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La izquierda latinoamericana, en la encrucijada

En los últimos años, una serie de presidentes de izquierda han llegado al poder en distintos países de América Latina, hasta el punto de que se habla de una nueva izquierda latinoamericana. Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Luiz Inácio Lula da Silva –y ahora Dilma Rousseff- en Brasil, los Kirchner en Argentina y Fernando Lugo en Paraguay, entre otros, han conformado un escenario nuevo en la política latinoamericana que ha querido ser vista con esperanza desde la izquierda. En la mayor parte de los casos, estos gobiernos han logrado, efectivamente, ciertos avances sociales, pero sólo excepcionalmente se han animado a acometer las reformas estructurales que sus países, después de siglos de expolio y latifundio, necesitan con urgencia en el continente más desigual del planeta, ese donde, como dice el uruguayo Raúl Zibechi, el problema no es la pobreza, sino la riqueza. En Brasil, por ejemplo, Lula consiguió, apoyado en años de crecimiento económico inédito, que millones de ciudadanos salieran de la miseria. No es poco. Sin embargo, estos gobiernos se han mantenido alineados con el sistema capitalista y, en ocasiones, sus políticas han tenido efectos contraproducentes para la izquierda de base, esa que representan los movimientos sociales y la lucha sobre el terreno, y no las políticas impuestas desde arriba. Esa película ya la vimos en Europa: sistemáticamente, los partidos obreros de cada uno de los países europeos fueron renunciando a sus ideales socialistas para adaptarse a los requerimientos del sistema y conseguir alcanzar el poder. Hoy, la izquierda latinoamericana se enfrenta al mismo dilema. Y la resistencia ciudadana es la única respuesta, pues la lógica del poder facilita que, una vez llegados al gobierno, los mismos líderes que se manifestaban en contra del sistema acaben favoreciéndolo y, a veces en medio de un discurso cargado de contradicciones e incoherencias, lleven a cabo políticas liberales que poco se diferencian de las implementadas por la derecha.

 

El caso de Lula da Silva es esclarecedor: en Brasil hay menos pobres que hace ocho años, pero, a lo largo de estos años, los banqueros y empresarios han tenido más beneficios que nunca antes. El país sigue siendo tan latifundista como cuando Lula sucedió a Fernando Henrique Cardoso, de quien copió sus políticas económicas, y, aunque las políticas asistencialistas han calmado el hambre de muchos, no se han abordado reformas tan necesarias como la de un sistema tributario que tiende a perpetuar la desigualdad. Al mismo tiempo, los movimientos sociales, que recibieron a Lula con entusiasmo y pasaron después a apoyarlo críticamente o a oponerse directamente, se han colocado dentro de la órbita gubernamental. Por eso dice el veterano socialista Plínio de Arruda Sampaio que “Lula es el presidente de un país en desarrollo que los países desarrollados le pidieron a Dios”, pues “se han defendido más que nunca los intereses de las grandes multinacionales y los bancos”. Desde la legitimación de ser un presidente que viene de las capas sociales más pobres y del movimiento sindicalista, para Plínio “Lula ha cumplido el papel de acabar con la izquierda en Brasil, en el sentido de imposibilitar el surgimiento de una izquierda que no se someta a los intereses del capitalismo». Para los críticos, el tibio gobierno de Lula ha “anestesiado” a la izquierda. Y no es muy diferente de lo que ha sucedido en otros países de América Latina.

 

Como corresponsal en Brasil, me enfrenté a la disyuntiva de cómo reportar lo que sucedía en el país bajo la presidencia de Lula, un político al que admiro por sus logros y por una actitud que considero honesta y de buena fe. Siempre es difícil huir de aquel discurso de “conmigo o contra mí”, pero nunca hay sólo blancos y negros, y el gobierno de Lula, además de luces, presenta muchas sombras. El periodista independiente, el periodista auténtico, no puede dejarse cegar por sus simpatías hacia un determinado gobierno o ideología. Debe mantener la imparcialidad, entendiendo ésta como un concepto muy diferente de la neutralidad o de la objetividad, que no es posible y ni siquiera deseable. Lo mismo sucede en el caso de Evo Morales: por muchas que sean nuestras simpatías hacia ciertos aspectos de su gobierno –y por grande que sea el valor simbólico de que un indígena alcance la presidencia en Bolivia-, el periodista debe buscar la verdad al margen de cualquier tipo de interés o alineamiento ideológico.

 

El caso ecuatoriano, narrado en este artículo de Narco News, constituye un ejemplo claro de cómo la criminalización de los movimientos sociales se extiende a los países donde gobierna la izquierda. Las descalificaciones lanzadas por ciertos periodistas resultan poco creíbles y recuerdan al trato que reciben ciertos movimientos sociales brasileños –vuelvo a la realidad que más conozco-, como el Movimiento de los Sin Tierra (MST), criticado hasta la extenuación por su estrategia de la ocupación; y tanto más criminalizados cuanto más rebeldes. Pero, ¿cuál es la línea que no deben atravesar los movimientos sociales para mantener su independencia y su credibilidad? Asistir a un curso pagado por una agencia estadounidense o recibir una subvención del gobierno estatal no tiene por qué deslegitimar al movimiento: al final, la legitimidad la marcan la trayectoria, la acción, los hechos y sus consecuencias. Si el MST se mantiene fiel a sus principios y continúa con las ocupaciones, ¿qué habremos de reprocharle por admitir subvenciones del Gobierno de Dilma que le ayudarán a dar continuidad a proyectos como la Escuela Florestán Fernandes? El problema comienza cuando, como algunas voces críticas le han reprochado al MST, las transferencias económicas provocan una anestesia, un amansamiento del movimiento. Pero, a la luz de las informaciones que aporta el reportaje de Fernando León y Erin Rosa, no parece que sea el caso del CONAIE en Ecuador.

 

¿Debe un periodista defender al poder del Estado? Ni sí ni no. Debe de defenderlo cuando así se lo evidencien los hechos, y al revés. El periodista auténtico debe ir al lugar de los hechos, hablar con sus protagonistas y descubrir lo que se oculta bajo la manipulación de los mass media y los prejuicios propios y ajenos. El periodismo honesto y combativo debe atacar lo que toque, sea oposición o gobierno, si bien debe ser siempre más crítico del poder, un azote del gobierno que evite los excesos del poder. El periodismo auténtico, por definición, ha de ser incómodo, ha de cuestionarse constantemente la realidad.

 

Un periodista auténtico debe proteger su visión crítica como su más preciado bien. Nunca debe cambiar su forma de reportar los movimientos sociales, ni cualquier otra realidad, sólo porque éstos colisionen con las políticas de gobiernos que poco antes eran simpatizantes y a los que, en muchas ocasiones, incluso ayudaron a subir al poder, como el movimiento indígena en Ecuador y también el MST en Brasil, en el caso de Lula. La lucha prioritaria de los movimientos sociales no es alcanzar el poder político, si bien puede ser un camino para transformar la realidad. Ese es el objetivo: la transformación profunda de unas estructuras enquistadas y opresoras. Ahora bien, llegar a la presidencia del Estado puede ayudar a promover cambios positivos, pero difícilmente tendrá un alcance revolucionario; no mientras se mantengan las estructuras capitalistas. Aquello del capitalismo de rostro humano mejora las penurias de los más desfavorecidos, pero no resuelve los problemas. Otros objetivos de los movimientos sociales son la promoción de la identidad y la educación: la concienciación social como motor de impulso para el cambio, que sólo puede producirse desde abajo. El trabajo de base. Se puede trabajar junto al poder y adoptar una estrategia reformista, pero sólo si no implica renuncias insalvables y si sigue complementándose con la lucha a pie de calle. Cuando el movimiento social pierde ese contacto con la base, queda en una situación no muy diferente a aquellos partidos obreros de los que hablábamos al principio. La línea es sutil: hay que estar atentos.

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