Recuerdo la primera vez que vi la costa de África. Fue en los Caños de Meca y fruto de aquella experiencia nació el poema del náufrago. Enseguida me sentí muy apegada a ese enorme continente que desde niña añoraba en las clases de Geografía. Simplemente con mirar las colinas que se divisaban en el horizonte tenía la sensación de haber cumplido un gran deseo.
Entonces pensé en la gente que miraba la costa española desde el otro lado, así como de sus sueños y esperanzas. En ese momento, mis propios sentimientos se quedaron cortos porque yo lo único que hacía era contemplar desde lejos una tierra que conocía por los documentales de animales salvajes y la novela de Francesca Marciano. Me imaginaba a mí misma como una criatura que se encuentra por primera vez con su verdadera madre – la cuna del homo sapiens – mientras que había personas en la costa opuesta que vivían una realidad totalmente distinta y arriesgaban sus vidas para separarse de esta tierra, para cambiar su destino. Esto me provocó un cambio de perspectiva. Ahora pienso sobre qué es lo que África ve en nosotros, los europeos.
El poema del barrio obrero surgió tal vez por mi nostalgia, porque yo estaba viviendo con mi familia en Varna, una ciudad costera de Bulgaria. Se suponía que tenía que sentirme en casa, pero me daba cuenta que echaba de menos la diversidad de culturas y este sentimiento de “lejos de casa” compartido que tenía con mis vecinos en el barrio de Zaidín, en Granada. Incluso los vecinos españoles lo entendían: los obreros, desempleados y con estudios sin acabar, supervivientes de la crisis y de un pasado muy descabellado y anárquico, comprendían intuitivamente este sentimiento.
Posteriormente volvimos al “gueto” y comprobamos que todo el mundo nos recordaba y nos recibieron como a uno de ellos. Y no es cosa mía lo de llamar al barrio “mi gueto”. Los que no son de allí de verdad lo llaman así. Recuerdo que nos aconsejaban mudarnos a otro sitio, buscar un colegio más prestigioso para las niñas. El barrio tenía mala fama por las drogas y la violencia del pasado. Al final nos alegramos de haber elegido quedarnos porque aquí no ocurre lo que se dice. Sobre todo, los vecinos no pretenden ser nada más que tú. Aquí se aprende la lección más valiosa en la vida: que cada historia humana puede ser la tuya.
África parece tan cercana
Las colinas verdes de Tánger
Las contemplaba todos los días
Desde mi mirador
Tan cercana tal vez les parecía a ellos también
La costa de España
La civilización añorada
La tierra de sus esperanzas
Por esto se tiraron
En las aguas oscuras
Tan cerca parecía
Que podían incluso atravesar la distancia nadando
Hombres que venderán hachís
Jóvenes que trabajarán en los invernaderos
Madre que cambiará el destino
Del fruto en su vientre
Niños que contarán la historia
Niños que nunca crecerán
La ola helada les da la vuelta
En la noche la orilla vibra y brilla
Con miles de lucecitas eléctricas
Parece mágica la civilización
Y tan cerca parece estar
Que merece la pena intentarlo
Siempre que haya alguien que te estreche la mano
Todos los días estoy en mi mirador
En el gueto de los trabajadores
No te llaman extranjera
Si te sientas en el banco
Para tomarte una cerveza
Con los albañiles desempleados
No eres extranjera
Si compras carne
Del Halal de Ahmed
Quien te llamará hermana
No eres extranjera
Si bailas bachata
En la casa de los vecinos en Navidad
No eres extranjera
Si tus hijas juegan
A vender juguetitos
En la plaza
Con los gitanillos rumanos
Solo te mirarán ampliamente
Con la sonrisa estampada en la cara
Y te dirán en voz alta
Estas lejos de casa, cariño.
Katya Gerova (Bulgaria). Poeta. Reside en España desde hace veinte años. Traductora e Interprete por la Universidad de Granada (España). Publica regularmente en la revista búlgara Нова социална поезия (‘Nueva Poesía Social’). Se desempeña como profesora de inglés a niños y dedica su tiempo libre a la poesía y a su familia.