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La madre de todas las semillas

Mary Shelley puso negro sobre blanco uno de los sueños del hombre: crear la vida a partir de la muerte y, por lo tanto jugar a ser supremo o cuando menos introducir variantes en la cadena evolutiva alterándola a voluntad. Luego, como un siglo más tarde, vino la genética, y de la literatura se pasó al laboratorio.

 

Descifrar el mapa genético de las especies vivas abre un mundo lleno de posibilidades y otro sueño, crear organismos –ya sean complejos como el del hombre o más sencillos como los de las plantas- inmunes a enfermedades. En la literatura (más tarde llevada al cine en forma de superproducción), incluso, la ilusión llegó a la posibilidad de re crear a partir de restos de ADN especies desparecidas. Pero se trata de un sueño con su pesadilla adosada: el debate ético de hasta dónde se puede (se debe)  manipular.

 

Y en ese límite, como por ejemplo en el de las plantas, la no menos relevante discusión sobre si resulta lícito que fruto de la misma -la manipulación- y en aras al beneficio a corto estemos provocando cambios tan sustanciales en los ecosistemas que a la larga producirán más prejuicios que los supuestos beneficios que van a acarrear (pero este blog no va de transgénicos, eso queda para ulteriores debates).

 

Entre medias, otros locos –con vocación comercial- creen haber hallado la fórmula mixta: acelerar el proceso de selección natural. De cuando en cuando, los informativos televisivos nos sorprenden con noticias del hallazgo de una supercalabaza o de una patata de dimensiones inusuales o un tomate que pesa más de un kilo.

 

Estos superespecímenes tienen las misma composición que sus primos más normalitos, del mismo modo que Asafa Powell, o Michel Jordan o Pelé tienen la misma composición que cualquier mortal pero su genética les permite correr, saltar o driblar como endemoniados. Simplemente, sus organismos han evolucionado un poquito más que los de los demás y han podido desarrollar estos hechos diferenciales.

 

Si conseguimos aislar a estos sujetos especiales (sean personas o semillas) y juntarlos entre ellos ¿coseguiríamos mediante la selección natural mejorar la raza? Ellos piensan que sí, que no se trata de manipulación genética, sino de selección natural, algo tan viejo y consustancial a la vida como la vida misma.

 

De hecho, esta práctica es una realidad en el laboratorio y en menos de un año, las semillas resultantes, se plantaran en los campos de medio mundo. Entonces dejarán de sorprendernos eso de que un granjero descubre con asombro como en su huerto ha crecido una calabaza gigante (aunque, ¿eso no es lo que pretendían los nazis en los experimentos sobre gemelos, y en general sobre la supremacía de los arios, realizados en los campos de la muerte?).

 

Victoria López-Rodas, Doctora en Veterinaria

Eduardo Costas, Doctor en Biología

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