Customs are unwritten laws to which our cultures adhere.
They are socially governed, and somewhat difficult to determine.
Many ways of life have been melted together to build our identity.
(Las costumbres son leyes no escritas a las que se adhieren nuestras culturas.
Están gobernadas socialmente y son de alguna manera difíciles de determinar.
Muchas formas de vida se han fundido juntas para construir nuestra identidad).[1]
Así empezaba el folleto que se repartía gratuitamente en la exposición El efecto americano. En ella participaban 47 artistas (y tres colectivos) de 30 países diferentes. La idea era demostrar que una identidad nacional se construía sobre la base de muchas costumbres procedentes de todas partes del mundo que, en un momento y en un espacio determinado, se entrecruzaban, se trenzaban, confluían y se fundían en algo semejante a una identidad siempre cambiante y siempre en movimiento, la identidad americana. Algo semejante se podría decir de la identidad manchega: somos la mescolanza de una multitud de civilizaciones que han ido dejando su huella a través de los siglos, y lo seguirán haciendo en los siglos venideros, para así formar lo que nosotros llamamos La Mancha.
Espejismo y realidad de una identidad manchega
¿Desde qué lugar hablamos? ¿Desde qué lugar en el tiempo y en el espacio escribimos sobre nuestro tiempo y nuestro espacio? En este mes de mayo del año 2020 hablamos desde un mundo amenazado por un virus llamado COVID-19, un enemigo invisible que posiblemente modifique nuestra forma de ser españoles y, por lo tanto, de lo que sería una posible identidad manchega del futuro; pero volvamos al pasado propio y ajeno, volvamos a vivir ese espejismo llamado La Mancha que a tantos visitantes ha deslumbrado, ya sea para elogiarlo o para denostarlo.
La tarea de describir cualquier tipo de identidad tiene que ser por fuerza dinámica, voluble, cambiante. No obstante, nos empeñamos en legitimar un discurso sobre la identidad de La Mancha basándonos en la fragmentación: en obras literarias, en ensayos, en poemas, en libros de viaje, en fotografías y obras de arte, en monumentos y paisajes, en la Historia y en la arqueología, en recuerdos propios y ajenos, en un pensamiento que es tan fugaz como nuestra existencia, como si fueran monolitos de piedra estancados en el gran Tiempo de la Historia en general y de nuestra historia personal en particular ¿Pero cuál es la esencia del “ser manchego”? Es decir, ¿cómo podemos unir todos estos fragmentos, este mosaico, para obtener una imagen unitaria de nuestra identidad manchega.
Para poder escribir sobre La Mancha tendríamos que empezar de cero, habría que hacer tabula rasa de todo lo leído y lo pensado (o con todo lo escrito y lo documentado) y dejar que el corazón y la intuición bien fundada nos guíen en nuestro trabajo. El corazón nunca miente, la razón y la ciencia son relativas y, por tanto, genuinamente engañosas, se corrigen a sí mismas constantemente, mas para que eso ocurra hace falta tener cierta fe individual y colectiva en que estamos en el buen camino para definir lo que de verdad es La Mancha; una verdad que, por cierto, ha sido definida casi exclusivamente por los hombres porque son escasos, si los hay, los relatos de mujeres viajeras que nos hayan dejado un retrato de La Mancha.
Edmund Husserl, en una serie de artículos que escribió entre 1922 y 1923 para la revista japonesa Kaizo (1919/1955, se puede traducir como Renovación, Reorganización, Reestructuración o Reconstrucción), publicados en español en el 2002 bajo el título general de Renovación del hombre y de la cultura, escribe: “Una nación, una colectividad humana vive y crea en la plenitud de su fuerza cuando la impulsa la fe en sí misma y en el buen sentido y la belleza de su vida cultural; o sea, cuando no se contenta con vivir sino que vive de cara a una grandeza que vislumbra, y encuentra satisfacción en su éxito progresivo por traer a la realidad valores auténticos y cada vez más altos. Ser un miembro digno de tal colectividad humana, trabajar junto con otros en favor de una cultura de este orden, contribuir a sus más sublimes valores, he aquí la dicha de quienes practican la virtud, la dicha que los eleva por sobre sus preocupaciones y desgracias individuales”.
En esta línea del pensamiento, Pedro Antonio González Moreno, en su libro Más allá de la llanura, cuando trata el tema de la identidad castellanomanchega llega a la conclusión de que “en un espacio geográfico tan diverso [el de la comunidad de Castilla-La Mancha], una identidad autóctona no podría concebirse sino desde la diversidad bien asumida, desde la heterogeneidad articulada por un proyecto común e integrador” (página 24). Ese “proyecto común”, que yo sepa, hasta la fecha, no se ha planeado ni se ha alcanzado, y es quizás porque en lugar de tratar de definir un proyecto más reducido, el de La Mancha, erróneamente se quiere abarcar un todo artificial y burocrático, el de Castilla-La Mancha.
Raquel Gamo y Raúl Conde en El desarraigo cultural, efecto de la despoblación en
Castilla-La Mancha, escriben lo siguiente: “El escritor Emilio Gancedo, autor del ensayo Palabras mayores (Editorial Pepitas de Calabaza) sostiene que la despoblación constituye un “proceso descivilizador”. Esto quiere decir que el desprecio al pueblo y a sus formas de vida, con todos los cambios que se quieran considerar, supone una catástrofe cultural de consecuencias muy negativas. El concepto de civilización se asocia a lo urbano. El pueblo aún sigue arrastrando una imagen asociada a formas de vida antañonas o, como mucho, a lugares de esparcimiento para el tiempo de asueto […] En este punto hay que considerar la necesidad de afrontar este proceso desde una visión que tenga en cuenta de forma prioritaria aspectos como la educación y la cultura. La mayoría de los proyectos orientados a facilitar la instalación de nuevos vecinos, los llamados “neorrurales”, ha fracasado porque, en lugar de un proceso progresivo de adaptación, derivaba en una forma impostada y algo precipitada de aterrizar en un pueblo. Vivir en un pueblo ofrece muchas ventajas, la mayoría, vinculadas a la calidad de vida. Pero también supone un ejercicio que puede llegar a ser muy duro si la persona no está preparada mentalmente. La única manera de garantizar el asentamiento de población de forma efectiva es a través del arraigo cultural e identitario”.[2]
Si partimos de la base de que Castilla-La Mancha es una comunidad autónoma solo desde 1982, se podría decir que uno de los grandes errores de muchos de los acercamientos que se hacen para intentar definir una identidad manchega, es incluirla en una demarcación artificial: la de Castilla-La Mancha. La Mancha es otra “cosa”, otra “identidad” cuyos límites van más allá de cualquier reducción identitaria o geográfica castellanomanchega, un engendro administrativo que de nada nos sirve para conocer la esencia de lo manchego, si es que dicha esencia existe y no es que simplemente formamos parte de una esencia del ser humano universal sin más etiquetas nacionalistas.
Por otro lado, si tenemos serias dudas sobre nuestra identidad personal, ¿cómo podemos ni siquiera intentar formular una identidad manchega? ¿Dónde empieza nuestro Yo y dónde termina el de “los otros”, la intimidad y la extimidad, la mismidad y la otredad? ¿Cómo trazar la frontera de lo individual y lo común, la interdependencia de nuestro pensamiento y de nuestra existencia con el pensamiento y la existencia de los otros, si como colectividad humana no nos impulsa esa “fe en sí misma” de la que antes hablaba Edmund Husserl?
En algunos de mis escritos, me atreví a hablar de una doble identidad manchega, pero en verdad estaba hablando de lo poco que sé de mi propia identidad y de un reducido número de personas, amigos y amigas de Tomelloso, mi pueblo natal. En todo caso, la dualidad de la que yo hablaba era dinámica y cambiante, de hecho, pasados los años de ese aserto dualista, al volver a La Mancha en el año 2005, esa dualidad que se podía simplificar con la fórmula Nueva York-La Mancha, se enriqueció con otra de igual calado: el de mi interés por las culturas árabes e islámicas, lo cual me hizo replantearme mis relaciones con la cultura euroamericana en general y la española en particular.
Manchegos, moros y judíos
Francisco Nieva, en un artículo titulado ‘Manchegos’ (periódico ABC, 21 de abril de 1991) escribía lo siguiente: “La Mancha, además de ser el país más llano de la geografía española, es también el más singular por la idiosincrasia de los manchegos. Solo viviendo muy lejos y por mucho tiempo fuera de La Mancha se da uno cuenta de los singulares personajes que son […] La Mancha es singular y es singular haber nacido allí”. Y más adelante afirma rotundamente: “La Mancha crea una forma horizontal de vida. Los manchegos son muy horizontales y no tienen mucho deseo de levantar su horizontalidad”. Luego, Nieva, desarrolla la idea de que “en La Mancha se refugiaron tantos judíos, conversos o no, que media Mancha es judía, conforme y laboriosa”. No obstante, habría que añadir que una buena parte de La Mancha también está marcada por las tradiciones musulmanes y, posteriormente, moriscas; un tema que en La Mancha, el de los moriscos, hasta hace unas décadas ha sido ignorado intencionadamente por los historiadores. En el caso particular de Tomelloso, Carmen Carretero Moreno está trabajado en un proyecto de investigación cuyo título provisional es El vínculo de Tomelloso con las culturas judía y árabe.
Hasta la fecha, la más importante aportación al tema que nos concierne, es el libro Los moriscos de La Mancha. Sociedad, economía y modos de vida de una minoría en la Castilla moderna (Francisco J. Moreno Díaz, 2009). El autor, después de un exhaustivo y excelente trabajo, llega a la siguiente conclusión: “puede decirse que el morisco nunca fue plenamente asimilado por la sociedad manchega del Quinientos pero tampoco rechazado frontalmente. Lo que sí parece que se logró fue cierta integración. Económica por su puesto pero también social y desde ese punto de vista podría señalarse que el morisco, en La Mancha fue visto más como un ‘español’ que como un extranjero, como un vecino que como un extraño, como un complemento que como un competidor y que su expulsión, aún sin causar dramas ni episodios de tristeza extrema si fue vivido con cierta pesadumbre y acatada con resignación” (página 451).
El rastro de la presencia morisca en La Mancha lo podemos constatar en apellidos de manchegos todavía en uso hoy en día: como Zarco, Alcaide, de Molina, Panduro, Fajardo, de Benegas, Riquelme, Baena, Pacheco, Alcaraz, Moreno, Calero, Medrano, Almaraz, Romero, Atarfe, Moclín, Jarafi, Abearoz, Alcocer, Aberrez, Bermejo, Cegrín, Vélez, Galán, etcétera. Además, como era común, so ponían apellidos relacionados con los pueblos o ciudades de los que provenían o simplemente apellidos tan castellanos como González o López.
Por otro lado, Francisco Ruiz Gómez señala que en las reparticiones de botines de la conquista islámica los árabes se llevaban la mejor parte y “los bereberes, en cambio, recibieron tierras mucho más pobres, como las de nuestra región, despobladas y menos productivas, por lo que poco después estalló una revuelta y muchos regresaron a sus lugares de origen, en el Atlas”. Es decir, que una buena parte de nuestra identidad está también ligada a los bereberes. Porque, además, “en el año 756 llegó un príncipe Omeya, Abd al-Rahmán I el Emigrado, de origen árabe y bereber, que inició la época del emirato independiente y favoreció la llegada de nuevos grupos bereberes que se asentaron nuevamente por tierras del interior peninsular y La Mancha” (Los orígenes de las órdenes Militares y la repoblación de los territorios de La Mancha, 2003).
Nuestra identidad mediterránea
Uno de los tópicos en el que coinciden escritores y eruditos es el de que el paisaje manchego ha modulado nuestra identidad. No obstante, en mis viajes por los países árabes e islámicos cuando a veces pasaba por algunas zonas me decía: “esto es igual que La Mancha”. Esa sensación no solo la tenía mirando esos paisajes, sino que también la tenía observando los rostros de los hombres y de las mujeres de esos países y, posteriormente, de los refugiados que pude conocer durante mi estancia en la isla de Lesbos. En las calles de El Cairo, donde viví durante un mes, más de una vez al mirar un rostro de algún hombre me decía: “parece de Tomelloso”. Lo mismo podría decir de rostros que he visto en Argelia, en Túnez, en Palestina, en Israel o en Marruecos. Es decir, que nuestra posible identidad manchega, por lo menos físicamente, está ligada indefectiblemente a las culturas del mar Mediterráneo.
Simone Zimmermann (en Aliments sagrats. Alimentos sagrados, 2001) considera que el pan, el vino y el aceite, son una “trinidad” alimentaria; funde así en un solo concepto religioso, cristiano, lo simbólico con lo pragmático: “Son cálidos, reconfortantes, tan necesarios como efímeros. Despiertan en el alma una indefinible sensación de hogar, de seguridad. Evocan el paisaje que a los mediterráneos nos da lugar y pertenencia, esa patria extensa hecha de mieses, viñas y olivares que hermana a todos los pueblos de la cuenca. Son, más que alimentos, símbolos de civilización, pues nada como ellos resume tan esencialmente lo que somos: una cultura (de cultus, cultivar, cuidar, honrar) vertebrada por unos cultivos y un culto ancestral a la fertilidad de la tierra que, milenio a milenio, han ido labrando nuestro universo físico a la par de nuestro mundo simbólico; ya que, de modo imperceptible, los paisajes nos transforman, emocionalmente, tal como los hemos transformado nosotros” (esta última cita es del libro de Georg Gerster, Le pain et le sel). Dudo mucho de que los paisajes nos transformen si no nos identificamos con ellos en “alma y cuerpo”, pero de lo que sí estoy seguro es de que nosotros los transformamos, o más bien, los destruimos.
Pero siguiendo con la agricultura como una forma de cultura que nos une al Mediterráneo, en mi libro El espíritu de La Mancha (2011), digo: “Hay que remarcar que en el origen del ámbito cultural del que forma parte lo que es el espíritu de La Mancha, uno de los símbolos más potentes de resurrección es el poder germinativo del grano. Por otro lado, el vino y la ebriedad se asociaron desde los primeros tiempos de la civilización mediterránea a la espiritualidad y con aceite se ungía a los recién nacidos y a los moribundos (crisma y extremaunción), quizás con la intención de lubricar los difíciles tránsitos a la vida y a la muerte […] Para los mediterráneos, pan, aceite y vino representan la esencia de esta mesa cotidiana que es altar, luz, calor, alimento, comunidad, comunión. Significan pertenencia, paisaje común, identidad” (Simone Zimmermann en Aliments sagrats. Alimentos sagrados, 2001). Y es que, en verdad, si hay un rasgo común de los manchegos y de las manchegas con otras “identidades” es algo mucho más vasto: somos parte de la cultura y de la identidad mediterránea.
¿Cómo es posible afirmar esto cuando La Mancha no tiene salida al mar? La respuesta parcial se podría centrar en tres elementos que nos unen a las culturas mediterráneas: “El pan, el vino y el aceite, productos básicos de la dieta mediterránea, se pueden considerar alimentos sagrados. Lo son porque protagonizan uno de los grandes acontecimientos de la historia: la sedentarización de nuestros antepasados, pero también porque muy pronto aquellos hombres y mujeres los incorporaron a su universo simbólico, al conjunto de creencias que les ayudaban a explicar lo inexplicable” (Antoni Nicolau, Alimentos sagrados, 2001).
Quizás el acercamiento más acertado a una posible identidad manchega sea el que ha desarrollado Santiago Arroyo en Pensar La Mancha (2005). Y es que precisamente por la hibridez y la fluidez de nuestra identidad, la idea de “pensarla”, en un sentido abierto, inestable, y continuo, como lo es el pensamiento en general, nos ayudaría a entender y entendernos mejor: no somos una tierra de grandes pensadores pero sí se puede decir que por razones quizás inexplicables los manchegos “pensamos mucho La Mancha”, desde el agricultor más humilde hasta el intelectual más agudo, pensamos en cuál es nuestro lugar en el mundo como manchegos, ya sea a través de la pura conversación cotidiana o, en última instancia, de una manera emocional, pensamos La Mancha con el corazón.
Y es que, precisamente, la neurociencia ha demostrado que el corazón también tiene su propio sistema de neuronas. No se trata, pues, de una simple metáfora romántica, la de pensar con el corazón. Es así como yo he explorado la existencia de una posible identidad manchega, pensando con el corazón.[3] ¿Pero cómo nos ven “los otros”, con los ojos de la mente o con los del corazón?
La Mancha no existe
Volviendo a mi ensayo, El espíritu de La Mancha, allí decía que lo queramos o no, el cómo nos ven los otros es parte de nuestra posible identidad. Así, el castellano-manchego siempre ha estado asociado con los molinos de viento, con el queso, el pan y el vino. Cuando los viajeros extranjeros pasaban por La Mancha, uno de sus temas predilectos era hablar del vino que aquí se producía. En Los vinos de España vistos por los viajeros europeos, Pedro Plasencia escribe: “la inmensa mayoría de los ilustres viajeros que a lo largo de los siglos nos visitaron (con mayor profusión en los siglos XVIII y XIX) coincidió en apreciar la general bondad de los caldos de estas tierras […] la norma fue que los viajeros franceses alabaran el vino peninsular, teniéndolo por auténtico, rico y variado”. Pero a Victor Hugo no le gustaron ni nuestra comida ni nuestros vinos, llegó a decir que “el vino, junto con el aceite, es lo más atroz de todo” en España; lo cual prueba que el poeta francés tenía el gusto atrofiado.
En el nombre del fruto del olivo, oliva/aceituna, y su producto, óleo/ aceite, se encuentra el doble origen de una buena parcela de la identidad mediterránea y manchega: oliva viene del latín y aceituna del árabe, óleo desde el griego elaion pasando por el latín, aceite viene del árabe az-zait. Así, si mezclamos las tradiciones grecorromanas y las que nos llegaron desde Egipto, el Magreb, Siria y Líbano, tenemos resuelta la descripción de una parte de los rasgos que caracterizan la cultura y el espíritu mediterráneos y manchegos: una identidad híbrida, de cruces de razas y culturas.
En el Caso de La Mancha, lo que son los cruces de razas y de culturas, casi se podría decir que se manifiestan en forma de cruces de caminos, de vías, de rutas comerciales y estratégicas. Somos el resultado de todos aquellos hombres y mujeres que pasaron por esta tierra alta, esta planicie de luz, no tan seca como se pensaba, y donde el olivo echó raíces milenarias.
Si los árboles son parte de nuestra memoria colectiva, el olivo es sin duda un árbol tan fundamental como la encina o la higuera para definir nuestra identidad como manchegos, porque en estos árboles no sólo se refleja un paisaje físico, sino también espiritual.
Ala y raíz, permanencia y fijeza, pertenencia y viaje eso fuimos (ahora ya no sabemos muy bien lo que somos, ¿“internautas”?), el olivo milenario que con sus brazos terrestres busca la humedad y la seguridad de la tierra y con sus brazos aéreos va buscando el aire y la luz, eso fuimos; ahora los olivos adornan las rotondas de nuestros pueblos y es la cultura del coche la que ha modificado buena parte de nuestros hábitos. Por un lado, la búsqueda incesante de la libertad en el cielo, en el aire, en el viaje; por el otro, el enraizamiento, la búsqueda de respuestas en la oscuridad de la tierra, el viaje hacia dentro, hacia la oscuridad, como todas las plantas, como el trigo, la vid y el olivo.
En estos tiempos que vivimos en la frontera del miedo por una pandemia que solo crea pavor e incertidumbre, nos gustaría creer que pertenecemos a algún lugar en el mundo más allá de esa indeterminada realidad que es la globalización. Nos aferramos, pues, a una identidad ficticia que solo existe en el imaginario colectivo de una región llamada La Mancha, un lugar sin fronteras, sin principio ni fin, un lugar en el que el horizonte nos indica que sobre todo somos parte de una humanidad rota, fragmentada, pero a la vez unida por una sensación de que nos podemos encontrar con la Muerte a la vuelta de la esquina. La Mancha solo existe en nuestro propio corazón, un corazón que en cualquier momento puede dejar de latir.
[1] The American Effect. Global Perspectives on the United States, 1990-2003. Whitney Museum of American Art, New York, 3 de julio-12 de octubre, 2003.
[2] ‘Lumbre y ascuas. Apuntes sobre cultura en Castilla-La Mancha a comienzos del siglo XXI’. Monograma Revista Iberoaméricana de Cultura y Pensamiento, número 6, 2020.
[3] Ojeda Alonso, Julia y G. Hortensia González Gómez. 2016. ‘Las neuronas del corazón’. Ciencias, número 120-121, abril-septiembre, páginas 46-55. [En línea].