Hace unos días en la consulta de mi oculista, un hombre cordial y parlanchín, una vez terminada la exploración ocular nos dedicamos a charlar sobre el deporte nacional: la política. No nos pusimos de acuerdo como por otra parte es natural. No va en nuestra esencia hispana admitir lo que dice nuestro interlocutor. Yo sostenía que lo más importante para que un país funcione es la sanidad. Él, en cambio, discrepaba y consideraba que lo primordial estaba en la educación. De esta última no vamos muy sobrados, más bien lo contrario; de la segunda, pensábamos que estábamos entre los mejores pero la pandemia nos ha sacado los colores por la falta de recursos hospitalarios.
Quizá tenga razón el oculista. Un país carente de educación difícilmente puede funcionar. A veces se entiende la educación únicamente como el conjunto de conocimientos formativos, el aprendizaje escolar y universitario que permite al individuo desarrollarse e integrarse en la sociedad. Es cierto que las generaciones posteriores a la mía han podido entrar más a la universidad, obtener un título para luego por desgracia no encontrar trabajo o, no pocos de ellos, verse forzados a abandonar el país en busca de un empleo más estable.
No discuto ese aserto. Sin embargo, la educación no es simplemente el aprendizaje de un currículo, sino también el compromiso social, la defensa de la verdad, la responsabilidad en el trabajo o con los demás o incluso la urbanidad y el respeto a nuestros semejantes. No sé si mis palabras infieren un discurso conservador o desfasado. Tengo la ventaja de que en este blog puedo escribir lo que me viene en gana, no me lee más que el gato, y eso que ni siquiera tengo uno, peino canas, he vivido unas cuantas experiencias profesionales de las que no me puedo lamentar y, encima, no dependo de ningún superior para aceptar sus recomendaciones.
En la profesión de la que yo vengo no abunda precisamente esa buena educación que yo trato de explicar aquí. Más de una vez uno tenía que soportar la descortesía de un compañero cuando preguntabas lo más amablemente posible qué habían hecho con la crónica, por qué no salía publicada o habían decidido mutilarla cortando el texto sobrante con una podadora. Si el lamento continuaba y preguntabas por qué no habías sido llamado para pactar la sangría, el de turno contestaba riéndose: “Anda, ya. ¡No seas mariquita! ¿Tú sabes el fregado que tuvimos anoche mientras tú disfrutabas de una buena cena y una mejor compañía nocturna (?)”. Ante tal respuesta uno se quedaba sin argumentos. No sé si hoy lo del apelativo entre cariñoso y despectivo sexual estará en boca de quienes trabajan en ese ambiente.
Ahora que estoy jubilado, que apenas siento nostalgia por mi profesión anterior y que intento meter la cabeza como “juntaletras” en otra actividad observo que lo de la buena educación tampoco suele primar en este nuevo ámbito. Hasta me atrevería a afirmar que es peor. En la mayoría de las veces la respuesta es el silencio. Un silencio grosero y poco justificado. A veces cuesta obtener un acuse de recibo. ¿Tanto costará?, ¿tanto esfuerzo?, se pregunta uno. Todo ello cambia de la noche a la mañana si lo que has producido, por una casualidad casi astral o el apadrinamiento de alguien que cuenta, recibe el homenaje en ocasiones hasta exagerado del Olimpo de los selectos.
Pero donde más abunda la mala educación, sin duda, es en la política. Raúl del Pozo en una de sus brillantes columnas escribía días atrás que ahora se persuade mejor con el engaño. Poco importa que el discurso sea cierto. Lo que cuenta es que quien lo pronuncie y lo defienda resulte convincente. Las fake news no sólo existían durante el trumpismo.
En este país donde yo he nacido cada día hay ejemplos de mala educación en la clase política, situaciones de engaño y desprecio a la opinión pública: “Estoy hasta los cojones de todos nosotros”, ha dicho un diputado de Ciudadanos en el Parlamento andaluz haciendo suyas las palabras del presidente de la I República, Estanislao Figueras. La frase era para ilustrar su enfado ante el último guirigay de mociones de censura que proliferan como setas en las últimas horas en varias comunidades.
Nuestros políticos deberían leer, o releer quien lo haya hecho ya, al fallecido escritor italiano Leonardo Sciascia. Muchas de sus novelas encajan en la realidad de hoy, como, por ejemplo, Todo modo, que creo fue llevada luego al cine por el director Elio Petri. El jefe del Gobierno encaja bien en esa idea que sostengo sobre la mala educación equivalente a la mentira. Yo ingenuamente lo voté en las últimas elecciones. Qué torpeza la mía. Nos aseguró que jamás pactaría con Unidas Podemos, porque hacerlo significaría tener dos gobiernos en Moncloa y provocaría gran inestabilidad política en el país; que lo de Cataluña había sido una rebelión y que al día siguiente después de las elecciones lucharía para que Puigdemont y los demás fugados fueran devueltos a España para ser procesados. Luego ya sabemos qué ocurrió. Se tuvo que acoplar a las circunstancias, según sostienen sus defensores. Dio pruebas de una capacidad transformista increíble. Me recordó a veces a ese individuo, Zelig, que llevó a la pantalla Woody Allen. Y ese comportamiento camaleónico continúa sin que parezca tenga final. Sobre todo porque lo que hay no es mejor que él. Me atrevería a señalar que hasta lo superan. De un tiempo a esta parte, aquí nos movemos y hacemos estrategias para el corto plazo y sobre todo en el “aprovechamiento de los míos”.
Habrá que esperar un buen día a que emerja la buena educación. Quién sabe si la traerán los personajes de la inteligencia artificial. Robots que en un principio nos provocaban la sonrisa y hasta la carcajada. Protagonistas de novelas y películas de ciencia ficción y que hoy aparecen en libros de autores no especialistas en el género como Ian Mcewan (Máquinas como yo) o Kazuo Ishiguro (Nunca me abandones y Klara y el Sol), que bien merecen una buena lectura antes que otra cosa.