La desoí mucho tiempo, pero ella no cejaba. «Ven», me decía con su voz azul. Andaba yo confuso, el tiempo y sus enredos me habían atrapado. Y la miraba de reojo, con nostalgia y fingida indiferencia: como si no me importara. Aunque sabía que era suyo. «Ven», me decía la montaña, «tú eres mío». Yo era suyo, sí, y no podía desobedecer a su llamada.
Nunca me olvidé de la época en que no le hacía falta insistir: «Vuelve a casa», me susurraba apenas, y enseguida me tenía, corría yo alegre a su invocación. Porque fueron muchos años. A aquellas excursiones con el colegio a Cercedilla o a Cadalso siguieron las salidas con Tato y los demás (Tablada, Maliciosa, Peñalara). Así fui aprendiendo los rituales del frío y la subida, el olor de las jaras y los pinos, y a respirar un aire finísimo, que me confirmaba que yo…
“De lejos, / la voz de las montañas / es azul. / De cerca, / es verde”, escribió Humberto Ak’abal. Con su voz gris y violeta me llamaba Guadarrama, con su voz parda y azul. Y yo obedecía: marchaba a la montaña. Pero no, no era obedecer, era otra cosa. ¿Estaba hipnotizado, bajo un hechizo? Sería eso, sí, un conjuro: ella me citaba y yo acudía. Fui a Gredos y a los Pirineos, descubrí la agreste sierra de Ayllón, fatigué los montes del sur. Y siempre volvía a Guadarrama.
Después… la desoí mucho tiempo. Pero yo en el fondo lo sabía: no podía engañarme a mí mismo. Desaparecieron otras cosas de mi vida, o se difuminaron. ¿Había perdido la fe? (Ni un credo del descreído podía pronunciar). Aunque todo eso andaba ahí, en alguna parte. Tenía que pasar el tiempo, desenredarme yo: la vida me lo debía. Y regresé a la montaña.
Recuerdo la mañana en que su voz sonó con la fuerza de antes («ven…»). No: con una fuerza aún mayor, más persuasiva. Se me quedó la mirada pegada al horizonte, a un perfil blanco y añil en la lejanía. Era imposible, a esa distancia, apreciar el resplandor de la nieve en las cimas, pero pude imaginar su ampo virgen y el aire helado, la corteza de los abetos, el murmullo del musgo y los tonos delicados del liquen. También la incitación del sendero, el magnetismo irresistible de una cinta que se va desplegando hacia lo alto.
Buscando el silencio, huyendo de mí, respondí a la llamada azul. Mientras subía el pico del Lobo, una mañana de invierno, iba oyendo su voz («tú me perteneces»), y esa voz se fundía con la mía: «Es siempre un paso tras otro», me iba diciendo, «y siempre cuesta arriba». Desde la cumbre contemplé el bosque de nubes que se agolpaba denso en la llanura, y a lo lejos un cielo irreal y la nieve en las cimas de Moncayo y Urbión: ya estaba —por fin— en casa otra vez.