La isla

 

Fue una lástima para González Pons que el debate resultase un fracaso de audiencia. Al parecer entre unos y otros Supervivientes ganaron los de Telecinco. Dio la impresión de que el segundo en la lista del PP se había preparado a conciencia la intervención. Por momentos se reveló como un virtuoso catódico, un presentador avezado en la economía de gestos para su posterior derroche a placer. La mirada precisa para cada interlocutor, la respuesta ágil a cada ataque, directo o indirecto.

 

Jaúregui tenía ganas de pelea con él, y en ese formato tan dinámico que hacía parecer al programa un concurso, con los últimos segundos de cada candidato reflejados en un marcador, le buscaba una y otra vez sin demasiado acierto encajando los contragolpes. Jaúregui sigue aparentando ser un tipo agradable e instruido y competente, pero se muestra tan desfondado como Rubalcaba, como todo el PSOE salvo quizá Valenciano, que ahora surfea las olas sobre el cuerpo de Cañete, hasta que éste se despierte de la siesta y dé un resoplido por el espiráculo que la envíe a tierra firme.

 

Allí estaba también el de la pajarita, Sosa Wagner, que hizo una interpretación de dandi. Hasta simulaba mirar hacia otro lado cada vez que hablaba (se imagina que cuando no lo hacía se observaba la manicura) con una neutralidad desasosegante para el resto de contertulios, que a cada oportunidad buscaban el cuerpo a cuerpo como perdidos a solas consigo mismo.

 

Para desasosegante, inquietante más bien, la puesta en escena de Willy Meyer (“Billy” pronunciaba la conductora dándole un toque más siniestro aún, proporcionándole sin querer un nombre de niño a un hombre imperturbable, como el Popeye de Faulkner), quién en cada turno figuraba estar ordenando una deportación por mucho que utilizase las mismas palabras de Cayo Lara, que en él parecen menos graves. Luego estaba Tremosa, catalán de una coalición extraña en cuya marca se dibuja una bandera europea, a quien parecía que Pons, de un momento a otro, fuera a coger en brazos y llevárselo a casa como la mona al pequeño conde de Greystoke.

 

Enfrente de éstos se sentaba el último de los participantes, de nombre Terricabras y de la Esquerra, cuya intervención más notoria fueron los repetidos elogios (“qué bonito, qué bonito”, decía) que lanzaba al final de cada mano de González Pons en esta partida, la misma de póker del tren en ‘El Golpe’, así como un poco envidioso de su prestancia, esa suerte de madriditis que siempre sale a la superficie de ciertos individuos; una prestancia, por cierto, similar a la de aquel charlatán bronceado de la teletienda con el que se fuga la madre de Bridget Jones, y del que luego describe el color de su tez en la intimidad como «casi púrpura».

 

Se aburría uno con el debate y se puso a cambiar perezosamente de canal hasta que, precisamente en Telecinco, el presentador dijo algo así como: “la audiencia ha decidido que debe salir de la isla…”, y entonces uno volvió a acordarse más de unos que de otros, pero al cabo de todos ellos.

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