Como en un cuento de hadas o en un episodio de las sagas artúricas o de Las mil y una noches. Una isla está sumergida bajo las aguas de un río del que supe por primera vez a través de un tebeo de Joyas Literarias Juveniles que leí maravillado, El piloto del Danubio. De Julio Verne, no podía ser de otro modo. 1876, bandas de criminales y contrabandistas por el gran río, el enfrentamiento entre Ilia Krusch (o Serge Ladko) y su enemigo declarado, el villano Yvan Striga. ¿Quién podía ofrecer más? Ya sin pantalones cortos hice un par de viajes en tren por el sur de Alemania para conocer las fuentes de ese río en Donauschingen con el Danubio de Claudio Magris como libro de cabecera. Con ese libro hice mentalmente el recorrido desde aquella alfa hasta la omega de su fusión con el Mar Negro en esa civilización que es de por sí el gran delta del Danubio, solo superado por los de El Ganges, El Mekong, El Misisipi y El Nilo. Una katábasis a través de siete países en los que se llama al gran río en varias lenguas, eso sí, casi siempre con la raíz *don, el hidrónimo paneuropeo por excelencia. El Danubio ha sido limes y frontera estratégica del Imperio Romano, medio de comunicación y de difusión de mercancías e ideas. Mi mirada sobre este río está condicionada por las historias que me cautivaron en mi niñez y por las imágenes de las películas de Emir Kusturica y Theo Angelopoulos. Si Ulises hubiera remontado un río en lugar de encomendarse al Mediterráneo, ese río hubiese sido, naturalmente, el Danubio, desde su delta hasta sus fuentes, como Marlow hizo en su viaje hacia el corazón de las tinieblas en el Congo.
Pero una imagen eclipsa a todas las demás para mí, y eclipsa a los miles de palabras que dicen que valen menos que una de ellas. Una imagen de algo que está hecho como el Halcón Maltés: de la materia con la que se hacen los sueños, una imagen de algo que sé que nunca podré ver con otros ojos diferentes de los de la imaginación. Esa imagen tiene su avatar en una vieja fotografía en blanco y negro de los años treinta del siglo XX que tengo siempre cerca de mí, con su nombre turco en caracteres arábigos y latinos: Ada Kaleh, “la isla fortaleza”. Patrick Leigh Fermor estuvo allí en la época en que se hizo esa fotografía cuando descendía por el Danubio en su viaje de formación hacia Constantinopla. El relato que nos dejó el gran Paddy en su maravillosa Entre los bosques y el agua y las fotografías que se conservan de la isla nos muestran a sus moradores, turcos étnicos que llevan atuendos que ser dirían sacados de las páginas de El Cetro de Ottokar. Tras el Congreso de Berlín de 1878 la isla quedó de iure como un éxclave dejado de la mano de Dios del Imperio otomano, posesión privada del propio Sultán, y así continuó hasta su incorporación en 1923 al Reino de Rumanía en un artículo del Tratado de Lausana. Desde 1970, cuando la construcción de un gigantesco embalse en las Puertas de Hierro inundó la isla, Ada Kaleh ya sólo es un nombre onírico, semejante al la Isla de San Barandan, o de Avalon, la isla entre los pantanos en la que descansa para la eternidad el Rey Arturo. Un sueño bajo las aguas, como los sueños truncados que nos recuerdan los campanarios de las iglesias que afloran en los pantanos de la piel de toro cuando se secan debido a la sequia.