The Line se compone de fotografías obtenidas por Palíndromo Mészáros seis meses después de que el 4 de octubre de 2010 treinta y cinco millones de metros cúbicos de residuos tóxicos fueran derramados por la fábrica de aluminio Timföldgyár y arrasaran los pueblos de Devecser y Kolontár, en la que probablemente fuese la mayor catástrofe ecológica en la historia de Hungría.
The Line es un texto visual, habla del mundo mediante fotografías, imágenes que vienen precedidas por unas pocas líneas de carácter periodístico, informativo, que explican aquello que ocurrió. Fue antes de que las fotografías fueran tomadas. Las fotografías fueron provocadas porque aquello ocurrió, por lo que dijeron las palabras acerca de ello. Es a partir del hecho explicado donde puede comenzar y comienza The Line. Sin palabras previas no es posible The Line. Las fotografías de The Line están obtenidas en un lugar ya hablado. Si no fuese un lugar con memoria, las fotografías lo dirían de diferente manera, la narración sería otra, no serían esas fotografías sino otras, formalmente iguales, de igual aspecto, parecerían las mismas. El gesto que las anima sería otro, un diferente contexto, una diferente lectura. The Line es un trabajo de vocación documental, es la descripción fotográfica de un lugar con hechos ya comentados con palabras. Las fotografías que conforman la narración The Line han sido obtenidas porque el lugar al que se refieren ya estaba escrito. La cámara aporta la prueba fotográfica de esa escritura, informa de ello, constata.
También hubo varias víctimas mortales, dice la crónica. Ello otorga al lugar la dignidad de los lugares que fueron habitados. Sus habitantes no han huido, como ocurre en muchas ocasiones, no es esa la cuestión, simplemente el paisaje se ha transformado, es otro lugar, el tiempo y lo que en él ocurre –hemos vuelto a habitarlo, a mirarlo–, transforma los lugares en otros lugares. Es un paisaje de ruinas como si fuera como si fuera aquel que proponían los románticos. Pero no son ruinas griegas, no hay nostalgia, no hay emoción, tan solo descripción. No hay nada que objetar. Y así ya se opina. Es un comentario, una actuación, se actúa, se investiga el paisaje, vamos allí para comentarlo, no para mostrarlo. Una presencia plagada de ausencias, es el asunto a constatar, y se manifiesta a través del silencio, la ausencia es silencio. Cuando el silencio dura demasiado se convierte en olvido, y pronto deriva en anonimato. La cámara viene a intentar entorpecer este proceso, viene a intentar que el silencio hable, un testimonio mudo, ciertamente, pero clarificador. Es necesaria una cámara realmente hábil, atenta, reflexiva. Es un proceso lento. Mira y comprende. Todo ello para que el silencio quede expresado. Finalmente será ella, la que mira sin alma, la que recicle lo que ha escuchado y emita sus propios sonidos. En esta ocasión serán murmullos, muy lejos de aquellos ruidos sin control producidos por un mundo ruidoso. El acontecimiento vuelve a estar presente, la mirada es el acontecimiento. En realidad nada había, nada ocurría hasta que llegó la cámara, es ella quien crea la realidad. El hecho es el hecho de mirar, el lugar nuevamente mirado, una cierta nueva vida surge, una nueva visión, nuevos ojos. El lugar siempre estuvo allí, desde que fue escrito por los residuos tóxicos. Ahora es visto con nuevos pensamientos. Vuelve a ser visto, es señalado con el dedo, un cierto testimonio del mundo aportado por la fotografía.
La información que propone un espíritu con vocación documentalista es estética, ante todo estética. El acto de invocar al silencio es un asunto estético, es esa forma la que nos va a poner en contacto con ese silencio, que cuando es del mundo nos atrevemos a llamar anonimato. La distancia necesaria, ninguna contaminación sonora, una total ausencia de ruidos: ello nos permite escuchar lo que el lugar emite. Pudieran ser infrasonidos. Parecería una labor detectivesca. Es necesaria una máxima atención. Una cámara aupada por un trípode lo beneficia: su actuación parecería pasiva, una webcam. De hecho parecería tan solo una receptora de luces y sombras, también de colores. El espacio ya ha sido construido, establecido por el trípode. El lugar, eso visible sin contornos hasta donde la vista alcanza, ha sido cercado para obtener a partir de él un espacio fotográfico, el espacio de la cámara, el único posible para la fotografía. A partir de ello es una espera, un sentir que el mundo habla en susurros, sin molestias. Parecería que sin deseos, sin protagonismo, se reivindica el fotógrafo invisible, el que tan solo sitúa el trípode para que la exploración sea posible. Desde ahí, esperaremos. La cuestión es dónde situar el trípode para que la invocación se lleve a cabo, un asunto de extrema importancia porque es la exacta distancia la que va a determinar la acción, el resultado, el haberlo conseguido. Además es, una vez más, una mirada, quizás contemplativa. Se ha creado un escenario donde pueden ocurrir los nuevos hechos, los que son consecuencia de un nuevo acercamiento. Tenemos la tentación de los ruidos, de un cierto primer documentalismo que registraba los hechos, los llamaría fenómenos, acontecimientos, y aunque vigente buscamos la dificultad de ser invisibles, de que el mundo hable sin interferencias, sin pronunciamientos, sin hacer declaraciones y por supuesto, sin hacer concesiones. Nunca maquillaríamos el mundo.
El documentalismo contemporáneo, al menos por el momento, quiere el silencio que queda después de la batalla. Uno de los primeros quizá, Roger Fenton, durante la guerra de Crimea, tan solo una fotografía para acaparar un siglo de documentalismo, un camino, un montículo que no lleva a ninguna parte, tierra de nadie, unas balas de cañón esparcidas, que quieren hablar de lo que fue, de lo que era, de lo que pudo haber sido. Añadamos a ello el título de la imagen: El Valle de la Sombra de la Muerte (1855), un texto para dirigirnos en el significado de la fotografía. Es la perfecta imagen para ser absorbida, succionada por una lectura contemporánea. La información que aporta la fotografía es estética, no podría ser de otra manera con una cámara en las manos de lo que llamamos fotógrafo, aquel que necesita escribir el mundo desde el lenguaje, en forma de testigo transparente, que obliga a hablar a una herramienta de precisión que obtiene fotografías y que escanea lo que se le pide y que no representa sino que presenta… y registra. De otra manera, no haría falta del rigor de la fotografía, de sus dificultades, de su rituales, de su ortografía. Es su finalidad, documentos del mundo a través del filtro estético. No es una descripción analítica, incluso podría sentirse como vacía, a pesar de que la mirada lo quiera parecer, es un gesto estético. Sí, hay un poeta en prosa detrás de la cámara, no un perito dispuesto a evaluar daños.
Además, ahí se encuentra el color que muestra el mundo en su posible color. Se fotografía en color porque después de Lee Friedlander, de Tod Papageorge, y de otros, y sin duda de Bill Owens y Suburbia, ya no queda otro remedio que fotografiar en color. También es cierto que la localidad de Ajka tan solo puede ser fotografiada en color, porque en definitiva se trata de una prueba fotográfica, término aclaratorio empleado por Gustave Flaubert en Egipto. Mientras su amigo y compañero de fatigas Maxime Ducamp obtenía pruebas fotográficas de las pirámides, él, el escritor de palabras, miraba. Es ciertamente lo que debe hacer quien quiere hablar de ello posteriormente. En todo caso, para la prueba fotográfica que nos ocupa también es necesario mirar. Es un intento con intención estética. Lucrecio advirtió de que los ojos no sirven para conocer la naturaleza de las cosas. Pero no es esa nuestra prioridad, tan solo trabajamos con las apariencias. Es una simple constatación de una realidad por definir. Tan solo se pretende informar informando estéticamente. En este caso, estética quiere decir forma, esto es, el significado necesario de la imagen.
Insistamos: la información es ante todo estética, el acto de intentar hacer hablar al silencio es un asunto estético, es esa forma la que nos va a poner en contacto con esa bruma que parece quitar nitidez al lugar, desenfocar la escena, incluso. La distancia necesaria, una total ausencia de ruidos que nos permita escuchar el silencio y posteriormente transmitir esa información. La tentación del ruido del primer documentalismo, aquel que se centraba en los hechos acaecidos en el mundo, es tentadora y, aunque vigente, buscamos la dificultad de ser invisibles, como si no estuviésemos, queremos que el mundo parezca que habla sin interferencias, como si no nos interpusiésemos, y lo que diga, que lo diga lentamente, y en voz baja, como si no quisiera decirlo. Llegamos tarde a los lugares, cuando todos se han ido, cuando ya no hay gritos, cuando, ante la imposibilidad de obtener información de primera mano, optamos por lo que parece, por la superficie de las cosas, quizá, muy probablemente, se llegue a una verdad más profunda por ese camino.
No es tan solo Fenton, incluso mejor Eugène Atget en Versalles, cuando los fuegos artificiales en el gran canal ya se han apagado, cuando el concierto de Lully ha terminado, cuando ya no es primavera ni verano, cuando el lugar ya no es aquel que era antes de que ocurrieran los hechos. Es cuando entra en juego la fotografía. Así lo ha entendido un documentalismo que apreciamos, que no se resiste a no leer e interpretar aquellas imágenes que buscaron un mundo al que arrancar su silencio. Estas y otras son reflexiones a las que me ha llevado la narración The Line.
Eduardo Momeñe es fotógrafo y editor de fotografía de FronteraD, donde ha publicado, entre otros artículos, Brian Griffin y ‘The Black Country’, Dos cartas de Sergio Larrain, Incidente en ARCO, La dama de Corinto y Acerca de Maryon Park