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La Juárez: la debacle de una calle a la orilla del imperio

 

Esta mierda se acabó –me dijo Otoniel Burciaga García, la tarde del 9 de agosto, cuando crucé el umbral del Club 15, un estrecho bar de la avenida Juárez en el que apenas caben catorce personas y un cantinero detrás de la barra.

 

Estaba claro que el hombre no quería hablar con nadie.

 

—Soy periodista –balbuceé.

—Con pendejos, menos –replicó.

 

La rudeza de Burciaga era para irritar a cualquiera, sin embargo, el tono grave de su voz me enfrentó a algunas interrogantes:

 

¿Quién desea hablar con metiches en un sitio donde todo parece tan obvio y sus habitantes rumian sus desgracias bajo temperaturas extremas?

 

¿A quién le interesa reflexionar sobre cualquier tema que llame a sospecha en un lugar donde el silencio se ha convertido en la mejor manera de preservar la vida?

 

¿Para qué saber más de una ciudad que dejó de importar al mundo desde que las muertes violentas disminuyeron en sus calles y ahora (abandonada por el ruido de los mass media) espera trepar la cresta de una nueva ola de crueldad en el orbe?

 

Antes de respingar, Burciaga tenía la cabeza enroscada entre los brazos y medio cuerpo echado sobre el mostrador. Con los cabellos revueltos, a primera vista, parecía que el hombre odiaba el mundo. Su mirada era la de esos sabios que saben que la vida es una puta jodidez.

 

—¡Dígame si no compa…! –me encaró.

—¿Acaso no está de la chingada vivir en una calle donde todo se ha perdido? Aquí se acabó el empleo, los gringos, las viejas buenotas y los vatos que por una sola parqueada nos daban hasta veinte dólares.

—Yo agarraba seiscientos pesos diarios lavando y parqueando carros. Y, ahora, míreme, tengo que andar gorreando los burritos y las birrias porque lo poco que gano lo guardo para llevar chivo.

—¿Qué… por qué seguimos aquí?… Ah, que pinche pregunta tan pendeja, compa. ¿Acaso no ve? A dónde chigados quiere que vayamos, si en todas partes está igual.

—Y, ahora, ya le voy a ganar… ¿O qué, va pichar otra birria? –me dijo el ex parquero, con el clásico tono gritón del norte, con la boca irradiada de alcohol, alargando los brazos hacia el cielo, como si fueran las patas delanteras de un perro que busca afanosamente saltar afuera del hoyo donde ha caído y donde ya no queda nada qué comer.

—Después del miedo llegó el hambre –me advirtió Burciaga, antes de irse, susurrante, casi pegando su boca a mi oído.

 

 

*     *     *

 

Ubicada en el extremo de todos los desprestigios y en el vórtice de todas las seducciones, la avenida Juárez es una calle del viejo norte mexicano que nació predestinada a desembocar en el río Bravo, una corriente de agua sucia y escasa que marca limites y prohibiciones con el país más poderoso del mundo. Su construcción, trazada en medio de una región densa y peligrosa, ha sobrevivido a la guerra del narco y al crack de la maquila, cuya espiral ha dejado sin trabajo a unos 80.000 juarenses –entre nativos y adoptados–, en un lugar con menos de 1.400.000 habitantes y que en otros tiempos fue el paraíso del empleo mexicano.

 

La avenida Juárez no es una calle bella ni bien vestida, tampoco es un bulevar altivo y glamuroso. Una profunda precariedad arquitectónica la ensombrece y la aleja de ser una avenida pobladas de altos y corteses abedules. Si bien su abandono no es de ahora, su atmósfera espectral se agigantó cuando la violencia del narco sacudió la frontera y los gringos decidieron no cruzar más el río.

 

Una radiografía reciente la mostrará como fantasma perseguido por la crisis financiera y la mudanza del dinero a sitios más rentables. Desde hace mucho, esta calle dejó de ser la ruta por donde corrían barricas de alcohol bajo túneles hacia el otro lado del río y el sitio de cabaret donde los soldados americanos se divertían antes de partir a la guerra.

 

Hoy, en muchos sentidos, es y sigue aquí como museo de los desastres del mundo y registro del naufragio de la ciudad que lleva su nombre.

 

En este punto es necesario ubicar a Ciudad Juárez como un lugar escaso de agua, habitado por migrantes y obreros de maquiladora, situado a 1.800 kilómetros al noroeste de la Ciudad de México y sólo a cinco minutos de El Paso, Texas, cruzando el puente de Santa Fe a pie. Su fama se ha extendido por el mundo después de ser escenario de crímenes de mujeres y haberse constituido entre los años 2008 y 2010 como una de las ciudades más violentas e inseguras del planeta.

 

En el ámbito nacional, Juárez se distingue por poseer una extraña clase empresarial rentista, dedicada a la especulación de la tierra urbana, cuyas ganancias se reflejan en mansiones y automóviles de lujo adquiridos en El Paso y en esta ciudad donde el 50 por ciento de las calles no están pavimentadas.

 

Es importante aclarar que desde el punto de vista climático Ciudad Juárez está sembrada en medio de un páramo donde, en invierno, el sol es insuficiente para calentarlo. Bajo un cielo oscuro, la ciudad se entume cuando en enero las cuchilladas del viento son de ocho grados bajo cero.

 

En verano el clima recobra el fuego. En estos meses, a nadie se le ocurrirá poner la piel sobre la lámina de algún coche fronterizo porque, si alguien se atreve, recibirá de pago la mordida de un beso sulfúrico que corroe por igual los aparatos de aire lavado instalados como verrugas sobre el techo de miles de hogares juarenses.

 

 

*     *     *

 

Al cavar desgracias se sabe hasta donde la ruina es profunda y se conoce si la vastedad del desierto es capaz de sepultar el dolor del viento.

 

A pocos días de que termine el verano de 2013, la sequía ya arrasó el yermo. En septiembre, entradas las lluvias, el sopor del clima lo ahoga todo, como si todo sucediera bajo una gigante carpa circense. A diferencia de otras ciudades desérticas de México, Ciudad Juárez es un extenso arenal sin palmeras, y en caso de que las hubiera de sus copas brotarían otros frutos, menos cocos que ofrezcan agua.

 

Tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros, dijo Jorge Luis Borges al referirse alguna vez al amplísimo desierto que abarca Arizona y Nuevo México, prolongaciones de Texas y el norte de Chihuahua.

 

Pero el picoteo de los pájaros, más que metáfora borgiana, es en la Juárez esclerosis que ahorca el cuerpo rugoso del tiempo. Al caminar entre las paredes del hotel Koper uno se dará cuenta de que la historia aquí es una trampa abismal en cuyas sombras sólo hay espacio para la ruina.

 

Mientras camino, entre las calles Mejía y Colón, un canal local parlotea en esos días la noticia sobre el inminente bombardeo estadounidense contra Siria. Putin ha entrado al quite y exhorta a Bashar Al Assad que abra sus puertas para demostrar que no posee las armas químicas que encorajinan a Washington. La paradoja es de niños: aunque el acusado demuestre su inocencia, tarde o temprano perecerá bajo un alud de bombas lanzadas desde el imperio cuyo uso permitido nadie ha certificado.

 

Mas adelante se sabrá que un arreglo entre rusos y americanos, en Bruselas, ha desactivado el golpe, aunque la amenaza sigue latente.

 

Las noticias sobre Siria en Ciudad Juárez no son comunes y su estertor se escucha lejos. En los siguientes días los medios se olvidarán de Oriente y sus enviados harán maletas para marchar al lugar donde la locura y un nuevo baño de sangre espera al mundo.

 

En el corazón de la Juárez, frente de la tienda de artesanías México Lindo, sobrevive el bar Don Felix, una cantina vieja en un edificio que permanece erguido, entre muchos otros en escombros, como si sobre éstos hubiera caído ya algo de lo que se espera algún día en Damasco.

 

A las siete de la noche, la calle parece una aldea recién salida de la guerra. Su paisaje abismal, se pisa. La muerte aún está fresca y las heridas de la bancarrota parecen no tener fecha de cierre.

 

En los escasos negocios todavía abiertos, la derrota es el parte de guerra. En la tienda México Lindo, por ejemplo, este sábado no ha entrado un solo peso. Su dueño, un poblano, que prefiere el anonimato, dice que la mercancía de su local pertenece al último embarque que llegó del sur a la ciudad desde hace ocho años.

 

En este punto, los propietarios ya no invierten. Se comen capital, ganancias y lo que queda. Viven en espera del cierre fatídico.

 

Ayer viernes México Lindo vendió dos playeras con la estampa de la Virgen de Guadalupe. Entraron al negocio doscientos cuarenta pesos. En sus mejores tiempos, esta tienda, abierta por la madre del poblano, hace más treinta años, vendía hasta mil dólares en un fin de semana. Los números rojos de México Lindo coinciden con el desplome de la vida económica de esta calle, donde cantineros, restauradores, médicos y taxistas han visto caer sus ingresos hasta en un 80 por ciento. El poblano despidió a los últimos dos de sus cuatro empleados hace tres años. Ahora se ocupa él personalmente de los menesteres de la tienda: subir las cortinas, barrer el piso por la mañana y resolver algunos crucigramas del periódico, mientras el polvo, llegado de todas partes del desierto, cubre el local y la calle.

 

—Lo que sucedió aquí es que los gringos se volvieron ojo de hormiga. Mejor dicho –rectifica el poblano– ahora son una pinchi especie en extinción.

 

En el negocio quedan algunas baratijas empolvadas: un posavasos de ónix, un alhajero de malaquita, un caballo de yeso con la nariz quebrada, un sombrero de charro para niño, dos sarapes mexicanos, una escalera tarahumara, algunas playeras estampadas con la Virgen de Guadalupe y ninguna tarjeta postal de Ciudad Juárez.

 

Después de que la ciudad se convirtiera en un pozo de sangre, nadie quiere ahora ser el hereje que extraiga de su fondo algún recuerdo de ella.

 

 

*     *     *

 

México Lindo es, en muchos sentidos, el mundo agónico de los artesanos del sur. Su interior parece un panteón coronado con flores de papel crepé cagadas por las moscas.

 

Mientras al mundo lo asaltan otras quimeras, tan minimalistas como envolventes, esta calle vive su agonía en la periferia de una nueva conciencia global.

 

Ante la aparición de las últimas zapatillas Nike o el reciente Ifon 5s ¿a qué joven puede importarle un juego de vasos de vidrio soplado o una diligencia de madera en miniatura con dos vaqueros a bordo que se vende por diez dólares en esta jodida orilla del mundo?

 

Y es en este margen donde Gloria Estela Hernández, una ex trabajadora de la maquiladora, nacida en 1988, lleva cinco años esperando clientes. Hija menor de la primera gran debacle económica del México contemporáneo, ella parece una rara ninfa brotada del desierto y, los hombres, parados a su alrededor, depredadores dispuestos a tragarse su belleza.

 

A sus 25 años, Gloria tiene la piel oscura y unos ojos verde ámbar que solo piden amor, a cambio de unos dólares. Viste una blusa esmeralda abierta por detrás que le deja media espalda descubierta. Su minifalda, de tela cálida, deja a la vista unos muslos largos y duros que heredó de su padre, un campesino rudo que llegó a Juárez en la década de los sesenta procedente del sur de Durango.

 

Gloria me aborda con el pretexto de un cigarrillo. Su voz es quieta como la tarde. Su aroma, una mezcla de tierra, azahares y jabón Zote. Le ofrezco el cigarro y al prendérselo tomo sus manos, llego a su piel fina, en horas en que la luz del bar recorta ocho sombras sedientas pegadas al calor de la barra.

 

Por la avenida circula a vuelta de rueda una camioneta roja del tamaño de un cíclope.

 

Son las siete y veinte de la noche. En las esquinas, cigarreros y taxistas le estiran la pata al sueño. Con paciencia china, se desperezan y observan, con disimulada lascivia, las nalgas de unas cuantas chicas que caminan en busca de clientes.

 

La noche avanza hacia poniente bajo un manto de luces tenues. Gloria camina hacia los de la troca roja. Sube al mueble y se acomoda en medio de los dos mulones. No regresará, pero su estela artificial santificará el cielo y el humo de sus labios flotará como hilo de nube tibia que se pega a la ropa.

 

La tranquilidad huele mal en esta calle. No hay dinero. Todo escasea, pero eso sí, en cuestión de minutos, puede haber mucha policía. Esta tarde una docena de camper de la Policía Municipal circulan pasmosamente por la calle. Con el convoy el paisaje es más sombrío. Sus ocupantes, vestidos de azul, todos armados con rifles de asalto, infunden cierto temor entre los transeúntes.

 

De las camionetas bajan ocho policías. Interceptan a tres jóvenes que caminan rumbo al puente Santa Fe. Los colocan frente a una pared con las manos en alto. Los cachean. Los intimidan. Los insultan. Pero, finalmente, los dejan ir. Los muchachos, lívidos, esperan que la policía se aleje para descargar su ira. No se sabe de qué fondo sacan su rebeldía, la única arman que portan, la única droga que fuman, el único bien que roban.

 

—¡Chinguen a su madre, putos! –gritan a los uniformados y echan a correr rumbo a la zona más oscura de la calle Mariscal, paralela a la Juárez.

 

La policía en Ciudad Juárez ha ganado algunas batallas a la delincuencia, pero no ha logrado borrar su perfil represivo y corrupto. A Julián Leyzaola, su jefe, despedido de su cargo en las últimas semanas, no sólo se le critica su mano dura. Se le atribuye haber pacificado la ciudad después de haber acordado con el hampa.

 

Leyzaola, un militar cincuentón, retirado de la milicia, fue traído por un grupo poderoso de empresarios y presentado a la frontera como un policía modelo. Pero lo cierto es que a los pocos meses de su arribo, si bien los delitos de alto impacto bajaron, y una revista de modas lo incluyó entre los cincuenta hombres más influyentes de México, las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos crecieron, sobre todo contra jóvenes habitantes de sectores empobrecidos de la periferia.

 

El nombramiento de Leyzaola fue negociado con el gobierno de Felipe Calderón, después de que la violencia del narco empezara a afectar a los intereses del empresariado y la ciudadanía levantó la voz ante la matanza de diez estudiantes en Villas de Salvarcar, el 31 de enero de 2010.

 

El nombramiento de Leyzaola parecía llegar tarde. El número de muertos rompía record y por momentos parecía que a los narcos se les acababan los hombres y las balas.

 

La estrategia gubernamental, al parecer, consistía en dejar que la ciudad se desangrara. En ese sentido, era necesario crear una atmósfera de terror que justificara la imposición de un nuevo orden. Era impactante ver cómo los narcos se mataban entre sí, mientras todas las policías, incluyendo al Ejército y la Federal, desviaban la mirada hacia otra parte. La argucia parecía tener sentido: acortar camino para que el Estado, con mayor soltura, negociara con el grupo delictivo que finalmente ganara la refriega.

 

Ciudad Juárez no viviría con esta tranquilidad de ahora si Leyzaola no hubiera cambiado la estrategia de la policía para buscar un arreglo con al Chapo Guzmán, me dijo una de mis fuentes cercanas a los altos círculos de poder en esta frontera.

 

Según esta fuente, cuyo nombre y origen se omite a petición de la misma, la caída de Ciudad Juárez en manos del cártel de Sinaloa se afianzó después de que Leyzaola hubiera diezmado el poder de fuego de las pandillas adheridas a La Línea, cabeza visible del cártel de Juárez, con el que los sinaloenses se han disputado la ciudad, aunque ahora, después del debilitamiento de su contrarios, en mucho menor medida.

 

Sin embargo, la lógica de esta versión apunta que Leyzaola sólo dirigió la parte policial del acuerdo. Las otros hilos del entramado estarían en manos de algunos segmentos del Ejército y de los operadores de César Duarte, gobernador de Chihuaha, a quien, desde su toma de posesión, hace dos años, sus detractores lo señalan como un hombre de buenos pulmones para nadar en el alta mar de la corrupción y el autoritarismo.

 

 

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Los que pretendan encontrar las raíces de la debacle de la avenida Juárez, construida como camino de mulas a comienzos del siglo XVIII, tendrán que hurgar bajo los escombros de tres acontecimientos que perturbaron en la última década la conciencia del continente: el derrumbamiento de las Torres Gemelas en Nueva York en septiembre de 2001, la crisis hipotecaria de Estados Unidos en 2008 y la guerra entre narcos, propiciada en México por Felipe Calderón, a finales de diciembre de 2006. La estrategia de confrontación al narco mexicano le costó al país más de 80.000 muertos, cerca de siete mil de los cuales fueron recogidos de las calles de esta ciudad durante ese lapso.

 

En los meses posteriores a la catástrofe neoyorquina, Estados Unidos decretó el sellado de su frontera con México y la incertidumbre, como primer efecto de una medida extrema, se pegó al hígado de las ciudades vecinas al imperio.

 

La administración norteamericana advirtió que era el momento de apretar la correa al vecino y que la locura atribuida a Osama bin Laden, la de derribar dos torres a orillas de Manhattan, le ofrecía una oportunidad incalculable para que los halcones acometieran al mundo con sus renovadas tesis de Homeland Security.

 

La aparición en esos días del peor rostro de la neurosis norteamericana en Ciudad Juárez hizo más rígidos los diques de contención fronteriza y los controles sobre el transporte de personas y mercancías perdieron su despresurización acostumbrada. Grandes cantidades de droga se quedaron de este lado del río y los grupos delictivos, particularmente La Línea (una banda con el control local, bajo las ordenes del cártel de Juárez), y el cártel de Sinaloa, procedente del Pacífico mexicano, empezaron posteriormente a pelearse palmo a palmo la frontera por la que aún podían filtrarse menguados cargamentos de estupefacientes.

 

Antes de que los juarenses fueran testigos de esta lucha encarnizada, por sus tierras cruzaba el 40 por ciento de la droga que consumían los norteamericanos. Este dato, revelado por la DEA (la agencia antinarcóticos de Estados Unidos) en 2010, infiere por sí mismo el tamaño del negocio, y sus derivados, por el que políticos, empresarios y narcotraficantes han combatido en la ciudad durante las últimas décadas.

 

El temor suscitado entre los norteamericanos después de los primeros meses de matanzas de este lado del río provocó una ausencia de dólares en la ciudad. Acostumbrados al derroche gringo, la mayor parte de cantinas, hoteles, casas de cambio y tiendas de artesanías cerraron sus puertas y los negocios (incluyendo los de la avenida Juárez), que durante los últimos setenta años fueron uno de los pilares de la economía juarense, se vinieron abajo y desencadenaron (junto al derrumbe de la industria maquiladora) la irrupción del mayor índice de desempleo (ocho por ciento) que haya conocido esta frontera desde la época de la gran depresión norteamericana.

 

Nadie pensaría que detrás del cadalso de una calle, cuyo símbolo es seguir siendo puente entre dos mundos asimétricos, estarían las estrategias equivocadas de los países desarrollados y sus grandes corporaciones financieras.

 

Tras una creciente pérdida de empleos, la economía norteamericana empezó a hacer agua. La recesión golpeó a Estados Unidos después de la devaluación de su moneda y el encarecimiento de las materias primas en el mundo. La elevada inflación acentuada en 2008 y el sobreendeudamiento de su clase media en el terreno de las hipotecas fueron dos factores que terminaron por exacerbar la crisis.

 

El crecimiento de las tasas de interés dejó a miles sin casa en Texas y Nuevo México y sin la posibilidad de seguir viajando a esta frontera. Las noticias de narcos disparándose en las calles de Juárez y disputándose la ciudad a plena luz del día desanimó a los norteamericanos y los obligó a quedarse en casa. No cruzaron más el río ni bebieron sus acostumbradas margaritas en el Kentucky, uno de los bares construido en la ciudad en los años veinte y, hasta hace poco, favorito de los güeros para pasar largas horas de ocio.

 

El fenómeno de la dislocación de la industria maquiladora afectó las relaciones de producción. El desempleo, como una primera advertencia de lo que se veía venir, ausentó de la Juárez a sus bebedores tradicionales: los empleados de la maquiladora. Sin gringos y sin obreros, sólo quedaron los narcos, quienes ocupados por salvar su negocio asomaban la cabeza en los bares únicamente para cobrar la cuota y ajustar cuentas entre ellos.

 

Entre 2008 y principios de 2011, la ciudad vivió el infierno y su noches quedaron en silencio. Fue cuando la avenida Juárez apareció tras un velo de premoniciones funestas y en su rostro se ahondó la cicatriz que caracteriza regiones ilegales. El olor a pólvora llenó de miedo todos los barrios y la matanza en las calles arrebató al narco el velo delicado de su reino invisible.

 

 

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La prosperidad americana convirtió a la avenida Juárez en uno de los mejores sitios para hacer negocios. En 1956, Ciudad Juárez, entonces un poblado de 180.000 habitantes, tenía ya más de 600 establecimientos dedicados al placer y a la disipación. A partir de 1941, año marcado por la guerra, en los alrededores y en el corazón de esta calle se instalaron médicos, dentistas, oficiantes de abortos y ministros de culto.

 

Había, además, abogados que ofrecían a extranjeros sus servicios. Un divorcio exprés, prohibido en Estado Unidos en ese tiempo, podía costar hasta tres mil dólares.

 

Las tiendas de artesanías proliferaron en el centro de la Juárez para satisfacer las excentricidades de los clientes famosos, provenientes del mundo del espectáculo. Los hoteles alojaban a celebridades y acogían a adinerados anónimos en busca de acción de este lado del río.

 

—Esta parte de la historia, cada quien la cuenta a su manera, me dijo Javier Tapia Bautista, el día que lo entrevisté a las puertas de una tienda de artesanías. Tapia Bautista es uno de los tantos hijos adoptivos de la frontera. Llegó hasta aquí después de recorrer cientos de kilómetros en autobús en 1950. Nació en Pánuco, Veracruz, una región con uno de los mayores índices de pobreza rural e inundaciones pluviales en el sur del país.

 

Tapia Bautista es ahora es un desempleado. Deambula por las escasas tiendas de artesanías aún abiertas: ocho de cien, para ser exactos, me dice el dueño de México Lindo.

 

El enciclopedista callejero no tiene empleo, pero tiene buena memoria. Recuerda a Sugar Ray Leonard y a Mike Tyson. Leonard, flaco y fibroso, con los ojos rojos y perdidos en las Mexican curious llegó a la Juárez una tarde lluviosa de agosto de 1970. En la tienda de artesanías El Charro compró dos congas profesionales para su hijo, Jarrel, de apenas dos años. Leonard, según Tapia, sujetaba en la tienda al pequeño Jarrel con su mano izquierda, la misma que sacudió el hígado de Mano de Piedra Durán la histórica noche del 25 de noviembre de 1980, en la que el panameño abandonó la pelea en el séptimo asalto, ante la mirada incrédula de 40.000 espectadores, en el Superdome de Nueva Orleans.

 

A Mike Tyson lo recuerda probándose unos jorongos granate como la sangre que el boxeador escupió después de arrancarle la oreja a Evander Holyfield en abril de 1997.

 

Un mesero del Kentucky dice que Marilyn Monroe tomó margaritas, mezcla de jugo de limón, licor de naranja, 7 up y tequila, en el bar. Traía consigo, aquella tarde de 1956, un ajedrez de ónix comprado en una de las tiendas de la calle.

 

 

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La fatalidad o ventura de su ubicación geográfica enfrentó a los habitantes de Juárez a una vida de sobresaltos. Un acontecimiento despuntó en su historia y colocó a los fronterizos en la antesala de una larga noche sin retorno: la implantación de la Ley Seca en Estados Unidos, que prohibía la producción, transporte y venta de alcohol en su territorio.

 

La ley Volstead, denominada así por el apellido del congresista que la impulsó, procedía de las capas más conservadoras de la sociedad anglosajona. Aplicada en un país con casi tres mil kilómetros de frontera con México, su aprobación y posterior aplicación forzosamente tenía que repercutir en las áreas vecinas, transformando la forma de operar de sus negocios.

 

Una de estas zonas fue Ciudad Juárez, separada de Texas y Nuevo México por una empalizada fácilmente penetrable. Las piezas encontraron su lugar en el tablero y pocos meses después de aprobada la ley la economía local creció tan aceleradamente tanto como la bolsa de empresarios de ambos lados de la frontera.

 

Conscientes de las ventajas de vivir en una área estratégica, capitales binacionales instalaron las primeras destilerías de whisky y la única fábrica de cerveza conocida en Ciudad Juárez.

 

Con la producción de alcohol de este lado del río, nació y ganó auge el contrabando, una actividad hasta entonces desconocida, que sustituyó la derrama económica propia de una zona desértica con escasas posibilidades para la agricultura.

 

Datos de la hemeroteca privada de Francisco Hernández Villalobos, un minucioso coleccionista de registros y documentos locales, revelan que en tiempos del mayor auge de la prohibición, una caja de whisky podía costar en territorio estadounidense hasta cinco mil dólares de la época, mientras que en Ciudad Juárez su valor no sobrepasaba los cien. De esta manera arribó a estas tierras la prosperidad, pero también la violencia y la sofisticación en el uso de las armas de fuego, pues se entendía: el trasiego, un negocio riesgoso y competitivo, exigía de otros métodos para permanecer y defenderse.

 

 

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El Kentucky es el bar vivo más antiguo de Ciudad Juárez. Se abrió en 1920 y su tradición es parte de un ciclo memorable de la frontera. En los tiempos actuales, su interior condensa la historia de una época floreciente y la nostalgia por las noches de oropel con que alguna vez se vistió esta calle inimitable. De los lugares sobrevivientes de la avenida Juárez, el Kentucky es uno que vive y disfruta de su obsolescencia. Desde su fundación, su aspecto sigue siendo el mismo: una barra maciza y alargada traída desde Europa, vía Nueva Orleans, unos taburetes de madera altos de la época de la prohibición, mesas de doble asiento face to face (estilo Chicago), amplios espejos colgados en la pared de la contrabarra y dos cajas registradoras National de los veinte del siglo pasado.

 

En medio de todos los males, este bar es uno de los iconos insustituibles para que el Juárez antiguo siga existiendo.

 

Como asidera o cliché, el Kentucky se alimenta de la sangre joven proveniente de los barrios acomodados. Los viernes y sábados por la noche, entre el bullicio y la humareda, sus paredes atestiguan el gusto por la vida que empieza a regresar a la frontera.

 

En las mesas pobladas siempre habrá dos obsesiones presentes: la fascinación por la ropa de moda y la fe, socrática, en las nuevas tecnologías.

 

Un verdadero juarense sabe que el Kentucy no es un lugar donde se vendan pollos, dice un cartel a las puertas del bar, reafirmando, en medio de tanta destrucción, la supervivencia de la identidad fronteriza.

 

 

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Entre semana, las horas en Kentucky discurren con paso bucólico. Las aprovechan los viejos de ambos lados del río. A las cinco de la tarde de un jueves de octubre, desde la barra, se divisa la escasa luz del crepúsculo. El resplandor contrasta las fisuras del edificio de enfrente con un rinoceronte vigilante en la cornisa. Sobre la barra hay un tequila doble y una Coors Light. Saco un cigarrillo. Me desparramo. En la penumbra, más allá de la pantalla gigante que trasmite lo que parece ser uno de los partidos de temporada de la Nacional, alguien habla de un viaje a Berlín. Es un americano. Saborea su cerveza y la presencia de una mujer joven a su lado. Ella le acaricia los brazos, dos tenazas fuertes y alargadas. El habla algo sobre la Potsdamer Platz. Dice que ese lugar quedó alguna vez con las narices pegadas contra el Muro.

 

La plática es a veces inteligible. Parece banal, como los anuncios que suspenden a ratos el juego en la televisión. La mujer sigue en lo suyo: no deja de acariciar, ahora con mayor fruición, la piel del americano. El encargado del Kentucky habla sobre la historia de la barra donde sigue mi tequila. En la pared trasera del bar está colgado un retrato gigante. Aparece en él el flaco Álvarez, acompañado de una María Félix espigada y un Jorge Negrete taciturno. El Kentucky debe su nombre a la ciudad en cuya tierra las carreras de caballos y las apuestas gansteriles fueron la sensación en la Unión Americana, en la década de los veinte. El gringo insiste en su plática sobre Berlín, mientras su acompañante pide su tercera margarita.

 

Antes de marcharme del bar un joven asoma el rostro sobre la luz de la puerta. Cubre su cabeza con una gorra beisbolera. Su acento y su mochila a la espalda delata su tiza de migrante. Un ayudante lo saca del lugar casi a empellones…

 

 

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El 8 de octubre de 1941, un día después del ataque a Perl Harbor, Franklin Delano Roosevelt declaró la guerra a Japón. Con esta decisión, el gobierno de Estados Unidos, sin proponérselo, devolvería a Ciudad Juárez su antiguo esplendor.

 

Durante los primeros meses del conflicto, Roosevelt estacionó a 25.000 soldados en Fort Bliss, su tercera base militar más importante, ubicada a quince minutos de Ciudad Juárez, en el otro lado del río. El arribo masivo de la milicia a El Paso, Texas, regresaría la prosperidad a la zona y rompería el récord de los cruces peatonales entre ambos puntos de la frontera: unos 400.000 al año.

 

La atracción por la ciudad era su ubicación geográfica, pero su mayor seducción, su aire libertino. Si en décadas recientes los americanos sembraron sus maquiladoras de este lado del río, en la mitad del siglo pasado, al alcohol, al aborto, al divorcio, al sexo, a la heroína, a la marihuana y a los matrimonios mal avenidos, también, había que buscarles un sitio más allá de la frontera.

 

De vez en cuando viejos juarenses extraen del ático del tiempo una imagen idílica que pareciera su favorita cuando la cuentan: la de una interminable fila de soldados americanos, de cabezas rapadas, rostros colorados y grandilocuentes, cruzando el puente Santa Fe, como si tratara de una procesión de bienaventurados en busca del elixir de la vida.

 

La milicia, a la que se refiere la anécdota, busca llegar hasta los bares de la Juárez. De este lado del río, los fieles, sin uniformes ni galones, se asomarán a un pozo profundo de ficciones negadas. Beberán en la piel de chicas mexicanas impensables que, sin ningún rubor, les masajearán el falo, antes de llevárselos a la cama. En esta esquina del mundo, los guerreros se atreven a todo lo que en el país de al lado es moralmente abyecto.

Más que un lugar caótico, la frontera mexicana será para ellos una calle ávida de dólares, capaz de hacer realidad cualquier fantasía.

 

 

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La Bella Vista y la Alta Vista son dos barrios obreros pegados al borde. Su historia está vinculada a la vida trasfronteriza desde que la avenida Juárez quedó conectada al otro lado de la frontera mediante un puente de madera construido a finales del siglo XIX. Pero un mayor dinamismo no llegó a estas colonias ni a otros barrios aledaños hasta que El Paso Railway Company instaló un tranvía movido por energía eléctrica en 1902. A partir de ese año, los habitantes de ambas colonias entrenaron el olfato en el arte de la cacería de dólares y labraron su vida alrededor de los negocios callejeros. Los niños ven al tranvía deslizarse sobre un hilo de sueños y la miseria del lugar lima su astas cuando los adultos deciden inyectar placer a la existencia insípida de la vida americana. La impronta del rock por la radio moldeó el gusto musical de los jóvenes, mientras cientos de mujeres, en su mayoría madres solteras, traspasaron la línea para ocuparse en la limpieza de casas en El Paso. En ese ir y venir, la Juárez es alfil en el tablero de la consolidación de la cultura transfronteriza, cuyo fondo es ser parte de ambos lados al mismo tiempo.

 

 

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En el Kentucky son las ocho y veinte de la noche. A esas horas hay escasos parroquianos en la barra y la somnolencia es un mar que se filtra por debajo de todas las puertas. Mientras pienso insistentemente en esta calle, Memo Ochoa, la sensación del Ajaccio, desvía con las uñas una bala fulminante de Ibrahimovic del Paris Saint Germain, en un partido trasmitido por ESPN. Al parecer, el juego a nadie le importa, pero a mí me traslada a algunas calles de Europa, asépticas y renovadas, mordidas por el fino diente de la globalización.

 

Mis recuerdos son de 2006. En ese año viajé por los países recién ingresados en la Unión Europea, y al transitar por algunas de sus avenidas amplísimas reconocí en las vitrinas la banalidad de la elite europea y las debilidades de su séquito de consumistas privilegiados: un bolso Gucci de mujer por 7.900 euros, una cantidad con la que podría vivir una familia de un trabajador de cualquier maquiladora de Ciudad Juárez durante cinco años seguidos.

 

El accesorio, colgado en un estante en los Champs-Élysées, me pareció bello –ecléctico, opinó una mujer pelirroja, de piernas largas y enfundadas en una minifalda de seda–, pero inútil en muchos sentidos –corregí yo– en manos de mujeres evanescentes, quienes los portan a costa de tanto dinero y la extinción de avestruces en alguna sabana de África.

Al recorrer la Unter den Linden, la Montenapoleone, New Bond Street, la Gran Vía y los Champs-Élysées, supe, además, que estas avenidas no conducían a ningún sitio.

 

Ahogadas en su propio oropel, desde hacía tiempo habían perdido el rumbo. Habían dejado de ser un medio (que condujera algún lugar) para sólo ser luces de sí mismas.

 

La Juárez, por el contrario, desde el Kentucky, me parecía que reafirmaba su destino.

 

En 3.800 kilómetros de frontera entre México y Estados Unidos, seguía estando allí como ese claro por donde los sin patria, particularmente centroamericanos, cruzan el río, desde que Texas dejó de ser mexicano y los gringos nos arrebataron más de la mitad del territorio en 1847. Viéndola desde atrás de los cristales ahumados del bar, la Juárez parecía una calle bastante solitaria, pero seguía marcando ruta y llevándonos directo al culo del imperio.

 

 

 

 

Juan Carlos Martínez Prado nació en Guadalajara, Jalisco, México (y reside desde hace 25 años en Ciudad Juárez, Chihuahua). Es periodista independiente y ha publicado en varios periódicos mexicanos. Algunos de sus textos han aparecido en The Clinic (Chile), Trovarelamerica (Argentina), EmmequisReplicante y Arrobajuarez (México) En FronteraD ha publicado Ciudad Juárez, pandilleros o víctimas de la desocupaciónLomas del Poleo: detrás del despojo, la avaricia, Ciudad Juárez, la frontera olvidada y Tambores de guerra en el Cherán mexicano

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