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La maleta y el contenido del mundo

 

 

La maleta me acompaña desde hace cerca de cincuenta años. Es de cartón piedra. Se deforma con el agua. Se deformó tras la noche que pasé al raso en la playa portuguesa de Vila Praia de Ancora. Me quedé casi sin dinero en Lisboa. El que tenía para volver a casa me lo gasté en un catálogo de una exposición dedicada a Fernando Pessoa. Volví a Vigo en auto-stop. Me quedé tirado no muy lejos de la frontera, de la vieja frontera internacional. Las últimas pesetas me sirvieron para comprar un trozo de pescado, frito y frío. Me fui a dormir a la playa. Hizo frío y lloviznó, pese a que era verano. Por la mañana, parecía como si la maleta hubiera sufrido un cáncer. Con el tiempo logré que recobrara parte de su aspecto original. Lo único del todo nuevo es el asa. La de cuero acabó destrozada. La sustituí por una cuerda de nylon, que ha resistido desde entonces. La maleta me la compraron mis padres cuando tenía cinco o seis años. Durante varios veranos de la infancia acompañaba a mi abuelo Ángel al balneario de O Carballiño, en Ourense. En la maleta cabía todo lo que podía necesitar, primorosamente doblado por mi madre. Recuerdo que me sentaba en un banquito junto a la bañera de agua verdosa en la que se metía mi abuelo. Olía a huevos podridos y algas. Me gustaba. Íbamos siempre a la misma pensión. No había muchos niños allí. Tal vez por eso me trataban a cuerpo de rey. Recuerdo que a veces jugaba en un parque con una niña preciosa, mayor que yo y que se llamaba Maribel. Construíamos cabañas con hojas de periódico y cañas secas que partíamos pisándolas con fuerza para sacar tiras finas que servían de armazón. Las cubríamos con ramas y hojas. Luego nos metíamos dentro y, tal vez, nos besábamos en los labios. Eran besos de papel de fumar. Pero no estoy seguro de si ese recuerdo es real o inventado. Cuando me preguntan quién soy (cosa que raramente ocurre) tengo la tentación de abrir la maleta. Está llena de estopa de astillero. 

 

 

(Foto: Ricardo Calero)

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