes, hasta llegar a una boya atada a la soga de la que tiran tanto los ocupantes de la barca como los hombres que están en tierra. Además de la soga hay un cabrestante metálico en proa que se mueve por tracción mecánica, activado por un rudimentario generador que hay en una caseta de color verde.

 

Isla de Más Afuera

Caleta de Las Casas, 9:00 am

 

Durante los momentos finales del desembarque se está a merced del oleaje. Hay que esperar un momento propicio entre las olas. Por fin una nos alcanza, haciendo que la barca se sitúe casi en posición vertical, para caer luego en picado. La siguiente ola nos embiste por detrás, empapando la barca hasta que quedamos por fin depositados sobre los gruesos troncos que son la base del dique de llegada. El oleaje bate con furia contra los laterales de piedra negra. El resto de las barcas que han desembarcado regresa a puerto con las mercancías que han recogido de la Abbe Müller. Hay grupos de hombres distribuidos por las distintas zonas del muelle, dispuestos a ayudar en la operación de desembarque. En las áreas más elevadas se ven las figuras de los niños y sus madres. Todos los perros del poblado han bajado a presenciar la operación. Cuando por fin salgo del bote, siento que la tierra tiembla. Me cuesta mantener el equilibrio. La gente me mira con curiosidad, pero nadie me saluda. La bandera de Chile ondea entre el faro, una plancha cuadrangular de hierro pintada de blanco, y una efigie de San Pedro, a la que le falta una mano. Alguien me hace una señal de lejos. Es Nino, el guarda-parques. Me acompaña hasta una caseta de color verde, sólidamente construida. Junto a la puerta hay un letrero que dice: Casa de Investigadores, CONAF. Yimi, un hombre afable de barba cerrada me lleva a una habitación donde hay dos camas. En una de ellas hay unas sábanas dobladas, muy ajadas, y una colcha vieja.

Dejo el equipaje en el camarote, mientras todo a mi alrededor se tambalea. Tengo mareo de tierra. Nunca había sentido algo así. Durante la travesía no experimenté la menor molestia. En Más a Tierra todo el mundo me había dicho que en una lancha tan pequeña me marearía horriblemente y me pasaría toda la travesía vomitando. Es lo que le sucedió a Rocío Lafuente cuando fue a Selkirk en la Sunnam II. A mí no sucedió nada de eso, pero cuando bajé a tierra el movimiento del barco seguía dentro de mí. El fragor de los motores que había estado escuchando de manera continua durante 16 horas seguía retumbando en mi cabeza y mis oídos, como si aún siguiera a bordo, donde el ruido y el movimiento me calmaban.

 

A eso de las 10 salgo de la casa. El sol está bastante alto, abriéndose paso entre las nubes. Suba donde Rosita, que le dé algo de desayunar, me dice Yimi, señalando una casa que hay al otro lado de un puente colgante de madera. 

 

Rosita cocina para los hombres solteros de la Isla. Cuando voy no hay nadie en el comedor. Mientras desayuno me habla de los tiempos en los que trabajó de cocinera en El Pangal, cuando la hostería estaba atestada de huéspedes distinguidos. No sabía que han puesto el local a la venta. Me habla con nostalgia de las cenas y comidas de antaño, cuando se celebraban grandes fiestas en el hotel. Me cuenta que trabajó 9 años allí.

 

Sigo teniendo metido en los huesos el movimiento de la Abbe Müller. De repente suena un generador, reforzando la ilusión de que aún me encuentro en la lancha. Salas, Paredes y Rodríguez no han bajado a tierra. Cuando desembarqué con Retamales, no me despedí de los tripulantes. Seguirán a bordo, trabajando en el laborioso proceso de descarga todo el día y en cuanto éste termine, en torno a las 8, emprenderán el viaje de regreso. El pasaje en compañía de estos hombres –todos ellos varones de pocas palabras, abuelos ya, cada uno con su historia – ha sido una experiencia extrañamente intensa. Para ellos la travesía es un tránsito de ida y vuelta que dura un total de tres días, algo que han hecho en innumerables ocasiones, una rutina más de su vida.

 

Rosita me habla de un terrible vendaval que derribó muchos árboles antes de que los pescadores llegaran a la isla. Uno de ellos aplastó la mitad de su casa, me dice, señalando la estancia contigua al comedor. Le pregunto por el tsunami que devastó la Bahía de Cumberland en 2010, y me explica que cuando la ola llegó a Selkirk tenía más potencia que cuando alcanzó Más a Tierra. Pero como golpeó la Isla por detrás, y allí no hay nada, sólo la pared de roca, no nos percatamos aquí en la quebrada.

 

Llaman a la puerta. Es Brian, uno de los nietos de doña Rosita. Tendrá unos veinte años. Es fuerte, no muy alto. Lleva un sobre en la mano. Yaya, carta, le dice. La mujer se la guarda en el bolsillo del delantal. Brian vuelve a salir y regresa con una enorme caja de cartón, llena de víveres que acaban de bajar de la lancha. El tiempo que estoy allí vuelve cada poco con otra caja. Son todas igual de grandes y pesadas. La Abbe Müller sólo trajo cosas para mí, dice Rosita, sonriendo. Doy pensión a los que no tienen dónde ir, explica. Aquí los hombres trabajan todo el día y no tienen tiempo para cocinar.

 

11:20 am

 

Estuve observando la recogida de las barcas, cómo tiran de una soga que sigue una trayectoria fija desde la boya hasta la orilla. Me gustaría escribir así, sin poder volver atrás para corregir.

 

Oigo golpes de martillo y el ruido de una sierra junto a la casa. Yimi haciendo un barquito de madera. Por detrás de él, en el dique, unos pescadores reparan los tablones de una barca de verdad. Suba donde Rosita, me insta Yimi. A las 5 se sirve el once –un té con panecitos, explica. Como ve que dudo, me sugiera que vaya a ver a Rino. Todo el mundo insiste en que me acerque a verlo, de modo que decido hacerlo.

Rino es el presidente de la comunidad de Selkirk, además del portador de todas las historias. Vive en una casa grande, en medio del poblado. Está sentado delante de una mesa grande. Tiene 58 años, barba crespa, gafas de metal, redondas, levemente coloreadas, y una melena larga y lacia, alrededor de una calva que empieza a ser muy prominente. ¿Cómo está? pregunta, estrechándome la mano con las suyas. Pase, no más. Tome asiento. Te estuve observando, dice, pasando del usted al tú. Lo mirabas todo, pero nadie te saludó, como si no estuvieras ahí.

Siguiendo una indicación suya, dejo la bolsa de dulces que llevé conmigo para los niños de la Isla encima de una mesa. En Más Afuera viven 70 personas que pasan allí 8 meses al año, de septiembre a mayo. Me enseña la carta de un riojano que pasó hace unos meses por allí. En la carta hay un poema cursilón lleno de referencias a Don Quijote y la soledad, dedicado a él por el remitente. Anoto su nombre, por si algún día decido hacerle una visita. Rino tiene una biblioteca bastante completa con libros viejos de colecciones españolas como la Biblioteca de RTVE. También hay bastantes libros sobre la historia del archipiélago. Rino me habla de los mitos y leyendas de la Isla, pero apenas me cuenta nada que no sepa.  

En tiempos, Selkirk fue un lugar de confinamiento. Las casas, mucho más sólidas que las de los pescadores, eran de piedra. Hoy se conservan los restos. Rino tiene mucho interés por que las vea. Me cuenta que de niño vivió en una de ellas. Me la muestra orgulloso.

Luego de visitar las prisiones de piedra, Rino me pide que lo acompañe a ver al tesorero, porque tengo que pagar por estar en la Isla. Es un cobro un tanto confuso. Cuando lo comenté en el comedor, todos me dijeron que no habían oído nunca nada semejante. Prefiero no hablar demasiado de eso, ni de nada. No quiero hacer preguntas ni indagar en sus vidas. El tiempo que esté en la Isla dejaré que sean ellos  quienes hablen, si desean hacerlo. Curiosamente es lo que harán. No todos, por supuesto, pero muchos de ellos se acercarán a mí para contarme sus historias cuando me vean escribiendo en el cuaderno.

El tesorero está en una casa muy amplia, situada un poco por encima del resto del poblado. Dentro hay un grupo de unas ocho o diez personas, todas jóvenes, bebiendo pisco, que ha llegado en la Abbe Müller. Tienen un equipo de sonido bastante potente, activado por un generador.

Rino me pregunta si quiero bailar y todos le ríen la gracia.

Difícil calibrar cómo son quienes viven aquí. Algunos son muy francos y abiertos. Otros muestran una cerrazón que tiene algo de hostil.

Rino me presenta al tesorero, Tiki.

Nos conocemos, dice, sin levantarse del cajón de madera donde está sentado.

Por la mañana, nada más llegar, me eché un momento en mi cuarto y unos minutos después alguien aporreó en mi puerta. Adelante, dije, y me senté al borde de la cama. Era él.

Me dicen que trae una carta para mi esposa.

Está dentro de la bolsa, contesto. La mujer que me la dio, la dueña de una tienda de ropa a quien no conocía de nada, había sellado la bosa con un cierre de plástico que sólo se podía abrir rompiéndolo.

¿Y ahí qué hay?

Creo que ropa.

Ya. Permiso, dijo cuando le di lo que buscaba, y se fue.

Los jóvenes me ofrecieron pisco, amablemente, pero decliné porque, salvo el primer día, desde que llegué a Más a Tierra no he querido beber.

Cuando salgo de la casa, algunos me acompañan. Uno es Álvaro, un chico muy joven y agradable, hijo de Rino. Es el dueño de la casa, que aún está a medio construir. Afuera, tirados en la hierba, hay algunos elementos que tiene intención de ir integrando poco a poco en la casa: un lavabo, la base de una ducha, tuberías. Días después, cuando llegue el Antonio, recibirá un lavaplatos muy aparatoso, de misteriosa utilidad en un lugar como Selkirk, sobre todo teniendo en cuenta que Álvaro no cocina.

El hijo de Rino tiene una melena negra, larga y ondulada, idéntica a la del Jesucristo que lleva estampado en su camiseta, a quien de hecho se parece bastante.

Me llamo Gerald, pero me conocen por Pichón, dice sonriendo un chico con aspecto de adolescente. Tengo 17 años, y soy el pescador más joven de la Isla.

Le pregunto dónde me aconseja que me vaya a pasear.

Al Papal, contesta, con convicción, señalando un cerro que cae en picado sobre la casa.

Subí por un camino muy empinado, desde el que se domina el pueblo. A mitad del primer tramo hay un eucalipto de tronco muy grueso, blancuzco y seco. Parece el hueso de un dinosaurio de tamaño imposible. Tras un laborioso ascenso en zigzag se pierde la vista del poblado. Seguí subiendo, hasta estar lejos de toda presencia humana. En lo alto del cerro me quedé mucho tiempo solo, contemplando la infinitud del horizonte y después seguí paseando por las zonas altas más cercanas al poblado. Cuando mucho tiempo después inicié el regreso, al doblar un recodo, divisé la silueta roja de la Abbe Müller, rodeada de varias barcas.

De nuevo en el poblado, volví a ver a mis compañeros de travesía. Me alegra haberme equivocado y que estén todos en tierra. Así podré despedirme de ellos. Estaban hablando con varios pescadores, en la boca de uno de los rincones más misteriosos del poblado, un callejón flanqueado por unos almacenes decrépitos de madera, delante de cuyas puertas se acumulan cajas, bidones, trampas de langosta y toda suerte de cordajes. Eduardo no estaba con ellos. Lo vi un poco después, calafateando su barca en el varadero.

 

Últimos momentos de luz. Ahora sí que sé lo que es dejar de que pase el tiempo sin medirlo. La excepción son las huellas que dejo en el diario, donde registro la hora a la que escribo, como si fuera una marca de agua.  Sensación de que la realidad está en otro lugar. Desde el muelle veo cómo se aleja la Abbe Müller cambiando varias veces de sentido hasta enfilar por fin un punto del horizonte.

 

Por la noche Yimi llama a la puerta de mi habitación y me enseña una langosta que acaba de cocerla. Mañana se la llevo a Rosita para que se la prepare, me dice, sonriendo.

 

Isla de Más Afuera

Viernes, 11 de marzo de 2016

 

7:50 am

 

A lo largo de toda la noche me acompañó la luz del faro, que tengo justo delante de la ventana de mi habitación. En lugar de desvelarme, el destello me ayuda a dormir. Me he despertado antes del amanecer. Llevo 24 horas en Selkirk. Todavía  no se escucha el ruido de ningún generador. Considero la posibilidad de alargar mi estancia, pero si lo hiciera tendría que quedarme un mes más, cuando está previsto que venga la Tío Lalo. En la Isla no hay teléfono ni electricidad. Ni siquiera hay internet. La única comunicación con el mundo es por radio. En algunas casas hay placas solares, aún en período de prueba. Cuando estuve hablando con Iván Leyva en su despacho de CONAF, me dijo que hay en marcha un proyecto de instalar placas solares en todas las casas de la isla. He dejado el ordenador en mi cabaña de Más Afuera. Por primera vez en muchos años voy a estar sin él toda una semana, escribiendo todo a mano en el diario.

 

Aunque los académicos lo hacen, y también muchos escritores de talento que se sienten en deuda con él, en realidad no se puede explicar del todo la grandeza de Robinson Crusoe. Su misterio está fuera de sus páginas. Pertenece a la insigne compañía de libros de los que mucha gente habla sin haberlo leído. Con Robinson Crusoe siento una extraña disociación que no sé cómo explicar. Me pasa con algunos libros. Se trata de algo que sentí con especial intensidad cuando leí los cuentos de Richard Ford. Años antes experimenté algo parecido traduciendo a Henry James y más recientemente con algún libro de Enrique Vila-Matas, no con todos. Algo sucede fuera del texto, en los intersticios que median entre los renglones que lo configuran. Se puede resumir el argumento, y lo haré aquí, a mi manera, pero el sentido final no depende de manera directa de la acción. Un joven alocado lo deja todo atrás para embarcarse. Tiene aventuras en lugares lejanos y tras un naufragio en el que desaparecen sus once compañeros se encuentra solo en una isla –en el libro se habla de otras dos que hay cerca de ellas–es decir que es un archipiélago como el del que forma parte Selkirk. Su barco está varado no muy lejos de la orilla y Robinson construye una balsa en la que va y vuelve del barco, haciéndose con vituallas y herramientas. Encuentra de todo, incluidas monedas de oro, que cuando tiene en su poder le hacen reflexionar sobre la falta de valor que tienen donde está. Crusoe se hace con toda suerte de adminículos y objetos, entre ellos armas, y los va transportando poco a poco a la Isla, que le parece un lugar horrible y hostil. Mata a una cabra, dejando desvalida a su cría, de la que se apiada, pero como se niega a alimentarse, también la sacrifica y se la come. Me gusta cuando hace una lista detallando todo lo bueno y lo malo de su situación, recapitulando acerca del sentido profundo de su soledad. La prosa es clara y directa, de una pureza primordial. Pero sobre todo, la lectura me ha permitido adentrarme en el corazón del mito. Esto es algo muy sabido, pero que hay que analizar bien. El viaje de Franzen y de toda la larga estirpe de escritores que lo precedieron responde a la necesidad de intentar atrapar algo que Defoe logró aislar y que anida en lo más profundo del ser humano y que nos fascina a todos sin excepción. Esto que nadie lograría dibujar después con la fuerza que lo hizo Defoe es lo que hechizó a Tournier, a Coetzee, a Virginia Woolf y a todos los escritores que han ido tras sus pasos, añadiendo sus respectivas lecturas del mito. Varios llegaron físicamente hasta la Isla en la que estuvo realmente el hombre cuya historia inspiró la novela de Defoe, y algunos como Franzen o González Rojas (de quien después hablaré) llegaron incluso a Más Afuera. El sentido de ir a la Segunda Isla, donde nunca estuvieron ni Selkirk ni la criatura creada por Defoe, es alcanzar una forma aún más radical de soledad, contemplando la inmensidad del horizonte, el mar en la infinitud de su luz centelleante en compañía de los dioses.

 

Dejar que el día se deshaga en esa sustancia que llamamos tiempo. Me gustaría alargar mi estancia aquí, porque no habrá ya otra ocasión de volver. De vez en cuando miro el reloj y pienso en la Abbe Müller calculando cuántas horas de navegación le quedan para llegar a la otra isla. Abbe Müller, Abe Müller, decían con insistencia por la radio durante el almuerzo, una y otra vez, para asegurarse de que todo va bien con la travesía, pero no hay respuesta. Rosita explica que Ernesto es así, que nunca contesta.

 

Cosas que me impresionan: el silencio de las mujeres, el haber ido tan atrás en el tiempo. 

 

Buena navegación, buena narración. Me pregunto cómo serán las historias que narre durante el resto de viaje. Recopilar historias del mar. Lo que han atado a todas horas los distintos personajes.

 

Tengo que trabajar en la estructura de la obra en curso.

 

Mi idea de literatura es romántica en el sentido primigenio del término.

 

Grandes dificultades imaginando la novela

 

En un lateral del pueblo hay una construcción de madera de grandes dimensiones. Es la escuela. Delante hay una esplanada grande, de tierra, la cancha de fútbol. El conjunto recuerda el fuerte de una película del Oeste. Los niños de la isla no tendrán colegio hasta que llegue la maestra, a bordo del Antonio. La Isla está llena de moscas y los gallos cantan a todas horas, sin venir a cuento. Hay dos islas más, muy alejadas de ésta, San Ambrosio y San Félix, las Islas Desventuradas, que también descubrió Juan Fernández. Son buenas para la pesca, pero mucho más aciagas para vivir en ellas. Ni siquiera tienen agua. Dos veces al día surca el cielo un avión que va a la Isla de Pascua. El hecho de que resulte tan fácil llegar a ella merma infinitamente su misterio.

 

Selkirk es para mí el nadir de mi huida del mundo. En esta isla la soledad tiene un sentido superior, sin duda alguna, al que tiene en Más Atierra. Sólo que cuando se llega aquí uno se tropieza con otra realidad, la de los hombres que aquí viven. Símbolos inquietantes, como la imagen del santo que mira al mar, las cruces de fierro negro de los cementerios que están en los cerros; las que hay en las rocas, apenas a unos metros por encima del mar, y que fue una de las primeras cosas que vi desde la lancha, junto con las dos barcas que quedaron varadas entre las rocas. 

 

El día lo estructuran las comidas en casa de Rosita. Hay 8 plazas en el comedor. A veces estamos todos y se habla mucho, pero también hay momentos, a veces muy largos, en los que nadie dice nada, hasta que a alguien le da por contar cualquier anécdota. Durante muchos años trabajé en embarcaciones gallegas, atuneros de 400 toneladas, me dice de repente Fernando, a quien llaman Almanduco, después de lo cual todo el mundo se vuelve a callar. El silencio es distinto cuando se está en altamar, me explicó Roger Alambert, que ahora vive en Más a Tierra pero pescó durante muchos años en Selkirk. Aunque somos dos en la barca y a veces pasamos doce horas juntos apenas nos hablamos. Supongo que eso es lo que la gente quiere decir cuando habla de estar con uno mismo, añade. Sobre todo cuando pasábamos la noche en el mar. Antes poníamos una carpa en proa para dormir, turnándonos.

 

A todo el mundo que ha estado alguna vez en Selkirk le cambia la expresión cuando se le habla del lugar. Jesús, el hijo de Yimi, que tiene 18 años, aprovecha los días que está aquí con su padre, para salir de pesca con los demás. Hablando con él me dijo que su sueño sería quedarse en Selkirk toda la temporada. Al día siguiente de volver de Selkirk, me crucé con Jesús delante del Varadero. Un niño de unos seis años que seguramente no lo había visto desde que se fue a la otra isla con su padre, se cambió de acera cuando lo vio y abrazándose a su pierna le dijo: ¿Cuándo nos vamos a Más Afuera?

 

Hoy, a la hora de la siesta, el único ruido que se oía es el que hacía Yimi mientras aserraba madera. Hace maquetas de barcos. En la casa de CONAF hay uno, y otros dos en las de Rino y su hijo Álvaro. Hoy construyendo unas papeleras para la escuela. Cuando le pregunté me dijo que su mujer vive en el Continente. Estamos divorciados, pero somos amigos. Los tres hijos de la pareja están con él en Selkirk, Thiare, la menor, que tiene 13 años, y Jesús, viven en la casa de investigadores. Yimi tiene otro hijo, Germán, que viene a vernos de vez en cuando, pero no vive con nosotros. El nombre real de Yimi es Guillermo.

 

El Capitán pasa por delante de donde estamos, camino del callejón de los almacenes misteriosos. Nos dice que va a construir una trampa de langosta para entretenerse, ya que hoy no hay trabajo. Ayer me mostró cómo funcionaba una y son muy ingeniosas. Colocan la carnada sujeta por un alambre encima de un brocal de plástico azul y los crustáceos caen dentro de manera imperceptible. Me acerco por el callejón al final del día y le pregunto por la trampa. Muy orgulloso me la muestra y me pide que le haga una fotografía junto a ella.

 

Danilo, Ernesto y Miguel regresaron ayer a la otra isla con la lancha cargada de langostas. La de Ramón Salas es una de las tres compañías que se ocupan de comprar todo lo que se captura en Selkirk. De Juan Fernández las langostas viajan después al Continente, muchas veces en avión, y de allí a China y Japón, donde son altamente valoradas. El trabajo está bien pagado, dicen los propios pescadores.

 

Es viernes aunque aquí todos los días son iguales. La semana no se fragmenta en función del día que sea, es un continuo sin principio ni fin. Mido el tiempo como ellos, por aproximaciones. Calculo las noches que creo que pasaré aquí.

 

Dedicaré el día a escribir. Me inquieta el reto que me he impuesto de ir creando una novela. Tendré que ocuparme de los cuentos colaterales.

 

¿De dónde procede un empeño tan intenso como el que me ha hecho venir aquí? ¿Qué sentido tenía para mí hacerlo? Ésa es la razón por la que quiero hacer este proyecto. Porque sólo la ficción podrá justificarlo.

 

La Isla como prisión. Desde que llegué siento el peso del confinamiento, lo que significa estar aquí, el ahogo de que hablan a veces los pescadores. Cierta angustia también, marcada por la falta de dirección que tiene el paso del tiempo. El día se estructura alrededor del ritual de las comidas.  Se me escapen muchas cosas. Pienso en la gente que echo de menos, en el significado que tiene aquí escribir cartas y recibirlas, el milagro de que sea una necesidad real. Hay un gran silencio en la casa.

 

Mañana llega el Antonio. La vida del poblado se transformará cuando eso suceda.

 

Dejar que el tiempo fluya sin dirección, como la escritura que vierto en los cuadernos. El que tengo aquí es algo distinto. Lo que marca la diferencia es la relación con el ritmo de las horas. La extraña manera de estar forzosamente conmigo mismo. Tengo grandes deseos de pasear por las zonas altas de la Isla, aunque el guarda-bosques no me permitirá alejarme demasiado. El terreno es intransitable y ni siquiera hay caminos. Me conformaré con hacer incursiones hasta el límite de mis posibilidades físicas.

 

Compagino la lectura de Robinson Crusoe con la de Más Afuera, una novela naturalista de Eugenio González Rojas. Es de una retórica florida difícil de digerir, pero su lectura tiene aquí otro sentido. No es mi intención analizarla, sólo dejarme llevar por lo que hace sentir. Leo la edición original, que me ha prestado Rino. La publicó la editorial Nascimiento en Santiago de Chile, en 1930. Las páginas son de papel grueso, granulado, con trazos de color anaranjado, como si la hubiera oxidado el tiempo. La historia es muy truculenta, con escenas violentísimas. Algunas expresiones son muy vivas, como cuando habla de las raíces del sueño. En otro contexto probablemente la juzgaría con severidad, pero estando aquí su lectura cobra un significado muy profundo. Rojas estuvo aquí como preso político, mezclado con reos comunes, criminales de la peor calaña. Los retrata contra el fondo desaforado de la naturaleza, alternando la descripción de la belleza de la Isla con los peligros de los que es inseparable. Es una novela, pero todo lo que se narra en ella sucedió en realidad (¿entonces de qué hablamos cuando decimos que es ficción?) Su lectura, alternada con la de Defoe se ha adentrado en el diario, estableciendo un singular paralelismo con la pregunta que acabo de hacer: ficción y no ficción se confunden, siendo la ficción el reverso de lo que significa la palabra: una extraña variante de la verdad.

 

A mediodía di cuenta de una langosta, pero no la que me regaló Yimi, aunque se la llevó a Rosita para que me la preparara. No entiendo bien su reacción. Rino no  come con el resto de los pescadores. Se presenta en casa de Rosita con un perolo y se lo lleva a su casa. Un pescador preguntó si había comida para él y Rosita le dijo que no, aunque había sitio en la mesa. Al cabo de media hora volvió y esta vez se le dio acomodo y sustento, de modo que se me escapan los rituales. También los de esta bitácora, que parece tener sus propias leyes.

 

Después de un breve descanso en la Casa de Investigadores me adentré por la quebrada y conseguí llegar bastante arriba, aunque no alcancé a ver los paisajes sobrenaturales de que hablan quienes son expertos en escalar. En realidad, muchos son inaccesibles, por eso la expedición que se efectuará a finales de mes llevará drones para fotografiar ciertas partes de la isla. Algunos recodos tienen nombres bellísimos, como los bosques de neblina o las grutas de los duendes. Por la cortada seguí caminos solitarios, hasta que se desdibujaron. Hacia el interior me tropecé con

huesos blanquecinos de árboles y de animales. Me fijé en plantas, flores y pájaros que no sé nombrar ni he visto nunca. Vi algunos caballos sueltos. Subí hasta que el camino se hizo intransitable. El regreso me resultó más dificultoso que la ida. Cuando llegué al pie de la quebrada y vi las primeras casas con el mar cortado en forma de V, el día se va empezaba a alejar hacia poniente.

 

Me crucé con Eduardo, que me saludó melancólico, o eso me pareció. Los marineros se quejan mucho de la falta de mujeres. Hoy no subió ninguno de los jóvenes al comedor, excepto Ernesto, que es muy silencioso y de hábitos muy regulares. Estaba en la barca que me vino a buscar. Es un chico joven, de porte erecto, que mide más de 1.90 y se recoge el pelo en un moño alto. Es serio, trabajador y durante las comidas es raro que llegue a decir nada. Es un niño muy ordenado, dice Rosita, con afecto. Nunca se pierde una comida. Aparte de él, sólo los viejos cumplen.

 

Los primeros en llegar al comedor solemos ser Claudio, el Capitán y yo.  Claudio tiene la cara redonda y renegrida, y el Capitán, como no puede dejar de ser después de Melville y Stevenson, tiene una pata de palo, la derecha. Antes de contarme cómo perdió la pierna, se remanga el pantalón, como si quisiera impedir que ponga en duda la veracidad de su relato. El cuarto en llegar suele ser Ramón, un anciano de pelo blanco que nunca dice nada, hermano de Rosita. Rosita se queja de que algunos de los pescadores más jóvenes se demoran en pagar la pensión que les da, lo cual dificulta mucho su tarea, porque tiene que comprar las provisiones. Otro problema es que muchas veces le dicen que van a ir a cenar y después no se presentan, o al revés. La cuestión de la disciplina es muy difícil de resolver. A veces, como ocurrió ayer, cuando la Abbe Müller volvió a surtir la isla de alcohol, se pasan la noche bebiendo y al día siguiente no se presentan a trabajar. Hoy ha habido partido de fútbol, el Colo-Colo jugó contra un equipo brasileño. Empataron a cero. Buen partido, sentencia el Capitán. Colo-Colo, me explica cuando le pregunto qué quiere decir el nombre, es el nombre de un cacique mapuche.

 

El Capitán perdió la pierna derecha en un accidente. Se le cayó encima un motor de bencina y le seccionó los dedos. Cuando la herida cicatrizó, no me dolía, pensé que todo estaba bien, pero la gangrena no tardó en aparecer. Apenas se le nota al caminar, solo cuando sube o baja escaleras. El Capitán me cuenta la historia del hermano de Ramón y Rosita, que se despeñó de un cerro. Lo ató a su barca y lo trasladó en su simple hasta la otra isla, pero cuando llegó había muerto. Ramón y Rosita escuchan la historia sin decir nada.  

 

Vuelvo a la lectura de Robinson Crusoe, a su lucha con la soledad (¿qué sabía Defoe de una experiencia así?), a sus encuentros y desencuentros con algo que él llama dios. Me intrigan los estupefacientes que ingiere, como cuando mezcla tabaco de mascar con ron. Me gusta mucho cómo estructura su diario. Las entradas son muy irregulares, a veces muy cortas: Una sola línea para dar cuenta de lo acaecido en todo un día, o incluso para explicar lo que ha hecho durante muchos días, resumiéndolos de golpe, de una sola vez. Cuando vuelva a Más a Tierra leeré los prólogos de Cortázar y Coetzee. Y el de Virginia Woolf, que no pude leer el año pasado. Coetzee también lo tradujo. Coetzee escribió una novela, en lugar de un ensayo, Foe. Me encantó. Cuando vaya al Continente buscaré Viernes, de Tournier. También Muriel Spark tiene un Robinson. Y Eco escribió sobre él… Y tantos otros en los que ahora no caigo (Rousseau…).

 

 

LAS REGLAS DEL JUEGO

 

1. Esto no es una novela por entregas, aunque como parte del proyecto escribiré un capítulo asociado a un lugar por mes, empezando por marzo, que está a punto de acabar.

 

2. Publicaré el capítulo en el estado en que se encuentre, independientemente de lo incompleto o imperfecto que sea su estado.

 

3. “La estela de Selkirk”, que voy publicando aquí sólo estará en la red los seis meses de duración del experimento, debiendo desaparecer definitivamente en septiembre. Después seguiré trabajando el / los texto(s) con la idea de publicarlo(s) en papel. 

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