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Mientras tantoLa llamada

La llamada

Gazeta de la melancolía   el blog de Víctor Colden

 

La desoí mucho tiempo, pero ella no cejaba. «Ven», me decía con su voz azul. Andaba yo confuso, el tiempo y sus enredos me habían atrapado. Y la miraba de reojo, con nostalgia y fingida indiferencia: como si no me importara. Aunque sabía que era suyo. «Ven», me decía la montaña, «tú eres mío». Yo era suyo, sí, y no podía desobedecer a su llamada.

Nunca me olvidé de la época en que no le hacía falta insistir: «Vuelve a casa», me susurraba apenas, y enseguida me tenía, corría yo alegre a su invocación. Porque fueron muchos años. A aquellas excursiones con el colegio a Cercedilla o a Cadalso siguieron las salidas con Tato y los demás (Tablada, Maliciosa, Peñalara). Así fui aprendiendo los rituales del frío y la subida, el olor de las jaras y los pinos, y a respirar un aire finísimo, que me confirmaba que yo…

“De lejos, / la voz de las montañas / es azul. / De cerca, / es verde”, escribió Humberto Ak’abal. Con su voz gris y violeta me llamaba Guadarrama, con su voz parda y azul. Y yo obedecía: marchaba a la montaña. Pero no, no era obedecer, era otra cosa. ¿Estaba hipnotizado, bajo un hechizo? Sería eso, sí, un conjuro: ella me citaba y yo acudía. Fui a Gredos y a los Pirineos, descubrí la agreste sierra de Ayllón, fatigué los montes del sur. Y siempre volvía a Guadarrama.

Después… la desoí mucho tiempo. Pero yo en el fondo lo sabía: no podía engañarme a mí mismo. Desaparecieron otras cosas de mi vida, o se difuminaron. ¿Había perdido la fe? (Ni un credo del descreído podía pronunciar). Aunque todo eso andaba ahí, en alguna parte. Tenía que pasar el tiempo, desenredarme yo: la vida me lo debía. Y regresé a la montaña.

Recuerdo la mañana en que su voz sonó con la fuerza de antes («ven…»). No: con una fuerza aún mayor, más persuasiva. Se me quedó la mirada pegada al horizonte, a un perfil blanco y añil en la lejanía. Era imposible, a esa distancia, apreciar el resplandor de la nieve en las cimas, pero pude imaginar su ampo virgen y el aire helado, la corteza de los abetos, el murmullo del musgo y los tonos delicados del liquen. También la incitación del sendero, el magnetismo irresistible de una cinta que se va desplegando hacia lo alto.

Buscando el silencio, huyendo de mí, respondí a la llamada azul. Mientras subía el pico del Lobo, una mañana de invierno, iba oyendo su voz («tú me perteneces»), y esa voz se fundía con la mía: «Es siempre un paso tras otro», me iba diciendo, «y siempre cuesta arriba». Desde la cumbre contemplé el bosque de nubes que se agolpaba denso en la llanura, y a lo lejos un cielo irreal y la nieve en las cimas de Moncayo y Urbión: ya estaba —por fin— en casa otra vez.

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