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La llegada del tren a la península ibérica

Los impulsores del primer tren Barcelona – Mataró, fotografiados junto a la locomotora

El 28 de octubre de 1848 resuena hoy como una fecha simbólica en el camino del progreso español. Se da por hecho que ese día el tren entraba en acción en la península ibérica y que así, de un plumazo, se borraba el atraso ferroviario que mantenía España con los demás países del norte de Europa (principalmente Gran Bretaña, Francia y Bélgica). Podría verse incluso como algo natural que advino por sinergia, como el resultado de una onda expansiva que inició por milagro en el norte de Inglaterra y que avanzó sin tropiezos por Europa. Y, sin embargo, las primeras décadas del tren en España fueron todo menos lineales y previsibles.

Los comienzos del ferrocarril español fueron marcados y condicionados por la compleja situación económica y política que atravesaba el país a principios del siglo XIX. En medio de las independencias, la invasión napoleónica y las guerras carlistas, el tren no encontró en la península ibérica un espacio fértil en el que anclarse y crecer.

Una muestra de ello es que el empresario y político Marcelino Calero Portocarrero, un extremeño ilustrado que tuvo que exiliarse en el Reino Unido por ser tachado de “liberal exaltado” (es decir, un liberal de tendencia progresista), ya había formulado en 1829, desde su estadía en el extranjero, un proyecto para la construcción de un ferrocarril en Jerez de la Frontera que debía facilitar la exportación del vino producido en la región. Ese camino de hierro a vapor hubiera sido uno de los primeros del mundo y el pionero en España, pero fracasó por falta de inversores. Confiado en sus ideas, y siendo uno de los primeros testigos del esplendor de las máquinas de vapor, el brillante Marcelino no se detuvo en ese entonces y también intervino en la formulación en 1830 de un proyecto ferroviario en La Habana (Cuba), entonces española, que debía potenciar la producción azucarera, pero que, por culpa de complicaciones en materia de financiamiento, y sobre todo por el criterio de un ingeniero militar desubicado (Francisco Lemaur), fue rechazado para beneficiar otro proyecto más económico: un camino con carriles de madera y tracción animal.

A pesar de la incomprensión, estos intentos fallidos de Marcelino Calero no cayeron en el olvido. Así lo resalto en la novela histórica El hechizo del tren (Ediciones UAB, 2023) en donde se puede ver cómo la isla española experimentaba una época de esplendor y se mostraba atractiva para los grandes avances de la industria universal. Su producción de azúcar ya se había afianzado en el primer puesto mundial –después de que Haití se viera impuesta severas sanciones por las potencias coloniales–, y los productores en contacto con Estados Unos (su primer socio económico) habían entendido que necesitaban un tren mucho más potente y veloz. Era un secreto a voces que la tracción animal se estaba convirtiendo en algo anacrónico. Entonces, la propuesta de Calero se impuso como un punto de partida para idear el cambio anhelado.

El tren cubano se inauguró en 1838 en La Habana, tras importantes cambios en su plan de financiamiento. El duro golpe de las independencias zarandeó profundamente el ánimo de la nación española y afectó seriamente su relación con los territorios ultramarinos que quedaron bajo su control, exacerbando el conservadurismo y revisando una autonomía anunciada años antes. Así pues, un proyecto que nacía por iniciativa privada en la Perla de las Antillas terminó financiándose con dinero público para evitar que se consolidaran personajes de la isla que, luego, usarían este avance para forzar una posición rupturista. El general Miguel Tacón, hombre de ideas claras y mano dura, figura clave en la defensa realista de la Nueva Granada en la década de 1810, llegó a la “Siempre Fiel isla de Cuba” en 1834 tras ser nombrado gobernador y no tardó en establecer una línea despótica que reflejaba su recelo ante líneas disidentes.

Bajo la sombra autoritaria de Tacón, Cuba prosperó empujada sobre todo por las fuertes inversiones de Estados Unidos que buscaba paulatinamente hacerse con el control de la isla. Así es cómo el país nórdico terminó absorbiendo las tres cuartas partes de las exportaciones cubanas de azúcar[1], y por eso también se fomentó en ese sector la necesidad de un camino de hierro para acrecentar la productividad. El tren fue, desde un principio, una idea tan revolucionaria económicamente como liberadora a nivel político, y esto, desde la perspectiva de un imperio debilitado, debía tomarse con la mayor de las cautelas. Así pues, el general Tacón brilló por su intervencionismo: el tren debía hacerse, pero en beneficio de España, y nunca como un desaire a la Madre Patria. Por eso, en varias ocasiones, las obras del ferrocarril fueron paralizadas en beneficio de otros proyectos urbanísticos que Miguel Tacón quería adelantar y promover (como el gran paseo militar de La Habana)[2].

La inauguración del primer tramo de La Habana el 19 de noviembre de 1837 ubicaba a España entre las siete primeras naciones en establecer una línea de tren de vapor. El día no fue escogido por casualidad: es la fecha onomástica de Isabel II, y este evento representaba una celebración de su grandeza (a pesar de ser todavía menor de edad en aquel entonces). El primer viaje fue celebrado por miles de habaneros que ignoraron la lluvia y los varios incidentes técnicos de ese día. Se sospecha que el empresario Miquel Biada, quien se convertiría más adelante en el futuro impulsor del tren en la península ibérica, presenció ese momento tan especial.

Miquel Biada intentó formar parte de los inversores del proyecto cubano antes de su inauguración, incluso fue miembro de la Junta directiva que buscaba en 1833 la financiación mediante acciones privadas[3], pero tuvo que retirarse cuando fue ratificada la financiación del proyecto por el gobierno español (mediante un empréstito solicitado a bancos ingleses). Entonces pasó a ser un observador de primera fila, beneficiándose también de los comentarios y las confidencias del general Tacón, con quien mantuvo siempre una estrecha relación.

Afectado por la muerte de su mujer, Teresa Prats, y tras recibir la Real Orden Americana de Isabel la Católica (gracia que le concedió Isabel II en recompensa por su defensa de la Corona española durante las guerras de independencia en Venezuela veinte años antes), Miquel Biada decidió volver en 1840 a su tierra natal: Mataró, en las cercanías de Barcelona. En su mente estaba el proyecto del tren y su deseo de verlo correr por la costa catalana de la misma forma que lo hacía por la isla de Cuba. Sin saberlo, Biada se convirtió en el enlace invisible que permitiría la implantación del tren en la península ibérica, un factor decisivo en el traslado de un progreso que se había hecho esperar demasiado tiempo en la España continental, y esto lo lograría conectando con otras personas como él (abiertas a las ideas de la Revolución Industrial). Allí, en Mataró, trató durante dos años de vender al alcalde y los empresarios locales las maravillas de una línea férrea, pero se topó con una incomprensión y un silencio abrumadores. La ciudad, todavía ajena al fervor industrial, poco entendía de máquinas de vapor. Esta realidad motivó su traslado a Barcelona, donde inició la búsqueda de interlocutores más receptivos.

En la ciudad Condal Biada pudo relacionarse con otros indianos que habían conocido las extravagancias de América, entre ellos puede destacarse a Josep Xifré, uno de los hombres más ricos de la época en España (quien hizo fortuna en Cuba y Estados Unidos), pero también a otros como Ramón Maresch, con quien terminaría unido más adelante en el proyecto del camino de hierro. Estos encuentros escenifican de alguna manera que la España peninsular del siglo XIX –encallada a raíz de las independencias y guerras carlistas–, se movía en función de los proyectos y la visión de los indianos, quienes, persuadidos por su experiencia en las economías americanas, contagiaban la sociedad con su dinamismo y ambición. Eran grandes promotores de cambio, y, en el caso de Miquel Biada, ese cambio debía pasar sin la menor duda por el ferrocarril, la más perfecta metáfora del progreso.

Y, sin embargo, no todo fue tan sencillo. La España de la década de 1840 carecía de industrias solventes que pudieran financiar algo tan poderoso, costoso y exigente como el tren. Por eso, conocer a Josep María Roca, un economista y empresario barcelonés afincado en Londres, fue para Biada de vital importancia. Desde el principio, y con una determinación admirable, Roca asumió la gestión del proyecto ferroviario, lo presentó a inversores ingleses y, tras captar su respaldo económico, solicitó desde la capital británica la concesión de la línea Barcelona-Mataró. Ésta le fue otorgada en 1843 por las autoridades españolas y, poco después, en 1845, nacía la Compañía del Camino de Hierro de Barcelona a Mataró, de la cual Josep María Roca fue designado como su primer director.

El protagonismo de Josep María Roca fue crucial. Él supo seducir a los capitalistas ingleses y dialogar con ingenieros como Joseph Locke y Mackenzie[4], quienes terminarían invirtiendo seriamente en el proyecto. Los ingenieros británicos fueron también determinantes en el diseño y en la elección de la maquinaria empleada. Es, pues, innegable que Inglaterra fue clave en el primer proyecto ferroviario penisular, tanto así que algunos historiadores sostienen que si el tren terminó construyéndose en Barcelona fue porque el negocio se concibió desde Inglaterra para servir los intereses británicos de aquel momento (y no tanto los españoles). En esa misma línea, el profesor de Historia Miquel Izard reconstruyó durante la presentación de El hechizo del tren (en la librería Altaïr en 2023) una realidad muchas veces distorsionada en los libros de historia local: y es que las ciudades de Barcelona y Mataró concentraban muy poco tejido industrial en aquella España de la década de 1840 (a pesar de ser el centro económico de aquella región) y que, por lo tanto, no podían percibir un interés inmediato en algo tan oneroso como el camino de hierro.

A diferencia de lo que sucedía en las Américas (incluida la isla de Cuba), el desarrollo de las empresas en suelo ibérico no justificaba la construcción de una línea ferroviaria, y aquí es cuando interviene el interés comercial de los ingenieros ferroviarios ingleses. El profesor Miquel Izard Llorens sostenía que los ingleses se dedicaron, en muchas ocasiones, a vender su maravilloso invento en lugares inhóspitos, muy poco capaces de rentabilizar una inversión como el ferrocarril. Eran conscientes de que la competencia era casi inexistente, podían crear proyecciones asombrosas y pintar horizontes idílicos, pero, según Izard, también sabían que Barcelona tardaría décadas en convertir esta inversión en algo provechoso (debido a que no existía un sector industrial que pudiera absorber los beneficios de esa nueva infraestructura). La Cataluña de aquel entonces era todavía muy rural y su producción iba destinada al consumo de proximidad.

A estos argumentos, otros analistas responden que la visión de Biada se enfocaba esencialmente en propiciar el progreso y quizás también en crear un “detonante” que provocara un despertar industrial. Aquí nos vemos inmersos en el debate de si el desarrollo llega con el tren o si el tren propicia el desarrollo. En todo caso, resulta imposible negar el hecho que la inauguración del tren en 1848 supuso un temblor y un latigazo anímico para todo el mundo ferroviario español. Pocos años después, en 1851, se inauguraría la línea ferroviaria en Aranjuez después de encontrar “grandes dificultades para alcanzar subscripciones sobre la mitad de su capital”[5].

Es cierto que el laberíntico camino del tren en la península fue frenado y complicado por “un nivel de subdesarrollo institucional incompatible con las reglas del juego del mercado internacional”[6] (que impedía la creación de un tejido industrial moderno). No obstante, ese letargo en la construcción de vías férreas en la península ibérica fue resolviéndose en torno al año 1855 gracias a la ratificación de unas leyes que buscaban remediar a la falta de una bolsa de valores en España y que facilitaron la entrada de capital extranjero para la financiación de proyectos tan grandes y exigentes como el camino de hierro.

La llegada del tren a la península no pasó inadvertida. Provocó una revolución en el transporte de pasajeros y mercancías, pero, sobre todo, un cambio de paradigma crucial para el desarrollo económico. Con ese “monstruo de hierro negro” se instauró un modelo más eficiente para la capitalización de empresas industriales. Ese “caprichito” de unos visionarios, esa lucha agotadora de Biada y Roca para hacer del ferrocarril una realidad el 28 de octubre de 1848 en Barcelona, era lo que España necesitaba para abrirse al mundo industrial…

 

 Notas:

[1] ‘Un cartagenero para ultramar: Miguel Tacón y el modelo autoritario de la transición del Antiguo Régimen al Liberalismo en Cuba (1834-1838)’. María José Vilar. Universidad de Murcia. Sept. 2000.

[2] ‘El primer ferrocarril español se construyó en Cuba’. F. Fernández Sanz. Revista Hispano Cubana. N° 9. Pág. 80. 2001.

[3] ‘La experiencia de Miguel Biada en dos ferrocarriles pioneros: La Habana-Güines y Barcelona-Mataró’. Cecilia Vallés (Barcelona), con la colaboración de Cristina Pérez (La Habana). Biada.com. 2007.

[4] ‘Josep María Roca Cabanas, concesionista y primer director’. Cecilia Vallés. Biada.com.

[5] ‘Salamanca y la construcción del ferrocarril de Aranjuez’, Miguel A. López-Morell. Universidad de Murcia.

[6] ‘Salamanca y la construcción del ferrocarril de Aranjuez’, Miguel A. López-Morell. Universidad de Murcia. Página 22.

 

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