De lejos se estudia el pasado, como si fuera otro mundo, lo nunca visto: ¿Exactamente qué lanza rudimentaria tumbaba cien elefantes? ¿Era albo o era cándido el blanco de la túnica? ¿Cómo nos daba el amor un abrazo sin brazos, que iba propiamente al pecho, appectorare, del moderno apretar las tuercas? Treinta jarras distintas había para el vino, la que templa, la que enfría, la que sirve, la que guarda… Las palabras antiguas brotaron del paisaje, millones de estrellas y semillas conocidas por sus nombres, nombres perdidos. Nacieron de una lengua natural que hablan mares gerundios, ríos afluentes de otros ríos, montes como categorías mayores donde se resuelven las diferencias. Ante la gravedad del autor desconocido, el hombre sueña que inventa las palabras y las cosas.