Que un festival de ópera tan moderno como Aix-en-Provence anuncie una nueva producción de Madama Butterfly de Puccini despierta curiosidad y expectativas. Aunque como espectador poco se sepa de su director musical, Daniele Rustioni, ni de su directora de escena, Andrea Breth. Curiosidad y expectativa que se verán defraudadas por este montaje.
El defraudamiento se produce porque es una producción nacida para ser clásica. Poder estar en los escenarios per sempre. Pues excepto el tapiz rodante, no parece ser excesivamente cara. Y lo demás es una estancia de tatami con un biombo y unas sillas. Quizás el encarecimiento vendrá justo de la orquesta, el director musical, el coro y los cantantes que se contraten para interpretarla.
Lo demás, es sencillo. Y está trabajado a la manera de las estampas japonesas, las famosas ukiyo-e, escenas del mundo flotante, que resulta que se pueden ver en la ciudad de Aix-en-Provence. Pues coincide con la exposición que el Centro de Arte Hôtel de Caumont dedica a analizar la influencia de estas estampas en el arte de Pierre Bonnard.
Escenas que son presentadas como figuras de porcelana de Lladró o porcelana china que pasan por el escenario como en los famosos kaitenzushi, restaurantes japoneses de sushi en los que la comida pasa por delante del comensal en un tapiz rodante para que elija.
En esta también. Y solo se quedarán en el espacio central aquello que hay que comerse. Es decir, los personajes claves de la historia. El resto de figuritas pasarán de largo, como el sushi en los restaurantes citados, porque no es lo que se va a comer, no es lo que se va a escuchar, aunque servirán para contextualizar la historia.
Lo que se va a escuchar es la fe que una ingenua japonesa quinceañera deposita en Norteamérica. En su cultura y su sistema de valores. Una vez que se casa con un norteamericano, mayor que ella, y que aprovecha el empobrecimiento de los japoneses para garantizarse compañía y satisfacción sexual mientras viva allí. Una satisfacción que obtiene de una adolescente de quince años, que frente a producciones de otros tiempos o épocas, no tiene la aprobación del cónsul.
Ella sabe que en Estados Unidos hay un imperio de la ley y cierta protección para las mujeres, mayor que en Japón. Incluso en la época en la que se sitúa la historia, en el siglo XIX, durante el asedio norteamericano a este país. La bandera de las barras y las estrellas significa, libertad, liberación porque propone cierta seguridad y protección legal frente a la adversidad.
Cuál será su sorpresa, cuando ella que ya se cree tan norteamericana que llega a ponerse el apellido de su marido, comprueba que las cosas no son tan sencillas. Que él se fue con la promesa de volver, como lo hacen los pájaros todos los años, no vuelve. Ella no sabe de ornitología, palabra que ni siquiera conoce, y no sabe que hay pájaros que se van para no volver. Al no volver al nido, ella no puede compartir con él una de sus mayores alegrías. Un hijo japonés de ojos azules y pelo rubio y rizado.
Sí, es una tragedia que tiene algunos de los pasajes musicales más bonitos de la ópera y, para muchos espectadores y profesionales, también de los más bellos. Sobre todo, cuando se cantan bien por cantantes que sepan actuar. Ermonela Jaho, que hace de Madama Butterfly en esta producción, pertenece a ese tipo de cantantes, pero Adam Smith, que hace de Pinkerton, ese pájaro que no vuelve, no. ¿Importa? Relativamente, porque él sale poco, aunque su presencia es importante cuando lo hace, sobre todo al principio.
Pues bien, con esa concepción de vitrina con figuritas japonesas, deja momentos hermosos. Como el de la boda y su correspondiente noche de, que se abrirá al día con el vuelo de unas garzas en forma de sombras chinescas y de marionetas. Como ese en el que Butterfly espera desesperadamente a que llegue su marido, el Sr. Pinkerton. Ella ha oído los cañonazos del buque de guerra en el que va él, el barco Abraham Lincoln, nombre que, por la lucha contra la esclavitud de este presidente estadounidense, sonaba a libertad siempre que se pronunciaba.
A partir de aquí, las crónicas o críticas hablarían de la calidad de las voces. Pues eso importa a quien va buscando canciones, arias o duetos a la ópera. Y a pesar de Ermonela Jaho saldrán defraudados. Sobre todo, con Adam Smith, Mr. Pinkerton, y su estilo chulesco, en el sentido yo lo canto como quiero, no cómo penséis que se tiene que cantar.
Tampoco gusta mucho Ermonela, aunque lo de ponerla mal no se estila. Y es que se espera de ella ese canto poderoso en un cuerpo con aspecto de fragilidad que encoja corazones y haga saltar las lágrimas con la triste historia de Cio Cio San. Pero esta producción que tiende a la miniatura y a la simplicidad, no busca esto. Y ella se ajusta a lo que le han pedido, cantando bien. La soprano es una figurita de porcelana más, aunque sea en su sencillez y simplicidad la más valiosa. Una más de las estampas ukiyo-e. Algo que se comprueba en muchas escenas. Destacando tres. Cuando llega vestida de novia con un traje de estilo japonés pero blanco. Cuando se lava el pelo en el típico cubo japonés.
Aunque la más clara de todas es cuando se sienta sobre sus rodillas en la típica postura japonesa y mira, desde el centro del escenario, a la platea. Una figura sola y quieta. Momento que se hace muy largo, por la inquietud que produce a los espectadores, que suele acortarse, pero que es una imagen demasiado poderosa para aquellas personas que miren sin esperanza ni expectativas la producción. Esa mirada y ese anhelo que mira de frente, en la que la soprano no canta, pero que es tan importante sabe sostener mientras suena la música. Ella sabe hacerlo.
Momento en el que la orquesta, sin mostrarse virtuosa, en el mismo sentido de la producción, toca con humildad. Sabiendo que deben ir a lo mínimo a lo esencial y eso resta también espectacularidad a la música. Una música bien conocida por el público en general, ya que, si llevan años yendo a la ópera, es muy probable que esta no sea la primera producción que vean y escuchen. Y, en general, cuando se monta Madama Butterfly se tiende a la sobreactuación y a lo más grande todavía.
Luego puede haber aspectos que gusten más o menos. Que se pueden considerar licencias de la directora de escena. Algunas que tienen que ver con la sensibilidad actual. Por lo que puede que se haya querido evitar que los niños trabajen en el teatro. Y que por eso el niño de tres años que Cio Cio San ha tenido con Pikerton sea un muñeco. Lo que da poco juego escénico. Pues tienen que llevarlo en brazos y no se mueve. Da por pensar que realmente es una marioneta que no ha habido tiempo a probar lo de cantar y moverlo a la vez. Como cuando Butterfly lo llama para darle consejos antes de matarse.
También puede ser una licencia que el icónico harakiri de Butterfly haya sido cambiado para cortarse la yugular, que no es creíble. Porque si uno se corta el cuello muere de inmediato y no puede seguir cantando, cosa que sí puede hacer si se clava el cuchillo en el abdomen. Aunque seguramente poco o nada importará al público. De nuevo, le recordará esa imagen ukiyo-e del guerrero empuñando y blandiendo una catana por encima de su cabeza. De hecho, el kimono que lleva la Butterfly es azul y le queda de forma similar al guerrero citado.
Una producción que tiene un gran trabajo de máscaras, máscaras también japonesa. De porcelana blanca. Y, de nuevo, lo mínimo, lo pequeño. Caras sin expresión concreta que miran desde la oscuridad y el vacío la más de las veces lo que pasa en escena.
Entendida esta producción en esos tres ejes de las imágenes domésticas del mundo flotante, de la sencillez y de la humildad, a lo que se podría añadir, los ejes de la obsesión y del interés de esta cultura asiática por lo oscuro y el vacío, cumple con su propuesta. Y se convierte en una producción fácil de (re)producir en los teatros de mediano y pequeño formato. Esos que suelen estar en lugares en los que la ópera es una excepción o hacen temporada muy corta del género y, siempre un acontecimiento, por la poca frecuencia con la que puede acceder el espectador a ella.
La duda que queda es si este tipo de producciones, aunque tenga una estrella como soprano, deben mostrarse en un festival como el de Aix-en-Provence. Si la sencillez y la humildad son aspectos en los que debería trabajar y producir. Eso es algo que los gestores deberían resolver junto con el público.
Lo que no hay duda es que hay plazas a las que les gustaría tener una producción que se hubiera estrenado en este festival. Y que podrían producirlas con sus mejores equipos y cantantes locales, en teatros modestos. Allí esta producción podría ser un gran acontecimiento y, quien sabe, si crearían público nuevo, del que está necesitado el género si quiere sobrevivir.
Incluso podría iniciar vocaciones de profesionales que un día llegasen a aportar su visión excéntrica a la ópera. Es decir, un punto de vista nacido lejos de los grandes y poderosos centros de la lírica. No se sabe si este es el espíritu del festival al programar esta producción, pero podría serlo, pues si algo lo caracteriza es que tiene visión sobre qué habría que hacer con la ópera.