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La isla de Selkirk, 5

Selklirk, 11 de marzo de 2016 (continuación)

 

 

Algunas cosas que hice ayer.

 

1

 

Dos incursiones al interior de la isla –aunque sé que los lugares más bellos y misteriosos son para mí inaccesibles. A media mañana me adentré por la quebrada hasta que el camino se hizo impracticable. Por la tarde subí a un altísimo promontorio por un abrupto sendero en zigzag, excavado en su día por los presos. Pasé por delante de los dos refugios construidos en previsión de un posible tsunami, uno por el CONAF y el otro por la comuna. Cuando llegué a lo alto del cerro, me quedé mucho tiempo contemplando la perspectiva inmensa del mar. Las lanchas del poblado de Las Casas faenaban en la distancia. Hoy tal vez vaya a ver los dos cementerios de la isla, el que está entre las rocas, a ras de las olas, y otro que está en una llanura elevada, entre las quebradas, que los marineros más viejos me dijeron que fuera a visitar para ver las cruces de hierro.

 

2

 

A mediodía me crucé con unos pescadores jóvenes que habían capturado unos atunes. Rosita preparó uno para el almuerzo de hoy. Vinieron nueve comensales, uno más de los que le gusta tener. Fue un encuentro algo agitado. Primero hubo una disputa entre los viejos y los jóvenes. Ramón, que nunca abre la boca, retó al hijo de Rino, reprochándole que él y sus amigos se hubieran emborrachado con los licores que había traído la Abbe Müller, como consecuencia de lo cual muchos no fueron a trabajar. La discusión se interrumpió cuando escuchamos por la radio de Rosita una conversación entre una enfermera que viene a bordo del Antonio y la abuela de Yolanda, una niña de 2 años que desde hace tres días tiene fiebre alta, vómitos y diarrea. En la isla no hay médico ni enfermera ni farmacia. Cuando las dos mujeres dejaron de hablar y Rosita puso el receptor en stand-by, Fernando el Almenduco empezó a contar anécdotas de los atuneros gallegos en los que se embarcó hace años. Todavía recuerda cómo se llamaban: Argos, Harpón, Florinda González. Me pregunta por qué nos gusta tanto blasfemar a los españoles, y repite las blasfemias que decían a bordo, mientras los demás se ríen. El receptor de radio se vuelve a activar. Es la enfermera que hace preguntas acerca de los síntomas de la niña. Si no mejoran, tendrá que volver a Juan Fernández a bordo del carguero. Los hombres se vuelven a callar y cuando se interrumpe la comunicación, toma la palabra el Capitán. Dirigiéndose a mí, ya que los demás han escuchado muchas veces la historia, habla de los cinco viajes que tuvo que hacer en solitario para transportar heridos o enfermos. La parte que más le gusta de su historia tiene que ver con la precaria brújula que construyó con sus propias manos para orientarse durante la larguísima navegación.

 

3

 

Antes de que anocheciera, fui a ver al presidente de la comunidad. Estaba algo torcido y no tenía demasiadas ganas de hablar, aunque me recibió. Con cierto cansancio, sacó de su biblioteca los dos volúmenes de La historia verdadera de la isla de Robinson Crusoe (1883), de Benjamín Vicuña McKenna, y un poco por compromiso, leyó en voz alta pasajes en los que el autor habla de Selkirk, demorándose en el recuento que hace de los naufragios acaecidos frente a sus costas. La isla se traga un barco al año, dice tras enumerar una larga lista de naufragios, dando los nombres de los barcos y las fechas en que se hundieron. Oyéndole recitar aquello, pensé en los lugares a los que sabía que no podría ir, dada la dificultad que entraña acceder a ellos, y le pregunté si me podía mostrar alguno de los mapas de la isla que me comentó que tenía la primera vez que fui a verlo, nada más llegar, pero no recordaba exactamente dónde los podría haber guardado y le daba pereza ponerse a buscarlos. Al cabo de algo más de media hora me despedí. Al salir de su casa me di cuenta de que se me había olvidado traer la linterna que me había prestado Magdalena Labbé en Juan Fernández, diciéndome que bajo ningún concepto saliera sin ella por la noche, pues el terreno del poblado no sigue ninguna clase de trazado y está lleno de toda clase de desniveles, agujeros y obstáculos con las que es muy fácil tropezar y romperse algo. Hacía una noche sin luna y la oscuridad era total. Que la luz de mi casa ilumine tu camino, me dijo pomposamente Rino y dejó la puerta abierta de par en par durante unos minutos, a fin de que pudiera ver siquiera un tramo. El resto lo tuve que recorrer a tientas, por temor a caerme en alguna hondonada.

 

*** 

La silueta del Antonio se hizo visible en el horizonte poco después de las 8 de la mañana. Desde ayer hay una gran expectación por su llegada. Rosita nos pidió que fuéramos temprano a desayunar. Subí a las 8 y media. Había mujeres quemando basura en bidones de metal oxidado, igual que ayer al anochecer. El Antonio tiene matrícula de Puerto Montt, aunque su base está en Valparaíso. Efectúa cuatro viajes a lo largo de la temporada de pesca, por eso cada vez que viene a la Isla su llegada supone un gran acontecimiento. Mañana se detendrá toda la actividad y el pueblo entero bajará a la caleta para recibirlo.

 

*** 

 

9.15 am. El sol hiere con fuerza la superficie del agua. El Antonio acaba de echar el ancla. Está fondeado de costado, ligeramente escorado, con la popa un tanto hundida, por algún desequilibrio de la carga, supongo. Dentro de la caseta de color verde situada en el vértice superior del varadero, Nino, el guarda-parque, activa el generador, poniendo en marcha el mecanismo que tira del grueso cable de metal que sirve de guía a las embarcaciones. Empujados por los hombres, un total de cuatro botes se desliza sobre el cauce de troncos de madera, hasta entrar en el agua e ir al encuentro del buque, sorteando las olas, que hoy rompen con fuerza. Aparte de la carga, que incluye toda clase de materiales, en el Antonio vienen 25 pasajeros, muchos de los cuales regresarán en él. Sólo unos pocos se quedarán hasta que llegue la siguiente lancha, dentro de un mes; el resto seguirá hasta el final de la temporada de pesca, cuando el Antonio venga a desmantelar el poblado a finales de mayo. Entre los pasajeros que se quedarán aquí solo unos días hay tres trabajadores de OIKONOS, la organización que dirige Peter Houdun, a quienes conozco de vista. Los tres se alojarán en la Casa de Investigadores de CONAF.

 

El poblado entero ha bajado a la caleta, incluidos los perros, que observan todo lo que ocurre con atención. Los niños y la mayor parte de las mujeres se sitúan a la izquierda del muelle, junto al faro. Los hombres están en el embarcadero o en el muelle de la izquierda, del que parte el callejón donde están los misteriosos almacenes. Todo el mundo tiene claramente definida su función para ir recibiendo la carga, aunque por el momento sólo tendrá lugar el desembarque de  pasajeros. Observándolos, me doy cuenta de que conozco a todos los habitantes de la isla por rostro, figura o nombre. Algunos me profesan muestras de aprecio. Otros mantienen las distancias, aunque cada vez menos. Todos están emparentados entre sí, o para decirlo con las palabras de Jesús de Rodt, uno de los hijos de Gimi: “En las islas todos somos primos.”  Rosita está al otro lado de la caleta, delante de la casa de Rino, muy emocionada porque en el barco vienen sus tres nietos, a quienes no ve desde que empezó la temporada en septiembre, hace ya seis meses. A mi lado una niña grita: Mi hermano viene ahí. Thyare, la hija de Gimi, que nunca se levanta antes de mediodía, se despertó hoy muy temprano porque está impaciente por ver a su prima Isla. 

 

*** 

 

Enfundada en un mono de plástico amarillo, la figura alta y erecta de Ernesto destaca sobre los ocupantes del bote número 74, que se dirige hacia la caleta con los primeros pasajeros, un pequeño contingente de mujeres y niños. Desde el muelle la gente reconoce a sus familiares y los saluda a gritos. A fin de asegurar un desembarque estable, el bote se sitúa junto a una boya sujeta por una gruesa soga que empalma con el cable de metal que sale de la caseta desde donde se dirige la operación de desembarque, que no es fácil. Las olas embisten por detrás a las embarcaciones, elevándolas hasta que alcanzan una posición casi vertical, de la que caen después en picado para recibir casi inmediatamente el embate de la siguiente ola. Tras mucho esfuerzo, los botes llegan por fin a los troncos del varadero donde muchas a veces la ola que los empuja hacia allí cae encima de los pasajeros, empapando el interior de la barca. Incapaces de contenerse, los familiares bajan hasta el dique y saltan por la borda para abrazar a los recién llegados y recoger el equipaje. La barca número 85, Playa Larga, aguarda junto a la boya la señal de que se puede iniciar el arrastre hacia la orilla.

 

El segundo y el tercer bote alcanzan tierra sin incidencias. El cuarto y último es el de Eduardo Retamales, mi compañero de travesía, que estuvo calafateándolo ayer. Cuando llega, desde la caseta de remolque se anuncia que el desembarque de pasajeros ha terminado, pero alguien dice a voces que a bordo quedan un adulto y un niño y la barca regresa a recogerlos. Cuando llega a la dársena veo que el adulto era Christian, de extraña sonrisa, novio de Erin, una californiana que trabaja para una ONG dedicada a la conservación de la naturaleza. Cuando su barca entró en la rada, las olas la lanzaron con fuerza contra las paredes negras del muelle, sin mayores consecuencias. Entre los que han ido llegando estaba Gabriel, el monitor de langostas, que tenía que haber viajado en la Abbe Müller conmigo. Desconozco las razones porque no lo hizo, tal vez Ramón Salas no quiso que yo perdiera mi plaza, o tuvo que hacerle sitio a Retamales. Entre los pasajeros que han llegado estarán la maestra y la enfermera. Me imagino a esta última yendo inmediatamente a ver a Yolanda, la niña enferma. Cuando vuelvo a la casa está llena de gente. He perdido la intimidad que he tenido estos días. Me refugio en el camarote. Hay otra cama, pero no se la asignan a nadie, a fin de que pueda leer y escribir sin que nadie me moleste. Al cuaderno que empecé el año pasado le quedan muy pocas páginas en blanco, que calculo que durarán hasta que vuelva a Juan Fernández.

 

Selkirk, 12 de marzo

 

Oigo el estruendo del mar, el canto de los gallos, las voces de los hombres que se han instalado en la cabaña. Desde la ventana veo los columpios donde juegan los niños. Amapola, de 6 años, rubia, de rostro agraciado, se pasea sola. Un poco más lejos hay un grupo de adolescentes, entre las que está Thyare, que juega con su prima, Isla. La resaca es muy fuerte y con toda probabilidad hoy no será posible efectuar la descarga de mercancías. Mido el tiempo con un principio de desesperación, leve aún, pero creciente.

 

*** 

 

Terminé Más Afuera. La novela es violentísima. La intención del autor es hurgar en las raíces del mal, pero lo hace de manera exagerada. Supongo que las cosas no pueden ser de otro modo estando en una prisión. Veo las casas de piedra del presidio desde el zaguán de la casa. Rojas convivió en ellas con violadores y asesinos y los crímenes de los que da cuenta ocurrieron de verdad. Le gusta regodearse en los detalles escabrosos, demorándose en la descripción de escenas que hace aún más truculentas de como debieron de serlo en realidad. Algunas son difíciles de olvidar. Uno de los prisioneros que estuvieron con él le contó cómo sació su apetito sexual con una cabra. La novela describe el episodio como si fuera ficcional. Al penetrar a la cabra, escribe Rojas, el hombre le desgarró las entrañas. Después la destrozó a cuchilladas y arrojó el cuerpo sin vida por un precipicio. Otro de los prisioneros cumple condena por haber clavado una lezna de hierro en el vientre de su mujer, que estaba embarazada de ocho meses, acabando simultáneamente con su vida y con la del feto. En otra escena González Rojas se recrea en la descripción de un encuentro feroz entre unos perros y unas cabras, ralentizando el momento en que los perros destrozan a dentelladas el vientre y el cuello de las cabras o la manera en que los machos cabríos destripan a los perros con la cornamenta. Al evocar el pasado de los presos la novela habla de su pasado en los barrios bajos de Valparaíso, incluyendo escenas de homosexualidad, que incorpora como si se tratara de una abominación. Con gran vivacidad describe actuaciones teatrales procaces, la vida en los prostíbulos y toda suerte de acciones criminales, como robos y delaciones, y las actividades del hampa en el remoto continente. La prosa es abrupta y desequilibrada y hay muchos hilos narrativos que el autor no se molesta en resolver. Aunque es consecuencia de su incapacidad, el efecto me resulta audaz y me hace pensar en ciertos planteamientos de la ficción contemporánea. La novela tiene una segunda dimensión, de un lirismo grandilocuente que contrasta con la violenta descripción de las acciones criminales de los protagonistas. Con una mezcla de emoción y cursilería, Rojas da rienda suelta a los sentimientos que provoca en él la belleza salvaje de la isla, del mar, de las nubes y del cielo; del horizonte y de la noche; de la sensación de angustia y aislamiento que se apoderan de él por estar encarcelado en un lugar tan remoto y reducido. Desgajado del mundo y ajeno a todo, Rojas siente que los prisioneros con los que le ha tocado convivir son víctimas del destino y de algún modo transmite la inquietante sensación de que las raíces del mal que busca y describe con considerables dosis de torpeza tienen algo de auténtico y el pensamiento es aterrador anidan en el interior de todo ser humano, por eso la historia incurre cíclicamente en ciertas atrocidades. El siguiente libro que leeré será Robinson Crusoe.

 

*** 

 

Cuando regrese a Juan Fernández habré estado una semana incomunicado. Estoy muy lejos de la ficción ahora. La escritura dicta por su cuenta el camino a seguir. No sé si conseguiré entregar a tiempo el primer capítulo de una novela que no tengo la menor idea de cómo será. Lo único que sé es que me gustaría ser capaz de imaginar seis capítulos en los seis meses de sabático de que dispongo.

 

El sentimiento de espera no es exactamente hastío ni desesperación, pero late dentro de mí con mucha fuerza.

 

*** 

 

Veo el Antonio a través del marco de mi ventana. Da la sensación de estar más cerca que durante la operación de desembarque. El carguero, con su casco de color verde, será mi compañía visual los próximos días. Todo indica que no va a resultar posible descargar la mercancía.

 

La gente que se ha instalado en la caseta me reconoce. Uno es sobrino de Danilo, uno de los pilotos que me trajo en la Abbe Müller. Acercándose a mí me pregunta: ¿Se acuerda de mí? Le digo que sí y vuelve a preguntar: ¿Cómo me llamo? Danilo, le contesto, como tu tío. El jefe de la expedición, Christian, de rostro renegrido y barba cerrada, me explica que han venido a Selkirk a recoger un repetidor de radio que envía una señal defectuosa. Tras organizar un poco el equipaje y ocupar las habitaciones, salen sin dilación hacia el lugar llamado La Cuchara, a tres horas quebrada arriba. Llevan una cámara muy buena para hacer fotos del paisaje. Son la gente de Houdun. Mi respeto hacia él y su trabajo no ha hecho más que crecer.

 

*** 

 

Hoy éramos muchos a la hora del almuerzo. Gabriel ha ocupado el lugar de Álvaro, que ha tenido que esperar. Dos de los nietos de Rosita han subido a verla. El marinero que trabaja con Eduardo se llama Óscar, y en su día fue un boxeador famoso. Está muy contento porque en el barco le ha llegado un DVD del célebre combate que libraron Fraser y Alí en el 74. Sergio, el hijo del capitán, me pregunta qué voy a escribir sobre la Isla y me cuenta historias de viajeros que llegaron otros años. El riojano que vino el pasado mes de noviembre ayudaba en las labores de desembarque. Algunos viajeros llegaban en sus propias embarcaciones, como un israelí que hizo un reportaje fotográfico de las partes más altas de Selkirk. Pasada la hora del almuerzo, hay grupos de mujeres merodeando en los muelles, acompañadas de sus hijos. Los hombres están reunidos en casa de Rino, discutiendo la situación del desembarque de mercancías. En una caseta donde viven varios pescadores jóvenes alguien pone un tema de rap hispano a todo trapo. Al cabo de unos instantes, la música se interrumpe de manera repentina. “Hasta mañana a las 8”, le he oído decir a alguien que acaba de salir de la reunión. El sol de la tarde cae con fuerza sobre el poblado. No hay descarga.

 

*** 

 

Acabo de regresar a la calma perfecta del poblado. Es gratificante verlo desde la altura de las profundas quebradas que agrietan su misteriosa y abrupta geografía. No está el buque frente a la rada –la caleta. Ha fondeado en un lugar más abrigado, la minúscula Bahía del Toltén, al otro lado de la Isla, para estar a resguardo de las fuertes mareas.

 

Después de comer – siempre soy el primero en llegar y el último en irme, porque no quiero perderme nada de lo que dicen – estuve un rato leyendo un libro que me ha prestado Rino en el que se recogen textos reciente sobre las islas. Me sorprende lo confusa que es la relación que hace Diane Souhami sobre la historia de Alejandro Selkirk. Souhami es autora de La Isla de Selkirk, libro que ganó el Premio Whitbread en 2001. Había quedado con el joven Gabo –Gabriel, 26 años–  en subir a un cementerio que hay en un cerro alto, entre dos quebradas. Cuando lo fui a buscar estaba durmiendo la siesta, pero al cabo de un rato me vino a recoger. Me dio recuerdos de Rocío Lafuente–me traje varias copias de su artículo, uno se lo di a Rino, que me dijo que no le había gustado. Los viejos del comedor me habían hablado de las cruces de hierro que hay en el cementerio del cerro e insistieron en que fuera a verlas, pero cuando llegamos no las vimos. O eran una invención o un recuerdo imaginario. Cuando los volví a ver y les dije que no existían se indignaron, diciendo que siempre habían estado allí y nadie se las iba a llevar. Gabriel me habla del tiempo que le queda en la isla, dos meses más –para él es poco aislamiento. Ha llegado a estar ocho –toda la temporada. Vivir aquí es como volver al pasado –dice. Las cartas vuelven a cobrar sentido aquí. Una carta tarda mes y medio en llegar al Continente, desde que el barco se las lleva –acepto lo que dice sin hacer cálculos.

 

*** 

 

Ato cabos: Nada más llegar a Juan Fernández, cuando aún no tenía la certeza de que alguien me llevaría a Selkirk, me tomé un café en el Mare Nostrum con Rocío y dos amigos suyos, un chico y una chica, los dos muy jóvenes. El chico era Gabriel, y la chica, Catherine, a quien Rocío tenía que entrevistar para el libro que está escribiendo sobre la isla porque vivió de cerca los acontecimientos del tsunami, al que sobrevivió de milagro. De Catherine hablé en otra entrega. Era la chica que bajó a la dependencia del puerto donde hay una terminal de radio para que la gente que tiene familiares en Selkirk pueda hablar con ellos. El día que Rocío entrevistó a Catherine la acompañó a la emisora. Yo fui con ellas. Al salir estaba llorando. Había hablado con su hija que está en Selkirk a cargo de su madre porque ella se tiene que ir a Santiago a estudiar y no se puede ocupar de ella. Cuando hablé con Gabriel en Selkirk me explicó que la niña que está enferma, Yolanda, es la hija de Catherine.

 

*** 

 

Gimi no, pero Christian y sus hombres son tipos rudos. En el diario a veces me refiero a él como Christian el Salvaje. Su fisonomía me resulta extraña e inquietante. Su rostro barbado aparece en una de las fotos del libro que me prestó Rino. Tiene una mirada inquietante, como su sonrisa, de dientes pequeños. Sudados, los hombres se sientan en la mesa a comer algo que no puede ser más tosco y sencillo: panes y quesos, ambas cosas duras, que acompañan con nescafé muy negro.

 

*** 

 

En el barco ha llegado gente que conozco del año pasado, como Brenda, la madre de Isla, a quien conocí al volver de la Plazoleta del Yunque, con Siggi, Francisca y la pareja de periodistas norteamericanos. Brenda hace unas curiosas artesanías con escamas o espinas de pescado, no consigo recordar qué materiales empleaba. Se escucha el estruendo de los generadores. Están desollando a dos chivos que han matado esta misma tarde. Uno de los cazadores se pasea con su rifle de mirilla telemétrica, orgulloso de su hazaña. Los perros observan con suma atención el ritual de la matanza. Wallace, el husky de ojos celestes que nunca se aleja mucho de la caseta del guarda-parques, ha bajado atraído por el olor de la sangre. El espectáculo me resulta muy desagradable y procuro evitarlo, aunque es muy cerca de mi casa. Unos pescadores que se han acercado al lugar donde trocean a los animales me muestran un cubo en el que hay varios peces sapo todavía vivos, mostrando sus dientes afilados. Su aspecto es repugnante. Se pueden comer, me dicen, riéndose. Son muy sabrosos. Por detrás de mi aparece Gabriel. Yolanda, la hija de su amiga Catherine, se encuentra mejor. No hace falta que la lleven a Juan Fernández cuando vuelva el Antonio, me dice. 

 

*** 

 

Me resulta muy extraño estar tan alejado de todo. Siento una inquietud que no acabo de entender. No es deseo de volver, o si lo es, lo es de una manera aún muy mitigada, porque hay una certeza que se superpone a ello. Tengo perfecta conciencia de que cuando me vaya de Selkirk habré perdido para siempre algo que sólo se puede experimentar estando aquí, una sensación de soledad y lejanía que transforma mi relación con las cosas que mayor importancia tienen para mí, incluidas mis lecturas. Estando aquí sólo tiene sentido leer ciertos libros. Cuando me fui de Nueva York escogí con sumo cuidado los que quería que me acompañaran, al igual que hice con los materiales de escritura, a los que atribuyo un valor simbólico. Mi equipaje, al que GB se refiere como mi “despacho portátil”, se reduce prácticamente a eso. Cuando me vine aquí desde la otra isla lo reduje todo a un nuevo mínimo: un cuaderno, el mismo que dejé a medias el año pasado con intención de terminarlo aquí, un brevísimo tratado sobre la naturaleza del tiempo del que hablaré después, y dos libros que no traje con intención de disfrutar su lectura sino para estimular la imaginación asomándome brevemente a ellos. La única lectura real que me propongo llevar a cabo es la de Robinson Crusoe. Estando aquí me ha salido al paso Más Afuera, también una novela, pero se trata de algo que ha sucedido de manera totalmente fortuita. Lo de Más Afuera es verdaderamente extraño. Ni siquiera sabía que existía. Cuando leo el libro de noche, durante las dos horas de luz que hay gracias a que Gimi pone en marcha el generador eléctrico, tengo la sensación de que la isla me transmite directamente algo que a su vez captó el autor al escribirla. Es como si de algún modo el lugar tuviera el poder de cambiar la naturaleza misma de los libros, clasificándolos conforme a su relación con el entorno. Con las plantas y los pájaros ocurre algo parecido. Los naturalistas dividen sus especies en endémicas y exóticas, según sean originarias del lugar o vengan de fuera. Tanto si se trata de plantas, de pájaros, o de libros, las especies autóctonas son mucho más frágiles y para sobrevivir a veces se tienen que ocultar, como ocurre con el rayadito de Más Afuera, que vive a más de 800 metros de altura y Franzen nunca llegó a ver, aunque era uno de los motivos principales de su viaje. La novela de Rojas está impregnada del singular sentimiento de soledad de que hablaba antes. El caso de Robinson Crusoe es misterioso en grado sumo. Sin duda, se trata de una especie endémica y por eso cuando se lee aquí la experiencia es diferente. El milagro, en su caso, es que el autor consigue transmitir esa sensación indefinible en que consiste la soledad cuando se experimenta en estado puro sin haber estado jamás aquí, aunque la isla en que sitúa la acción es un lugar real. Desde el punto de vista de lo que yo sentía, cualquier otro tipo de lectura era impensable. Por decirlo de algún modo, mi sistema las rechazaba. Lo mismo ocurre con la escritura. Lo último que escribí antes de viajar a Juan Fernández fue mi reseña de Ciudad en llamas, No me dio tiempo a enviarlo desde Santiago, y cuando lo intenté hacer desde Robinson Crusoe me enfrenté a grandes dificultades, pero el problema mayor no era la precariedad de internet sino lo alejado que me sentía tanto de la novela de Hallberg, como de mi propio texto. Nada me puede parecer más irrelevante ahora.

 

 

El sentimiento de angustia que me hizo sentir la historia de Yolanda, la hija de Catherine, me ha hecho sentir deseos de escribir un cuento de terror, al estilo de la brevísima “Historia Terrible” que incluye Capote en Los perros ladran.

 

 

Más Afuera,

Domingo 13 de marzo de 2016

 

8:12 a.m.

 

De noche, cuando Gimi apaga el generador y dejo de tener luz, descorro la cortina de la ventana para ver el cielo. Los destellos del faro me adormecen y creo que de algún modo se adentran en mi sueños, interfiriendo en ellos. Me suelo despertar cuando está aún oscuro y la luz de Venus, que nunca sé cuándo ha aparecido, coincide con la del faro. A veces, en cuanto despunta el día, salgo al muelle a ver el mar, que tiene un aspecto distinto cada mañana. Hoy, cuando llegué a la caleta, la única persona que había era Claudio el Negro, como lo llaman aquí porque tiene la piel muy morena. Estaba haciendo arreglos en su barca, mientras escuchaba una ranchera. Me acerqué a saludarle, algo intrigado porque no sabía de donde venía la música. Sonriendo, señaló el móvil que llevaba en el bolsillo delantero de la camisa. Mi padre era mexicano, me explicó. Vino a Chile cuando tenía 25 años, pero no le puedo contar ninguna historia suya porque cuando se murió yo sólo tenía 6 años. Desde entonces, cuando lo menciono en el cuaderno, me refiero a él como Claudio, el Mexicano.

 

Del muelle fui al Callejón de las Langostas, seguí después paseando por la orilla y cuando llegué a un cartel que decía Zona de Peligro me senté en una roca. El Antonio apareció por detrás de un recodo de la costa y continuó lentamente su avance por la línea del horizonte, rebasando la altura del poblado, hasta que alcanzó una posición desde la que enfiló hacia el punto de desembarque.

 

 

Una espesa capa de nubes cubre por completo el mar, aunque en las zonas más altas se configuran mezclas de colores que me recuerdan los adjetivos de Homero, que hablaba de los dedos rosáceos de la aurora y del vinoso ponto. Las trampas de langosta flotan en el agua como manchas sin forma. En las rocas de la orilla, enfocadas por las potentes luces del Antonio, que mantiene aún encendidas, saltan pajaritos de especies que no he visto jamás. Entre dos nubes muy oscuras ha aparecido un nimbo trapezoide atravesado por los rayos solares, entre los que se cuelan los primeros azules del cielo. Un instante después, la esfera del sol se asoma sin obstáculos, iluminando el agua y la quebrada. Tras hallar una posición adecuada, el Antonio echa por fin el ancla. Todo está listo para que se inicie la descarga.

 

 

*** 

 

Desde que llegué tengo sueños muy intensos y extraños que suelo anotar porque creo que en ellos puede haber algo que no debo perder. Cuando los releo, algunos me parecen esbozos de relatos que obedecen a una lógica que se me escapa. En Robinson Crusoe, Defoe refiere varios sueños que me hacen pensar en su manera de jugar con la idea de ficción, en la manera imperceptible en la que pasa de un episodio de la vida real, la historia verdadera de Alexander Selkirk, a la invención pura que son las peripecias de su protagonista, un caso claro de cómo la ficción supera a la realidad. El libro nos traslada directamente a la esfera del mito, recreando una vida presidida por el signo de la aventura, algo sin lo cual, parece darnos a entender, la existencia carece de sentido. Una de las razones por la que el libro seduce a toda clase de lectores es que apunta a esta carencia sin hacer que nos sintamos fracasados. Su relato tiene tanta fuerza que innumerables escritores de primer orden se han apoderado sin pudor de su texto para contar la historia a su manera. Los casos que más me interesan son los de Tournier y Coetzee. A Coetzee la necesidad de fragmentar la narración le sale al paso en casi todas sus novelas. En Elizabeth Costello llega al extremo de dividir la página en tres secciones, cada una con su propio hilo narrativo. Buena parte de la ficción contemporánea apunta en esa dirección.

 

*** 

 

Hoy a la hora del desayuno los únicos comensales éramos Arón, el nieto de Rosita, que tiene 9 años, y yo. Relamiéndose de gusto, la criatura se zampó dos huevos fritos, en dos platos diferentes, uno detrás de otro. Le conté a su abuela que Gabriel me había dicho que se va a abrir de nuevo El Pangal, que tan gratos recuerdos le trae. Gerald el Pichón, de inquietos 17 años, llegó tarde, con cara de resaca.

 

*** 

 

La metaficción no existe. La metaliteratura es un engendro sin sentido.

 

(La prueba de que lo que digo es cierto es que cuando he escrito estas palabras en el ordenador el corrector automático las ha subrayado con una línea roja, alertándome del error. )

 

*** 

 

Ha salido ya del puerto la primera barca, con tres marineros a bordo que tiran de la soga que va unida al cabrestante de metal que llega hasta el muelle. Varias figuras observan los movimientos de la embarcación desde la cubierta del Antonio. En tierra, un marinero entra en el Callejón de las Langostas y desaparece en uno de los almacenes. El perrito que lo acompañaba se desentiende de él y se acerca interesado hasta la zona de rocas donde escribo, deteniéndose a la altura de un cartel que advierte del peligro que supone adentrarse más, como si supiera leer. Se oyen voces en la rada. Sale ahora la segunda barca, El popito, con Ernesto el alto y otros dos marineros a bordo.  

 

*** 

 

Isla y escritura. Mi proyecto es un intento de relacionar estos dos conceptos, aunque no sé durante cuánto tiempo me resultará posible sostenerlo. Pienso en la manera en que Eugenio González Rojas da el salto a la ficción a partir de algo que no lo es. Rojas era un prisionero político, pero lo encarcelaron junto a los presos comunes. Más Afuera cuenta cómo fueron las vidas de los reos, dentro y fuera del presidio de la isla. Es una novela, pero todo lo que se narra en ella ocurrió en la realidad. ¿Entonces es ficción o no lo es? Escribir estando en una isla. En Mallorca, Menorca y Madeira escribí largos segmentos de Aurora Lee, cuyos protagonistas acaban en el archipiélago.

 

*** 

 

10:45 am – Más de la mitad del pueblo está en La Caleta, pendiente de los movimientos de descarga. En el lateral izquierdo del muelle, detrás de la estatua de San Pedro, junto al faro, se ven grupos de mujeres con sus niños. Los hombres están al otro lado, en el muelle de la derecha, donde hay una compleja estructura de mástiles metálicos, jarcias, poleas y ganchos de hierro que los pescadores ponen en movimiento tirando de una larga soga. El Popito ha desaparecido al otro costado del Antonio. El Rosa Eliana, número 17, se encuentra muy cerca del buque, recogiendo carga pesada. En este mismo instante zarpa del lecho de troncos de madera que cubren las piedras del dique el Playa Ancha. Las primeras mercancías en llegar son unos bidones de plástico azul que llevan el logo de Mobil. En ellos viene el fuel necesario para activar los generadores de la isla. En un bidón veo escrito el nombre de Sergio Ruz, el hijo Capitán. Se llama igual que su padre pero las mercancías son para él, según me dijo ayer.

 

*** 

 

El título provisional de la novela es La estela de Selkirk. Escribiré el primer capítulo en Robinson. La estela me llevará después a Hydra, en Grecia, después a Lisboa y Berlín, al menos eso es lo que tengo en mente ahora. Hablando de esto con un pintor francés me dijo que por qué no escribía un capítulo en Islandia. Le dije que hace muchos años que sueño con ir allí.

 

*** 

 

Una día, almorzando en el comedor, se me ocurrió llamar al Capitán por su nombre, Sergio, y todos los que se encontraban allí en aquel momento protestaron… No, no, él es el Capitán, me reprocharon. Uno de los comensales, no recuerdo ahora quién, me contó la historia del mote.

 

Una mañana, después de atracar el barco en el que estaba enrolado como marinero raso, el Capitán se fue a dar una vuelta por el puerto y conoció a una chica que le gustó mucho. Se puso a hablar con ella y como a la chica también le gustó mucho él se pasaron juntos toda la tarde. Para impresionarla, le dijo que era el capitán del barco que había atracado en el muelle, un buque de mucha presencia. No mucho después se casaron y desde entonces todo el mundo le llama El Capitán.

 

Continúa la descarga. El Popito vuelve a hacerse a la mar. Una larga hilera de hombres tira de la soga, izando con cuidado la mercancía. Christian saca fotos de la operación. Desde la caseta que hay en la cabecera del dique, Rino vuelve a poner en marcha el motor que arrastra el cabrestante de hierro que llega hasta la boya. Es mediodía y el cielo está nublado. Acaba de llegar la barca número 122, Acuario, la última de las cuatro que participan en las labores de descarga. Entre grandes voces, la hilera de hombres se adentra casi hasta el fondo del Callejón de las Langostas, tirando de la soga para izar la mercancía más pesada y depositarla cuidadosamente en el muelle. Cuando se termina la operación todo el mundo se va a almorzar, dejando totalmente vacía la caleta.

 

*** 

 

Dos momentos de Robinson Crusoe que dejan al lector paralizado. El primero es cuando el protagonista escucha a su loro, Poll, pronunciar con absoluta claridad su propio nombre (la palabra que dice el animal es Robin, lo cual añade una dimensión de intimidad a la escena). Oír la voz humana después de tanto tiempo tiene algo de aterrador, pero a la vez es reconfortante porque aunque sea un vestigio, supone un reencuentro con lo que nos hace humanos, el lenguaje. El segundo momento, tal vez el más sobrecogedor de toda la novela, es cuando Robinson descubre la huella de un pie. Escuchar su propia voz, que es la que imita el loro, supone encontrarse consigo mismo, pero la visión de una huella humana significa la posibilidad de romper el sortilegio de la soledad. Es como escuchar un grito primordial, originado en el corazón de las tinieblas. La minuciosa descripción de la huella de un pie único, de la que se revelan los más nimios detalles, es escalofriante. Después de mucho tiempo a merced de un miedo del que no sabe cómo defenderse, un día Robinson descubre un puñado de calaveras y huesos humanos, restos de un festín caníbal. Sin dejarse arredrar tampoco por ello, el náufrago prosigue su viaje por el centro de la soledad. Cuando Viernes hace por fin su aparición, el libro se abisma en su dimensión más profunda. Viernes, cuyo nombre es la concreción de una forma del Tiempo.

 

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En el pueblo hay dos imágenes de San Pedro, prácticamente idénticas, una junto al faro, muy cerca del muelle de descarga, y otra algo más alejada, en el límite de la casa más cercana a la orilla, junto a un muro. La única diferencia es que a la estatua que queda más alejada del puerto, le falta una mano. Al volver del cementerio por la costa mientras la fotografiaba se acercó un halcón blindado y se posó en el muro, a un par de metros de donde me encontraba yo. Me sobrecoge ver tan de cerca un ave de aspecto tan noble y formidable. Moviendo grácilmente el cuello, el blindado ladea la cabeza para observar mejor mis movimientos. Con sumo cuidado, me acerco un poco más a él con intención de fotografiarlo. El animal se mantiene perfectamente inmóvil, indiferente a lo que hago, como si hubiera decidido posar para mí. Disparo la cámara varias veces y me alejo despacio, sin apartar la vista del animal, que sigue sin moverse, pendiente de mí en todo momento. Cuando me ve llegar a la puerta de la Casa, remonta el vuelo.

 

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3:30 pm – En uno de los artículos del libro sobre Juan Fernández que me ha prestado Rino, me encuentro la siguiente cita de Cortázar, tomada de “Adiós, Robinson”, una pieza dramática para radio, la única que escribió al parecer:

 

Juan Fernández no es una colonia, señor Crusoe, y somos perfectamente dueños de nuestros sentimientos. Como comprenderá, no podíamos negarnos a su visita, puesto que usted ha vivido en nuestra isla, y le ha dado un prestigio mundial, pero acaso no le extrañará saber que desde hace tiempo no permitimos la entrada a ningún extranjero.

 

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Ha salido toda la benzina y ahora están sacando la madera. Álvaro está con su padre, Rino, aprestándose a botar la barca número 88, Sofía. En popa, un perro que ha debido de divisar algo otea los confines de la quebrada. Al pasar por delante de la sede de la comunidad, Fernando el Almenduco me dice que ha recibido carta de su mujer, que está en Robinson. Me dispongo a seguir, pero con un gesto me da a entender que me detenga. Quiere que esté delante mientras la lee. Son tres folios, escritos con letra grande, azul. Cuando termina se da cuenta de que tiene la bragueta abierta. Claro, dice, subiendo la cremallera. Hace tres meses que no pasa nada. Por segunda vez, Fernando me habla de los lugares donde ha estado. Fui pescador de los 14 a los 28. En Robinson. A los 28 me embarqué. Hace un resumen diferente al del otro día, al hacer recuento de los puertos donde ha estado. Puertos de Inglaterra, Francia, España, África, Asia. En todas partes, presume, culeando, menos en los países árabes. Allí no hay nada que hacer con las mujeres. Tiene 63 años. Claudio se suma a la conversación, sonriendo. ¿Y tú qué quieres, Negro? le pregunta el mujeriego. Éste ya está listo para el cementerio, dice, volviéndose hacia mí.

 

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De manera completamente inesperada, me tropiezo con varios artilugios de escritura que creía haber guardado en el equipaje. Los busqué por todas partes y al no dar con ellos pensé que me los había dejado en Nueva York, pero estaban en un bolsillo oculto de la funda del ordenador. Uno es una Mont Blanc pequeña, con la que me produce un placer muy especial escribir, otro una estilográfica que me regaló Ignacio Vidal-Folch en la presentación de los Cuentos Completos de Doctorow, al que le he puesto un cargador de tinta color sepia. El hallazgo tiene para mí algo de mágico, como si fuera una señal.

 

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Nadie me llama nunca por mi nombre. Sin que yo les haya dicho nada, para todos soy el escritor. Varias veces me ha ocurrido estar escribiendo sentado en algún lugar del poblado y que alguien se me acerque a preguntarme: ¿Es usted el escritor? Sin mayor preámbulo, me cuentan su historia, que no empiezan hasta comprobar que tomo notas. Hace un momento se acercó a mí Óscar, el boxeador. Traía consigo un ajado álbum lleno de recortes de periódico con los momentos más importantes de su historia como púgil. Al repasar mis notas, veo que lo que ha hecho ha sido prácticamente dictarme una ficha con sus datos:

 

Óscar Ruiz González, nacido el 25 de junio de 1958, en Playa Ancha, vecino de Cerro Ancho, Valparaíso. Ejerció el boxeo profesional durante 14 años. Campeón de la Quinta Región en cuatro ocasiones. Subcampeón de Chile en 1978. Campeón en 1979, en la categoría de pesos livianos (hasta 60 kilos). Formó parte de la selección chilena. Gira por Argentina, Perú y Venezuela, durante la cual obtuvo el título de vice-campeón de la región en 1981. Derrotado por Patricio Carrasco, que mostró tener más técnica que él. Luchó en un total de 500 combates. A los 35 años se retiró después de perder con el Campeón panamericano, el recuerdo más amargo de su vida.


Mientras me daba esos datos me iba mostrando un álbum con recortes de periódico, muy amarillentos. Deteniéndose en las fotos, identifica a los entrenadores y seleccionadores que apostaron por él, a sus contrincantes y compañeros de equipo. Después de los recortes me muestra fotos sueltas, en blanco y negro, también muy ajadas. Se ríe al señalar algunas en las que sus amigos y él están haciendo “huevonadas”. Cuando cierra el álbum me dice que él es porteño de corazón y que se acuerda mucho de cómo eran antes las noches de Valparaíso. Después me habla de los buques albacoreros en los que navegó, y en otros que se dedicaban a la captura de especies como la merluza y la reineta. Es su primer año en Selkirk. Le habló del trabajo un pescador amigo suyo que vive en Juan Fernández. Cuando termina su relación me pide que le saque una foto. Es un hombre de aspecto rudo, muy moreno, con el rostro curtido que asociamos con el de los boxeadores que han recibido muchos golpes. Al ver su foto en el iPhone me hace gracia ver que posa como si estuviera en un pódium. Mira hacia la cámara con gesto desafiante, elevando la barbilla, con los pies firmemente plantados en el muelle, levemente separados. Para la foto se ha calzado unos guantes de goma, muy gruesos, que le dan aspecto de lo que verdaderamente es, un boxeador.

 

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Una vez más me pregunto qué significa Selkirk para mí. ¿Un punto de llegada en el tiempo de vida que me ha sido asignado? ¿Un límite que me acerca a la Muerte? Tal vez sea una casualidad, pero de los libros que cogí en Nueva York para traérmelos en este viaje, el único que me ha parecido que tiene sentido leer en Selkirk, aparte de las novelas que transcurren en Más Afuera y Más a Tierra, es un brevísimo tratado de Rüdiger Safranski sobre la naturaleza del tiempo.

 

Me tropecé con él hace ahora un año en la librería El Crack-Up de Buenos Aires y cuando vi que estaba editado en Barcelona la casualidad me pareció bastante llamativa. Después me lo llevé de viaje conmigo muchas veces, sin encontrar nunca el momento propicio para leerlo. Cuando hice el equipaje para venir a Selkirk, decidí traerlo y fue aquí, por fin, donde lo leí. No sé si la meditación de Safranksi es o no un punto de llegada. Recuerdo varias reflexiones sobre la naturaleza del tiempo, algunas bellísimas, como el segmento de Ada titulado “La textura del tiempo”. Uno de los momentos culminantes del libro de Safranski es cuando cita a Nietzsche (una de las lecturas más hermosas y profundas de mi vida fue el Nietzsche del autor de Ser y Tiempo, que tardé meses en leer). “Por falta de sosiego nuestra civilización se precipita hacia la barbarie”, reza la cita de Nietsche. Y añade: “Entre las correcciones necesarias que hay que llevar a cabo en el carácter está la de fortalecer en mayor medida el elemento contemplativo”. El ensayo se lee en un suspiro. Irónicamente, su lectura despertó en mí un anhelo de la nada que Safranski desdeña (o no alcanza a comprender) a diferencia de uno de sus maestros, Schopenhauer, quien entendió perfectamente la noción de vacío de los hindúes, por ejemplo. Ahí está precisamente la medida de lo que he venido a hacer. Se trata de un sentimiento elemental, de contornos muy precisos. Cuando el joven Gabriel me acompañó a pasear por las zonas escarpadas de la isla me dijo que venir a Selkirk era hacer un viaje al pasado. La explicación, quizá, es que Selkirk no es una isla en el espacio sino en el tiempo, una isla en el mar del tiempo.

 

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Ahora que los conozco me doy cuenta del intenso sentido de comunidad que hay en todo lo que hacen. Durante la descarga de mercancías no hay distinción de papeles. En este momento están todos acarreando los distintos materiales que han llegado en el barco. Algunos son muy pesados. Delante de mi casa los veo depositar grandes planchas de madera flexible, destinadas a la construcción de futuras casas. Eduardo Retamales está entre ellos, así como Christian y los dos hijos de Gimi. Toda la comunidad sabe quién soy. Cuando me cruzo con los niños me dicen Hola, tío. Los isleños también usan la expresión para referirse a mí. Hace un momento había varios obstruyendo el paso a la Casa de Investigadores y Gimi les dijo: Apártense para que pase el tío.

 

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El mundo llega aquí de otros modos. En mis primeras entregas hablaba de líneas de luz. Al final las apliqué también a las lecturas. Hay libros, la mayoría tal vez, que carece totalmente de sentido leer aquí. Un libro que hubiera sido bueno traer es La isla del tesoro. Otro (quizás) Los viajes de Gulliver.

 

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8:00 pm –Han colgado los cadáveres de los dos chivos que los cazadores mataron y despellejaron ayer a escasos metros de mi ventana, pero lo más sorprendente no es esta visión sino una escena que sólo alcanzo a escuchar. Unas niñas a las que no veo mantienen una larga conversación debajo de mi ventana. Sé quienes son, vienen con frecuencia aquí. Tienen, 6 años, pero se expresan con toda claridad. La conversación dura mucho tiempo, y la escucho fascinado. De repente alguien las llama y se van todas a la vez. Salgo de la casa y bajo hasta las enormes piedras redondas de la orilla, por las que no se cansan de decirme que es peligroso caminar. Con gran dificultad me acerco hasta el lugar donde se halla el cementerio. Pensé que sería otra cosa, pero lo único que hay son las dos cruces de madera que vi desde la Abbe Müller el día de mi llegada.

 

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Me fascina la idea de que sea completamente imposible comunicarse con el mundo. La gente de aquí tiene que esperar semanas para recibir carta de un ser querido que se encuentra a 93 millas náuticas de distancia. Creo que esa es la medida del tiempo que incorporó el joven Gabriel a sus cálculos. Independientemente de la posible inexactitud lo que cuenta es que el valor de las cartas es aquí real, tanto que ni siquiera precisan sello. No lo sabía, pero era ésa la carencia que quería subsanar y no sabía cómo hacerlo el pobre y triste Brian Morton, el jefe del departamento de escritura de mi college, novelista esclavo de un tiempo que tritura nuestras vidas. Es algo más que la soledad en estado puro y por eso el comentarista que incluye en su ensayo la cita de Cortázar (y en realidad, el propio Cortázar, aunque su intención era distinta) al abordar el asunto como si fuera un caso de imaginación colonizada. La paradoja estriba en que es la imaginación del ensayista la que está colonizada por la teoría literaria de turno que se cuece en los tristísimos departamentos universitarios de literatura.

 

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9:00 pm –última noche

 

Están preparando el fuego para asar los cabritos, pero siguen trabajando, transportando grandes tablones de madera, que acumulan delante de la casa. Hoy ha venido poca gente a cenar. Está Cote, que tiene 52 años y cara de español. Resulta que hace años que es pareja de la madre de Elo, el dueño del Brisas del mar, mi amigo de Robinson. Cuando termine la temporada de la langosta se casarán. Me invitó al casorio, esa es la palabra que empleó. Por primera vez desde que llegué, Ernesto el Alto se ha soltado a hablar. Me doy cuenta de que me he convertido en un personaje para él. Gabo no ha subido. No lo he visto en todo el día. La conversación se interrumpe durante unos momentos porque por el receptor de radio se ha escuchado la voz del capitán del Antonio. El mar está mucho mejor y esta noche el buque no necesita el abrigo de El Toltén. Fondeará frente a la rada. Aunque Rosita me insistió mucho en que lo hiciera, al final no he subido a hablar con la maestra.

 

ISLA DE MÁS AFUERA (Selkirk)

Lunes, 14 de marzo de 2016

 

Las 10 de la mañana casi. El sol está muy alto. No sé absolutamente nada de lo que pasa en el mundo. Por la noche he tenido sueños muy extraños. Recuerdo unas sábanas empapadas de sangre y que estaba en Londres y quería comprar el suplemento dominical del Guardian, que costaba 32 libras esterlinas. No consigo saber con certeza si es o no mi último día en Selkirk. Gimi de Rodt lo duda, pero Christian López cree que sí. Ayer preguntaron por usted, dice refiriéndose a la fiesta que celebraron delante de mi ventana para dar cuenta de los chivos que habían cazado. No sé qué responder. En realidad no fui porque no me habían invitado, pero tal vez no lo hicieron porque daban por hecho que iría. La fiesta se celebró en la explanada que hay justo delante de mi ventana. Estuve oyendo voces a lo largo de toda la noche, hasta que llegó la hora de las canciones, de una belleza triste y extraña, canciones que hablaban de Más Afuera y que, no sé por qué, me recordaban los pasajes líricos de la novela de Rojas, en los que habla con tanto sentimiento de la isla. Las cantaban en voz baja. Se oía una guitarra solitaria. No se parecían a ninguna otra clase de canción que yo conozca. Las voces de las mujeres alternaban con las cadencias viriles, creando un ritmo que acentuaba la sensación de lejanía, o eso sentí yo al escucharlas.

 

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La estructura social de la comunidad de Más Afuera es muy sencilla. Rino es el Presidente, Sergio Ruz, el hijo del Capitán, alias el Queco, es el Secretario, y Tiki, un tipo mal encarado cuyo nombre verdadero nunca supe, es el Tesorero. Ellos son lo más parecido a lo que cabría entender como una forma de autoridad en lo que un día le oí llamar a Claudio el mar de las langostas. Es en este mar donde reposan las cenizas de David Foster Wallace, autor de un ensayo espléndido titulado Hablemos de langostas, uno de sus mejores textos. Y de eso es de lo que habla sin cesar la gente de Selkirk, de langostas, pues su vida entera gira en torno a ellas. La llegada del Antonio ha puesto sobre el tapete el asunto de la subida de su precio, sobre el que hay división de opiniones. En estos momentos, el valor de un ejemplar adulto es 14.000 pesos, unos 2 dólares norteamericanos. La lancha que me trajo, la Abbe Müller, regresó a Juan Fernández con un cargamento de 5.000 unidades, lo que supone un valor total en origen de 10.000 dólares. ¿El trabajo de cuántos días? le pregunto a Rino, que me responde que un pescador gana un mínimo de 1.000 dólares al mes. Lo cierto es que no se quejan. Claudio me explica en qué consiste (otra expresión suya) “el largo viaje de la langosta”. Se resume así: De los caladeros de Selkirk a los viveros de Juan Fernández, de allí al Continente y como punto final de llegada, algún puerto remoto de China o Japón. La discusión tiene lugar a la hora del almuerzo. Los pescadores me comentan las diferencias que hay entre los distintos armadores. Ramón Salas, que trabaja para un empresario francés, es el que más tarda en pagar, mientras que la compañía que representa Jaime Johnson es más puntual en sus pagos. No todo el mundo trabaja para una empresa. En la comunidad hay varios pescadores independientes. Rosita dice que aunque ganan bien, muchos tardan en cancelar la pensión, sobre todo entre los jóvenes. La cuestión de la gobernanza no es siempre fácil, de modo que Rino ha impuesto un sistema de multas a fin de sancionar a quienes no cumplen con sus obligaciones. Los mayores hacen un rápido recuento de quién fue ayer a trabajar y quién no. Lo malo no es eso, dice Rosita, sino que muchos se gastan más de lo que pueden. Todo lo que ganan a lo largo de la temporada se les va en unas cuantas juergas que se corren nada más llegar al continente. Algunos incluso se endeudan. Lo que dice me recuerda los cuentos de Horacio Quiroga, que hablaba de los trabajadores que se veían obligados a trabajar para poder pagar lo que debían. El Capitán llega un poco tarde al comedor. A sus 81 años, necesita tomar dos pastillas al día, me explica, poniéndolas encima de la mesa, una para la tensión y otra para la circulación. Ayer me retaron varios en la reunión porque llegué tarde, dice. Y eso que les di explicaciones, pero aún así me siguieron retando. Como el resto de los mayores, tiene dudas acerca de la conveniencia de subir el precio de la langosta. Rosita insiste en que puede ser contraproducente. Si se sube el precio puede que bajen las ventas. Por la tarde los pescadores se reunirán con Jaime Johnson, que tiene que viajar a China, el principal importador que tiene Selkirk, para establecer allí los términos de la futura colaboración con los isleños. El siguiente tema de conversación es si el Antonio podrá zarpar hoy. Muchos lo dudan, lo cual me llena de incertidumbre. ¿Tantas ganas tiene de irse? me pregunta Rosita, al ver que me empeño en tener una respuesta clara. Después de comer, al pasar por delante del tablón de anuncios que hay en medio del poblado, me fijo en que han puesto una carta manuscrita de Peter Houdun dirigida a la comunidad. Mientras la estoy leyendo se acercan Rino y Queco. Este último no había visto aún la carta. La acabo de grapar, me dice Rino. Aparte de mí, el único que lee en la comunidad es el Queco, me dice –se refiere a lectores de libros. La carta de Houdun es muy sentida. Decido sacarle una foto, pensando en mandársela después por email, para que sepa que ha sido recibida y expuesta. Brian, el nieto mayor de Rosita se nos acerca. Le doy 10 langostas a cambio del iphone, me dice. Estoy a punto de decirle que tiene la pantalla rota pero me limito a sonreír. Me pregunto para qué demonios lo querrá si aquí no hay señal para hablar por teléfono, y entonces me acuerdo del móvil de Claudio, que sólo le sirve para escuchar rancheras. Después las puede vender, dice Brian, refiriéndose a las langostas, y se va. El viernes viene mal tiempo, le comenta Rino a Queco. No se va a poder salir a faenar, y no se puede seguir perdiendo tanto tiempo, porque se pierde mucho dinero. Me acuerdo de las reflexiones de Safranski a propósito de la relación entre tiempo y trabajo. Cuando le pregunto si cree que el Antonio zarpará hoy dice que seguramente sí. Tengo sentimientos encontrados. Por una parte siento alivio si me voy, por otra me apesadumbra saber que dejo esta Isla – Idea a la que me costó tanto llegar y a la que sé que nunca volveré.

 

*** 

 

Entiendo que no me dejen moverme por mi cuenta. Incluso los más experimentados tienen pequeños percances. Christian se dañó una rodilla cuando fue a recoger el equipo de radio a La Cuchara y Gabriel se torció un tobillo subiendo al Valle con la chica que vino en el Antonio para recopilar recetas de las islas que sólo conocen las mujeres de más edad. Según me explicaron hay un tramo muy difícil, que es preciso escalar con la ayuda de sogas. Aun así, varias veces me adentré por mi cuenta en áreas alejadas, buscando la soledad de la naturaleza. La isla oculta su belleza misteriosa en zonas inaccesibles. Hay especímenes de aves y plantas que solo se dan aquí. Teóricamente, algunas se han extinguido, pero no es imposible que sea posible encontrar algún ejemplar aún. A finales de mes vendrá a Selkirk una expedición en busca del sándalo de Juan Fernández, que es distinto al del resto de las variedades que hay en otras partes del mundo. Es una especie extinta. Aunque es muy dudoso que encuentren nada, no es imposible que haya sobrevivido. Hay zonas de la isla a las que nunca ha llegado el ser humano, porque es simplemente imposible acceder a ellas. La expedición que llegará dentro de un par de semanas las intentará fotografiar con drones. En este sentido, sí que cabe decir que Selkirk es una isla imposible, al menos para mí. Los límites de la imposibilidad: valles ocultos, variedades desconocidas de orquídeas y otras flores, aves que es muy difícil avistar, como el rayadito, el árbol del sándalo, variedad botánica del grial, que es lo que ahora se propone encontrar el alcalde.

 

Dentro de 24 horas podré empezar a ver mensajes y sabré que está pasando en el mundo. Me quedan muy pocas cosas por hacer, una de ellas hablar con la maestra, otra ir a ver los barcos encallados. Y terminar Robinson Crusoe, cuyo misterio trasciende el de la isla en que transcurre la novela.

 

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A media mañana subí por fin a hablar con la maestra. Fue un encuentro muy breve y tuve que forzarlo, a diferencia de lo que solía hacer con la gente del poblado, que venía espontáneamente a mi encuentro o bien me cruzaba con ella sin hacer ningún esfuerzo. La maestra estaba siempre recluida en sus dominios, que vistos desde fuera tienen algo de enigmático. Vaya, no más, me instaba Rosita, cada vez que le preguntaba. Ella no sale nunca de la casa. Cuando llegué a los alrededores de la escuela, estuve merodeando un rato por el patio. Recuerdo que los primeros días, antes de la llegada del Antonio, Gimi estuvo haciendo unas papeleras de madera para el colegio. Cada vez que pasaba por delante, veía grupos de niños jugando en la cancha de fútbol. Siempre se olvidaban algo, que nadie recogía, un barco, un camión, una avioneta, un balón. La escuela se alza sobre unos pilares de madera. En una pizarra exterior hay un anuncio informando que las clases no empiezan hasta mañana porque no han llegado aún los uniformes (son parte de la carga que trae el Antonio). En otra pizarra, blanca como la primera, están escritos a rotulador los nombres de los 16 niños que están a cargo de la maestra. Hay varias puertas y no sé bien a cuál llamar. Al pasar por delante de una ventana veo a una mujer joven sentada en un pupitre y le pido permiso para entrar en el aula. Se llama Dahayan Roa, me dice cuando le pregunto, y estudió pedagogía rural en Santiago. No vino destinada a Selkirk sino que fue ella misma quien pidió venir. Los estudiantes que están a su cargo tienen edades comprendidas entre los 4 y los 12 años. Cuando les pregunté a los niños si les gustaba ir a la escuela me dijeron que no, pero al comentárselo a Rosita me dijo que todos querían mucho a la maestra. Se aviene a hablar conmigo, pero es obvio que la conversación le resulta incómoda. La temporada escolar se divide en dos sesiones de 3 meses, de septiembre a diciembre y de marzo a mayo. El aislamiento buscado de esta mujer es muy intenso. Vive en su propia isla dentro de una de las islas más remotas del mundo. Después de estar con ella me dieron un dato que subraya aún más su distancia del mundo. En un lugar donde no hay más frutas y verduras que las que traen cada mucho tiempo los barcos que van a la isla, Dahayana Roa es vegana. Me cuesta, pero al final consigo preguntarle: ¿De dónde viene el nombre de Dahayana? Es árabe, me explica. Sus rasgos no lo son. Es una mujer delgada, de rostro muy blanco y mirada huidiza. ¿Por qué le pusieron un nombre árabe? pregunto, absurdamente. Porque le gustaba a mí mamá, responde con cierta exasperación.

 

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¿Usted es el escritor, verdad? ¿Quiere oír una buena historia?  Me llamó Nils González de Rodt. Nací en Selkirk en 1964. Nadie nace en Selkirk. Lo que pasó es que mi madre estaba embarazada de 7 meses y nací antes del momento previsto del regreso a la otra isla. En Selkirk sólo hemos nacido tres personas. Las otras dos son mujeres, dice, sin dar nombres ni detalles. Tras esto, da por concluido su relato y me pide que le saque una foto. Acércate, Adriana, le dice a su mujer, que ha estado un poco apartada mientras Nils contaba su historia, pero ella se niega a salir.

 

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3:19 pm

 

Comienza la cuenta atrás. He aguantado el tiempo máximo de soledad que soy capaz de resistir. A partir de ahora la espera se hubiera hecho angustiosa. Me faltó adentrarme en el interior del valle, subir a las zonas más altas de la isla, perderme en los impenetrables bosques de neblina, pero me conformo con lo que he conseguido hacer. La única comida que me salto es el once, un ritual sagrado en Chile que tiene lugar a media tarde. Hoy decido ir solamente porque será mi última visita al comedor. Pienso en cuando me vuelva a instalar en la cabaña de Ilka Paulentz, donde el tiempo transcurrirá de otra manera. Tengo ganas de volver a estar comunicado, aunque eso es una idealización, teniendo en cuenta lo precarias que son las comunicaciones en la otra isla.

 

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3:58 pm

 

No sé bien por dónde discurrirá el resto de mi viaje. No tengo la menor idea de dónde escribiré los distintos capítulos de la novela. Tampoco sé muy bien cuántos serán. Al ritmo que voy no creo que pueda, ni de lejos, escribir un capítulo por mes y, además, dar forma a este diario. Al final de su novela Defoe no quiso que su personaje siguiera navegando, y le hizo efectuar un largo itinerario por tierra: de Lisboa a Madrid, después varias ciudades más de España y Francia, hasta que por fin recaló en Inglaterra. A Lisboa iré con total seguridad, ése puede ser un buen punto de apoyo para el tercer capítulo (el segundo lo escribiré en una isla griega). Antes pasaré algún tiempo en Madrid, pero deseo evitar que tenga lugar allí un capítulo en mi novela, como tampoco quiero que Nueva York tenga su propio capítulo. En cierto modo estas dos ciudades son los polos de la narración, pero deben ocupar una posición externa a ella. 

 

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Para entretener la espera decido leer un cuento de cada uno de los dos libros que he traído a la isla. Será una forma de cruzar otra frontera, como si el hecho de saber que ya me voy fuera una señal que me autoriza a hacerlo, porque ya empiezo a no estar en Selkirk. Abro las Historias de Nick Adams, de Hemingway, que compré hace años por 5 dólares en el Strand. Nunca he leído ningún cuento de esta edición. Seguiré después con alguno de los relatos de El ángel esmeralda, de Don DeLillo. La primera historia del libro de Hemingway se titula “Tres disparos”. Nada más empezar me llevo una sorpresa mayúscula: Atormentado, Nick Adams es incapaz de alejar de sí pensamientos sobre su propia muerte, que siente muy cercana. Para apartarlos, decide leer Robinson Crusoe. La segunda historia, “Campamento indio”, es un relato verdaderamente aterrador. Los dos son cuentos muy breves, y en cuanto los termino elijo al azar uno de Don DeLillo, “Creación”. Es mucho más largo que los cuentos de Hemingway, y aunque lo leí hace tiempo, apenas lo recuerdo. Hay una extraña contigüidad entre los relatos de Hemingway y DeLillo. Los protagonistas de “Creación”, un hombre y una mujer de edad, están en una isla deshabitada en la que hay un minúsculo aeródromo, como en Robinson Crusoe. Llevan días esperando, pero nunca les confirman que hay plaza. También hay afinidad en el estilo. Las frases de los tres cuentos son muy firmes, tensas, escuetas, desnudas, los diálogos desabridos. Me vuelve a la cabeza la idea de intentar escribir un cuento terrible. Si lo hiciera tendría que figurar en él la radio que permite comunicarse con la otra isla. El modelo, más que Hemingway o DeLillo sería el cuento de Truman Capote que se titula precisamente así, “Una historia terrible”.

 

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4:25 pm

 

Danilo el joven irrumpe bruscamente en la casa, va directamente a la nevera, saca una Heineken, arranca la anilla de un tirón, y eructa satisfecho después de darle un trago a la cerveza. Lleva las manos cubiertas con mitones para protegerlas de los roces con las planchas de madera que lleva cargando toda la tarde. Elizabeth, la encargada del control de pasajeros y mercancías del Antonio examina varios pliegos de papel que cubren casi toda la superficie de hule ajedrezado que tapa la mesa. Christian López sonríe sentado en el brazo de un sillón. Como siempre, va vestido con traje de camuflaje, gafas de campaña, y guantes. Los gallos están alterados y cantan sin que venga a cuento. Hoy no ha salido el sol en todo el día.

 

Gimi entra en la caseta y anuncia, excitado:

 

De 5 a 6, congelados; de 6 a 7, carga general, y a las 8 embarque de pasajeros, sí o sí.

 

Lleva varios meses confinado en Selkirk con sus hijos, y desea volver a Robinson. Con gesto de fastidio, Christian López, que está enamorado de la isla, dice que le gustaría quedarse.

 

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Uno de los libros de islas de los que guardo un recuerdo más grato son las Historias de Hawaii, de Jack London, en parte porque lo leí estando allí. Lo compré en un mercadillo de uno de los lugares más extraños en los que he estado en toda mi vida, la localidad de Hilo, en la Isla Grande de Hawaii, hace casi veinte años. De Hilo recuerdo la violencia con que los aguaceros golpeaban el techo de madera de la cabaña donde nos alojábamos. Tiene uno de los índices pluviométricos más elevados del planeta: 360 días de lluvia al año. Otro libro que también me parece muy especial, aunque por razones muy distintas, es el Atlas de islas remotas, de Judith Schalanski. Se le ocurrió a una joven profesora que estaba haciendo investigaciones en la Biblioteca de Berlín (donde por cierto se sospecha que está el diario original de Alejandro Selkirk, que se traspapeló después de una subasta). En una escena que recuerda el principio de El corazón de las tinieblas, mirando un globo terráqueo, Schalanski empezó a fijarse en las islas más remotas del planeta, islas a las que sabía que jamás iría, y decidió reunirlas en un libro. El volumen tiene algo en común con Robinson Crusoe: a quien se acerca a sus páginas se le dispara la imaginación, y empieza a soñar con aventuras que nunca podrá vivir, al igual que le ocurrió a Schalanski (y al propio Defoe, dicho sea de paso). Otra cosa que me gustó mucho del libro es que apenas contiene sustancia narrativa, tan solo las coordenadas de las islas y un puñado de datos desnudos. Sobre el libro de Schalansky escribí un artículo para el dominical de El país. Entonces no me fijé en algo muy curioso. A la autora se le escapó la existencia de la isla donde estoy ahora. Aunque hay islas más diminutas que ella, Selkirk no tiene su propia página. Es más remota que las islas más remotas y no cabe en su atlas. Robinson Crusoe, sí, por supuesto. En la página dedicada a esta isla figura, en letra microscópica, el nombre de Selkirk, una sola vez, cuando al dar las coordenadas de Robinson Crusoe, la autora dice que Selkirk está a 93 millas de distancia, mar adentro. El número de libros de ficción que transcurren en alguna isla es infinito. Buscando al azar en internet encontré una página que incluye mil títulos, de los que varios centenares incluyen la palabra Robinson.

 

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Robinson Crusoe es un libro extraño y extraordinario, que pertenece a la rara estirpe de los que tienen vida propia en la imaginación colectiva fuera la página. Millones de personas que no han leído el libro ni lo harán jamás tienen una idea muy clara de quién es Robinson y lo que representa. Además conocen a grandes rasgos las historia y peripecias del náufrago. Se suma así a obras como la Ilíada, la Odisea, el Quijote, las Mil y Una Noches, Hamlet o la Divina Comedia. Dicho de otro modo, es un libro que alcanza la condición de mito, historia fundamental que nos explica lo que somos. Si se toma uno la molestia de leerlo la idea que se tiene de él se desvirtúa. Robinson Crusoe es gran literatura, de la más alta que ha producido jamás la humanidad. Sumaría Gulliver también. Son libros seminales, libros cuya simiente se derrama en el receptáculo de la imaginación del hombre, fertilizándola. Cuando regrese a Más a Tierra, leeré el prólogo de Virginia Woolf en la edición de Penguin que tienen en el comedor del Refugio Náutico (no hay presencia femenina en la novela, salvo alguna puntualísima alusión sin desarrollo, pese a lo cual la opinión de Woolf no puede ser más favorable). Coetzee lo reescribió en clave femenina, en la novela titulada Foe y Cortázar, como vimos, retó de manera directa al personaje. La lista de secuelas es infinita. A Cortázar el texto le fascinaba, como demuestra el hecho de que lo tradujera, incluyendo el segundo volumen, Nuevas Aventuras de Robinson Crusoe, que el propio autor anuncia en las páginas finales del primer tomo. Tratando de capitalizar su propio éxito, Defoe escribió incluso un tercer volumen, que fue un fracaso. Hay muchísimo que decir de este libro (un solo ejemplo, su ensañamiento con España y con todo lo español… salvo el caso de unos marineros a cuidado de quienes deja sus propiedades cuando se va de la isla)…  pero no es este un lugar adecuado para hablar de ello.

 

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No escribí la historia terrible que tenían tantas ganas de escribir, pero la soñé. La última noche tuve una pesadilla de la que me desperté angustiado. Los detalles eran muy vívidos y aunque era plena madrugada, decidí apuntarlo en el cuaderno. Después decidí retocarlo muy levemente, sin añadir ni quitar nada, simplemente ordenando lo que recordaba:

 

Bajé con Lillian al Mariner. Germán y su mujer estaban en el jardín con Christian y Peter Houdun. Estaban cocinando un “disco” en honor a un matrimonio de millonarios americanos que habían hecho una cuantiosa donación para financiar uno de los programas de conservación de la naturaleza de las islas.

 

¿Qué es un “disco”? preguntó Lillian.

 

Esto que ves, dijo Germán, removiendo con una cuchara de madera los ingredientes. Se echa de todo: pulpo, conejo, langosta, arroz, vidriola, verduras.

 

En ese momento pasó por delante de nosotros un hombre que llevaba un rifle con una mira telescópica. Reconocí al cazador que había matado a dos chivos en las quebradas.

 

Cada vez llegaba más gente al jardín. Un tipo que se llamaba Gino y tenía los mismos rasgos que Gabriel, el monitor, explicaba a la pareja de millonarios, que por cierto no hablaban una palabra de español, que el Salto del Reo se llamaba así porque era desde donde despeñaban a los prisioneros.

 

El Salto del Reo no está en Robinson, dijo Christian, está en Selkirk. ¿Ustedes no han estado en Selkirk, verdad?

No, tampoco tenemos tiempo para ir. Hemos venido a Robinson para ver qué hacen ustedes con nuestro dinero, dijo el marido.

En ese momento llegó una chica muy guapa y se sentó a hablar con Gabriel.

Te presento a Catherine, me dijo, cuando me acerqué a donde estaban.

Les pregunté si creían que este año alguien me querría llevar a Selkirk. El año pasado lo intenté por todos los medios, pero no lo conseguí.

No se preocupe, dijo una mujer muy vieja a quien no había visto. Alguien lo llevará. Lo importante es que no esté preguntándoselo a todo el mundo a todas horas.

Gabo y Catherine siguieron hablando sin hacer caso de nadie. Los dos eran jóvenes y atractivos. No eran más que amigos, pero hubieran hecho muy buena pareja.

Cuando vaya a Selkirk, dijo Gabo, dirigiéndose ahora a mí, lo llevaré a los bosques de neblina. Es uno de los lugares más bellos y misteriosos del mundo.

¿Por qué no va dentro a buscar unas cervezas? me sugirió Christian.

Cuando volví con ellas no quedaba nadie en el jardín, solo la mujer de Germán.

¿Dónde se ha ido todo el mundo? pregunté.

No lo sé, contestó. Nunca me dan ninguna explicación de lo que hacen.

El tipo del rifle regresó. Llevaba los cadáveres de dos bebés humanos ensangrentados cogidos por las piernas.

En el disco se echa de todo, me explicó. Por eso es tan sabroso.

Después de decir eso empezó a vomitar sangre.

Del comedor llegaron unos ruidos estáticos:

Abbe Müller, Abbe Müller, por favor, conteste.

La frase se repetía una y otra vez.

Por favor, que alguien apague eso de una vez. ¿No se dan cuenta de que nadie va a contestar?

¿Quién habla? pregunté.

La mamá de Catherine. Quería que se llevaran a la niña en el Antonio, pero ya es demasiado tarde.

¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Está mejor la niña?

Al fondo del jardín había dos tipos hablando.

¿Es usted Nick Adams? Le preguntaba uno a otro.

No, no. Me llamo Jimmy Zhivago.

El tipo del rifle se acercó al fuego y echó los cuerpos de los bebés al disco.

Fue usted quien se empeñó en venir. Nadie le había invitado, me dijo.

En ese momento me desperté.

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