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Mientras tantoLa ley de Bartleby

La ley de Bartleby


 

Estos días he estado releyendo “Bartleby el escribiente”. He leído “Bartleby” unas seis veces en mi vida, y cada vez que lo he leído he descubierto más cosas en este relato. La primera vez que lo leí, a los veintipocos años, no me di cuenta del ácido humor negro que contiene esta historia. Tampoco vi que detrás de la figura espectral de Bartleby hay una especie de fuerza física irresistible, una fuerza que se manifiesta en algo que ahora me atrevería a llamar “la ley de Bartleby”. Porque Bartleby, más que un personaje, es una corriente invisible de energía que se alimenta de la mansedumbre y la pasividad. Y de la misma forma que los físicos han hallado una clase de energía que llaman “energía perdida” -la energía que no se traduce en trabajo útil y que está en el origen del concepto de entropía-, Herman Melville descubrió en Bartleby a un equivalente humano de esa energía perdida, o dicho de otro modo, una no-energía que se convierte en una extraña forma de energía.

 

Y eso no lo percibí hasta que releí el relato hace unos quince años, en un apartamento de Santiago de Chile, en el barrio de Providencia. Era en invierno y en el patio del edificio había un ligustro. Yo leía “Bartleby” en la cama, muerto de frío, y a veces levantaba la vista y miraba a través del ventanal la cumbre del Cerro San Cristóbal, a lo lejos. Luego me fijaba en las ramas desnudas del ligustro, de las que colgaba un pequeño racimo de bayas azules. El viento helado del norte (que viene del sur en el hemisferio austral) sacudía las bayas, y por la noche las temperaturas descendían a 3 o 4 grados bajo cero, pero aquel pequeño racimo de bayas azules seguía en su sitio, igual que Bartleby seguía ocupando el despacho de su jefe a pesar de todos sus intentos por despedirlo. Al principio pensé que la terca imperturbabilidad de Bartleby tenía que ver con la resistencia de aquellas bayas al viento y al frío. Pero en seguida caí en la cuenta de que Bartleby también era la fuerza que las sacudía. En realidad era las dos cosas: una energía que surgía de la inmovilidad. La energía perdida.

 

De hecho, Bartleby -el copista que preferiría no hacerlo-, es una especie de fuerza magnética que va desplazando a todo el mundo. Poco a poco se va apoderando de la voluntad de su jefe, y luego del espacio físico de la oficina, y después está a punto de apoderarse de todo el edificio, hasta convertirse en una amenaza peligrosa para la existencia de Wall Street. Y todo lo consigue mediante la inacción y la pasividad, porque Bartleby es capaz de convertir la inmovilidad en una fuerza que se va extendiendo a su alrededor y va desplazando todo cuanto se le pone por delante.

 

Herman Melville escribió “Bartleby” en el verano de 1853, cuando tenía 33 años. En su primera versión, el relato llevaba el subtítulo de “Una historia de Wall Street”. ¿Por qué lo escribió? Ante todo, porque Melville se sentía “al borde del abismo” a causa de las escasas ventas de “Moby Dick” y las críticas furiosas que había recibido su novela. Desde que la publicó, Melville sabía que su carrera literaria iba ir a contracorriente de los gustos establecidos, pero estaba decidido a continuar por el camino que se había trazado. En este sentido, la incomprensible obstinación de Bartleby ya existía en el interior de Melville. De todos modos, uno se pregunta qué fue lo que le inspiró el personaje. Por lo que parece, el pálpito inicial se debió a un recorte de prensa que Melville había recortado diez años antes de escribir la historia y que tenía guardado en su archivo. Aquel recorte reproducía el anticipo de un relato anónimo, The Lawyer´s Story, que iba a ser publicado en una revista y que incluía el siguiente párrafo inicial: “En el verano de 1843, al tener una gran cantidad de copias que hacer, contraté de forma temporal a un nuevo copista, que me interesó de forma singular por su actitud modesta, silenciosa y caballeresca, y por la intensa aplicación con que se entregaba a su trabajo”. Gracias a aquel recorte de un relato desconocido, que Melville había guardado diez años en su escritorio, Bartleby empezó a cobrar vida. Y una vez que Melville encontró aquel recorte, todo fue muy fácil. Pero Melville tenía dudas sobre la credibilidad del personaje. Por fortuna leyó un artículo sobre la Oficina de Cartas Muertas de Washington, y esa idea le sirvió para su epílogo sobre el rumor que relacionaba a Bartleby con un trabajo anterior en aquella oficina, y así encontró una razón narrativa –por elusiva que fuera- del inexplicable comportamiento de Bartleby.

 

Bien, ya sabemos de dónde surgió Bartleby. Y ahí está lo extraordinario de este relato: “Bartleby”, la historia del copista, empezó siendo una copia de otro relato escrito por un escritor cuyo nombre se ha perdido. O sea que Melville se inspiró en un Bartleby desconocido que no ha dejado ninguna huella en la historia de la literatura.

 

Por lo demás, Melville no tenía un gran conocimiento del mundo de los abogados y copistas de Wall Street, aunque en su medio social había muchos abogados y profesionales del Derecho. Su hermano Allan era abogado y trabajaba en Wall Street, y su suegro era juez, el juez Shaw. En la correspondencia de Melville abundan los comentarios sobre historias que le han contado abogados conocidos suyos. Pero la vida de Melville había discurrido hasta entonces muy lejos de los despachos y las oficinas. A los quince años, tras la ruina del comercio de su padre, Melville tuvo que abandonar sus estudios y después se pasó una gran parte de su juventud en un barco ballenero. Todas las novelas que había escrito antes de Bartleby hablaban del mar y de los espacios abiertos. Pero hay algunas conexiones vitales que son interesantes para entender la súbita aparición de Bartleby. El padre de Melville había muerto loco. Y cuando escribía “Bartleby”, Melville se sentía angustiado –ya lo he dicho- por su escaso éxito como escritor.

 

Todas estas cosas influyeron en su relato, un relato claustrofóbico que tiene un regusto muy poco americano, tal como imaginamos a la joven y próspera democracia que entonces era la patria de Melville. He intentado averiguar si Melville podía haber leído “El abrigo”, el cuento de Gogol publicado en 1842 que también cuenta la historia de un copista, pero ese relato no se tradujo al inglés hasta la década de 1920. En cambio, he descubierto que una novela de Gogol, Almas muertas, había sido traducida en América en la época en que Melville estaba escribiendo “Bartleby”. Almas muertas no trata de copistas, pero su trama –la de un sinvergüenza que compra un censo de esclavos muertos para hacerlos pasar por vivos y así poder dárselas de terrateniente- tiene algunas extrañas concomitancias con la obra de Melville. ¿Leyó Melville las “Almas muertas” de Gogol? No lo he podido averiguar. Pero es evidente que hay algo gogoliano en este relato de un oficinista que es una especie de muerto en vida que decide vivir emparedado en Wall Street. Además, y esto sí que es inquietante, Melville murió olvidado por completo, después de haber trabajado casi veinte años en una oficina de Aduanas de Nueva York. Así que Bartleby, en cierta forma, fue una premonición de lo que iba a ser la propia vida de Herman Melville. Y no olvidemos que Bartleby es una historia de fantasmas, y más aún, una historia de terror. Un terror dócil, impávido, silencioso, inescrutable -igual que Bartleby-, pero terror al fin y al cabo.

 

Las primeras veces que leí el relato se me pasó por alto la importancia del narrador, ese abogado innominado que un día contrata a Bartleby y nos va contando su historia. Ahora veo que el verdadero protagonista del relato es él. Bartleby no cambia a lo largo del relato, pero el narrador sí que vive un cambio trascendental. Al principio, el abogado es un ser hipócrita, egoísta, cínico e interesado. Nos dice que tiene un bufete de abogados, pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que su bufete es más bien una simple gestoría, o incluso algo de mucha menor entidad, quizá sólo el equivalente de lo que hoy sería una copistería, que además está emparedada entre edificios mucho más altos que le quitan la luz. Está claro que la oficina de ese abogado no es tan próspera como nos quiere hacer creer. Y él mismo tampoco es tan eficiente y laborioso como nos dice. Más bien descubrimos que se trata de un holgazán que prefiere trabajar en asuntos aburridos y nada arriesgados, una especie de administrador de bienes ajenos (títulos, hipotecas) que hoy sería un simple administrador de fincas. Además, ese abogado se nos hace antipático desde el primer momento. Es un personaje taimado, pagado de sí mismo y obsesionado por la respetabilidad y el decoro. También es cobarde, influenciable, débil y miserable (permite cualquier cosa con tal de ganar un poco de dinero y no ser molestado). Y ni siquiera se atreve a desprenderse de sus dos empleados, uno alcohólico y el otro medio loco.

 

Pero lo asombroso de la historia es que el abogado irá cambiando a medida que avance la acción, y todo eso ocurrirá gracias al simple contacto con Bartleby. Y así, el abogado que empieza siendo un personaje mezquino e hipócrita acabará siendo un personaje desinteresado, compasivo y preocupado por Bartleby.A medida que Bartleby se va adentrando y al mismo tiempo se va disolviendo en la pasividad (deja de copiar, deja de escribir, deja de salir, deja de comer), el abogado va descubriendo más y más cosas acerca de la vida, lo que significa que también va descubriendo más y más cosas acerca de sí mismo. El punto de inflexión se produce más o menos a la mitad del relato –lo que demuestra la perfecta arquitectura compositiva de la historia-, cuando Bartleby le anuncia a su jefe que se niega a escribir. “¿Por qué?”, pregunta el jefe. “¿No lo ve usted mismo?”, contesta Bartleby. En un primer momento, el abogado cree que Bartleby se está quedando ciego a causa del trabajo y por eso lo perdona una vez más. Pero Bartleby no está ciego, como comprueba muy pronto el abogado, sino que sufre otra clase de mal, y este descubrimiento llenará al abogado de inquietud e incluso de horror. Porque Bartleby no es un indisciplinado, ni un lunático, ni un holgazán, sino una persona que está sola en el universo y vive como un despojo a merced del océano. Éste es el descubrimiento trascendental que lo cambia todo. Y entonces nos damos cuenta de que el abogado también percibe –primero con incredulidad, luego con asombro, luego con horror- que él también está solo en el universo y no es más que un despojo en mitad del océano. Y a partir de ese momento, el abogado vivirá a merced de Bartleby, y no al revés, como debería ser según el orden jerárquico que los unía.

 

Melville era un hombre obsesionado por la religión, así que no es extraño que las parábolas evangélicas floten sobre el relato (como también flotan sobre «El abrigo» de Gogol). En cierta forma, Bartleby actúa como una especie de Jesús que consigue alterar la conducta de las personas que entran en contacto con él. Sólo que Bartleby es más bien el reverso de Jesús, o su antítesis, porque el Jesús del Evangelio usaba la mansedumbre –y la inteligencia- para hacer que los demás descubrieran en su interior un fondo de piedad universal que nunca habían imaginado poseer, mientras que Bartleby usa la mansedumbre y la inacción –llevada a todos sus extremos- para hacer que los demás descubran en sí mismos un pozo negro de oscuridad y de disolución que nunca antes habían imaginado. En vez de anunciar la verdad del amor universal, Bartleby se limita a renunciar a ocupar el sitio que tiene asignado en el mundo –“Preferiría no hacerlo”-, y así anuncia la verdad del absurdo universal. Y lo que hace de Bartleby un personaje tan inquietante y tan incómodo es que su renuncia tiene una dimensión laboral, social, religiosa y metafísica. O sea que Bartleby obra una curiosa inversión del modelo evangélico. Y el relato podría representar un extraño evangelio contemporáneo, en el que la historia de Jesús fuera sustituida por la historia de Lázaro –otro muerto en vida que hubiera presentido la disolución inexorable que nos espera a todos-, sólo que su historia no sería narrada por un San Juan o un San Mateo, sino por Poncio Pilatos. Repito que el protagonista real de la historia no es Bartleby, sino el abogado, de modo que el relato podría haberse titulado “William J. Peabody, Secretario de Apelaciones” en vez de «Bartleby, el escribiente». Y si no fue así, supongo que se debió a que Melville vio en seguida que Bartleby era un personaje mucho más llamativo que el pomposo y abúlico abogado.

 

Es innegable que hay una dimensión religiosa en Bartleby. Pero también hay una dimensión metafísica. Y una dimensión psiquiátrica. Y otra social. Y otra que constituye una parábola sobre la condición humana. ¿Quién es Bartleby? Su comportamiento tiene algo de autista que es incapaz de relacionarse con los demás, y de rebelde que se niega a hacer su trabajo, y de réprobo que al negarse a aceptar su lugar en la sociedad desafía también la autoridad de Dios y el orden que éste le ha impuesto al mundo, pero Bartleby no es un autista, ni un rebelde, ni un réprobo, ni un desobediente, ni un vagabundo, ni un apóstata, ni un anarquista –aunque tenga rasgos de todas estas categorías humanas-, sino otra cosa muy distinta que sólo podemos llamar Bartleby y que quizá sólo se pueda definir con esta fórmula física que antes he llamado la ley de Bartleby: inmovilidad + imperturbabilidad = destrucción.

 

¿Por qué actúa Bartleby? Eso es difícil de saber. “Bartleby” es una parábola, es decir, una narración con un gran contenido simbólico. ¿Pero qué símbolo encierra esta historia? Muchos. Mi idea es que Bartleby ha descubierto algo que no sabemos con exactitud qué es, aunque podemos suponer que se trata de la certeza devastadora de la esterilidad de la vida. Un día, no sabemos cómo ni cuando, Bartleby vio el abismo inútil de la existencia. Y desde ese día en que descubrió que la vida no podía ser entendida ni explicada, Bartleby fue renunciando gradualmente a comunicarse, a trabajar, a comer y por último a vivir. Bartleby había llegado a la conclusión de que la vida es una equivocación, y desde entonces se enterró en un rincón oscuro que estaba en el fondo de un pozo, porque sabía que ése es el final que nos espera a todos. En vista de que ya conocía su final, él se adelantó a lo que iba a ser su destino. Y como sabía que estaba predestinado a la nada, se creó su propia nada y se habituó a residir en ella. Dejó de hablar porque las palabras no eran necesarias en el mundo de la oscuridad. Y al rodearse de nada y vivir en la nada, él también se volvió nada, es decir, un fantasma, o mejor dicho, alguien que sabía que dentro de sí llevaba un agujero negro, o acaso que él mismo no era más que un agujero negro. Y al final, cuando se dejó morir de inanición, Bartleby alcanzó su paradójico triunfo sobre los demás (y también sobre la nada, y también sobre sí mismo), porque los demás tuvieron que seguir viviendo esclavizados por lo que no querían hacer, pero él se atrevió a hacer lo que en verdad quería hacer, y como lo que quería hacer era no vivir una vida que no comprendía («preferiría no hacerlo»), entonces eligió dejarse morir, es decir, vivir libre, vivir la verdad, no-vivir.

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