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Sociedad del espectáculoArteLa mano que tiembla, la mano del artista

La mano que tiembla, la mano del artista

Parece ser que fue Ramon Llull el primero en utilizar el término “artista”. En latín tan solo existía el sustantivo genérico ars. La joven palabra aparecerá luego en La divina comedia (Paradiso, canto XIII). Allí,  para referirse a la naturaleza, por necesidad imperfecta frente al espíritu divino, Dante la compara –en expresión insuperable– con la figura del artista, esto es, aquel tiene el conocimiento y la práctica del arte pero cuya mano, tiembla:

 

l’artista / ch’a l’abito de l’arte ha man che trema.

 

¿Significa esto que, también el artista, todo artista, aun con habilidad o destreza reconocida, es necesariamente imperfecto? ¿Que toda práctica del arte ha de partir –y por eso la necesidad del hábito, o sea: del dominio de la mano– de una falta ontológica, lo que simboliza, efectivamente, una mano temblona, defectiva? ¿O existirán, por el contrario, artistas a los que no les tiemble la mano y sean capaces de intervenir, tajantes y sin tacha, en medio incluso de la oscuridad máxima, como la mano divina de la tradición bíblica que, por ejemplo, Ribera tan bien ha representado emergiendo de las tinieblas en La visión de Baltazar (1635)?

 

 

 

 

¿Pueden existir tales artistas dentro –o en medio– de la mundana condición de naturaleza? ¿Artífices, diríamos, sin ars, sin la técnica o el conocimiento que en Occidente llamamos arte, artistas, por tanto, divinos?

 

En este nudo enigmático parece desenvolverse todo el nacimiento y uso originario del vocablo artista en ese momento. 

 

Y entonces, el mismo Dante, a continuación, nos ofrece la solución del enigma: todo el asunto no es, en definitiva, cuestión de mano sino de visión. Inmaterial visión lograda, por cierto, no por fatigoso hábito, ni tampoco siquiera por habilidad congénita, sino por fulgurante, ardiente o cálido amor.

 

Però se’l caldo amor la chiara vista

            de la prima virtù dispone e segna,

            tutta la perfezion quivi s’acquista.

 

Así pues, se trataba del amor. El amor que, de platónico modo, nos hace superar nuestra imperfección corporal, situándonos, por decir así, en un no –arte sin temblor y sin hábito: un orden puramente visual; esto es, trascendido de toda turbia y gravosa naturaleza. Dimensión de luz pura, dominio ardiente. Esta práctica del arte –un arte trascendido– ya no es cuestión de entendimiento sino de amor, de una vida también –o tan solo– pendiente de los envíos del cielo y, en ese último sentido, de fe; ya no, desde luego, de destreza. Tan platónico se vuelve aquí Dante que ese momento se describe como un sello, un signo o signatura que habrá de imprimir la visión como si actuase cual una fuerza telúrica –o más bien telepática–: como lo haría una carga eléctrica que se desplegase sobre la superficie del cuerpo –afectándolo por completo, no únicamente a la mano misma–. Cuerpo considerado, entonces, como tal totalidad excitada, nada más que un mero receptor pasivo. Si acaso, y como mucho, un ingenuo transmisor donde la voluntad completa de recepción, la ductilidad y entrega absolutas, han sustituido cualquier dominio o control.

 

Por eso de la mano –la mano técnica del arte– pasamos en el poema inmediatamente a la consideración del cuerpo; cuerpo puro y bruto, cuerpo nada más que materia sin arte ninguno: cuerpo por tanto animal que alcanza su ejemplo máximo de perfección sumisa ya no en la cera –tal como anteriormente el texto de Dante había sugerido– sino en la escena de la anunciación a María:

 

            Così tu fatta già la terra degna

            di tutta l’animal perfezione,

            Così tu fatta la Vergine pregna;

 

¿Por qué, en todo caso, la referencia a la “animal perfección”? Porque ahí ya no cabe ninguna preocupación respecto al razonar o el hábito: en ella todo se diluye, naturalmente, en una falta feliz de toda razón o fundamento. En el reposar de algo, por lo demás, incontrovertible, tal como el animal o el niño –rilkeanamente– simbolizan.

La annunziata es, pues, la escena modelo que viene a sustituir el régimen manual de la imagen clásica, todavía sustentado en un saber escolar, técnico y mecánico, regulado por número y canon, registrado y preceptivo, pero factible, siempre factible. María, sin embargo, representa, efectivamente, el cuerpo ideal y regulativo de todo acto creador  o generador pero por pasividad, ignorancia y sumisión, ya no por conocimiento o técnica, y menos la de la propia mano, aunque temblorosa. Cuerpo sereno e inmaculado en su confianza y convicción, en su pertenencia o dependencia absoluta en lo divino e inmaterial: cuerpo pleno de(l) otro y sin embargo plácido y blanco como lienzo aún sin pintar.

 

Hace falta –siendo pintor, precisamente– la fe desmesurada de un Fra Angelico para asumir todo esto.

 

 

            Fra Angelico, Anunciación. Convento de San Marcos, celda 3ª, 1438-1440.

 

Porque, es cierto, la mano terca de algunos artistas parece continuar sin embargo ahí proyectándose, temblando ahora en la convulsión confusa y hasta asustada de una niña que, como la pintada por Simone Martini, ante una aparición o visión de todo punto impremeditada, inhabituada: invasiva y extranjera, desconcertante, no sabe realmente lo que (le) pasa. Y hasta se diría que de ello se aparta, porque no lo conoce y, por tanto, aseguraríamos que tampoco lo espera, ni, acaso, lo desea.

 

 

            Simone Martini, Anunciacion, 1333.

 

Esta escena, no exenta de tensión, culmina en la propia Anunciación de Leonardo, donde se despliega una verdadera contienda gestual, entre la mano –algo amenazante del arcángel– y la palma –protectora, haciendo como de pantalla– de la Virgen, parapetada incluso en su atril. Pero ahora esto ya no debería extrañarnos, ¿no es cierto que en Leonardo hemos de ver la encarnación más perfecta de un pintor digno del ideal de Plinio, tan técnico y con tan prodigiosa amplitud de conocimiento e invención que hasta la propia pintura se resintió acaso por ello? Valéry lo ha explicado muy bien: “No hay revelaciones para Leonardo. Ni abismos que se abran a su derecha; un abismo le haría pensar en un puente, o le serviría para probar algún enorme pájaro mecánico…”.

 

Leonardo da Vinci, Anunciación, 1472-1475.

 

No encontraremos un pintor más terrenal que Leonardo. Lo desconocido del cielo metafísico no le interesa; le es ajeno o no significa en realidad nada para él. La naturaleza, por el contrario, es un campo ilimitado para su afán de investigación. Un medio universal concebido como una gran máquina mecánica, matemática. Todo en Leonardo es un profundizar en las posibilidades de la materia, descender de la superficie donde todo es evidente a las profundidades en que todo es enigma; como demuestra, sin ir más lejos, su obsesiva indagación anatómica, a partir de la observación y estudio de cadáveres. He ahí el prodigio y el reto de la naturaleza, el único milagro que le afecta; para alguien que, siendo además de origen campesino, se siente profundamente ligado a la tierra. Y porque la naturaleza misma, escribe, “está llena de infinitas causas que nunca han sido demostradas por la experiencia”.

 

Algunos años después, un compañero de Leonardo en el taller de Verrocchio, Sandro Botticelli, enfatizará esta misma disposición enfrentada de los gestos de las manos. Renuncia o displicencia –tan leonardesca– por partida doble, además, si nos fijamos en los movimientos que trazan las dos palmas de la muchacha. De hecho, diríamos que esta (in)disposición de manos, esta no articulación entre el gesto con que se adelanta el ángel y la retracción desconfiada de la Virgen, que la curvatura de su propio cuerpo todavía intensifica aún más, lo que en realidad manifiesta es una inquietante separación o un vacío recién abierto entre las dos figuras, y casi diríamos que es esto lo que, en verdad, y en el centro mismo de la imagen, tematiza toda la pintura. Pero ahora, y para nuestro asombro, es ella, la muchacha, quien desde una posición de altura y de dominio ejerce todo el control y hasta el poder sobre la situación, como si la escena correspondiese más bien a la visita de un súbdito extranjero que se humilla en el acto de recepción ante una reina que a la llegada del ángel que anuncia la inmediata irrupción del dios en la tierra.

 

 

Sandro Botticelli, Anunciación, 1489.

 

A finales de los años 60, Pier Paolo Pasolini, que había leído mucho a Dante, retomó, tal vez involuntariamente, el problema. Un problema que, ahora lo sabemos, atañe a las cuestiones fundamentales del oficio artístico: cuánto hay en él de dominio de un sujeto (que, por ello mismo, podrá ser llamado autor), cuánto hay, en fin, de arte y de temblor, de asombro y casualidad –o milagro– en una acción en la que, a menudo, el instigador se encuentra sorprendido en medio de una oscuridad ardiente, un pasmo fulgurante que lo excede o sobrepasa. “Nadie debe saber –escribió en Teorema– que un trazo sale bien por casualidad. Por casualidad, con temor; y que cuando un trazo, por milagro, sale bien, hay que protegerlo y custodiarlo como en una reliquia. Pero nadie, nadie debe advertirlo. El autor es un pobre idiota tembloroso”.

 

 

 

 

Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro; Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; La inflexión posmoderna. Márgenes de la modernidad; Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, y Las horas bellas. Escritos sobre cine. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Los consejos de Sherlock Holmes para los jóvenes teóricosCuerpos de cristal. El licenciado Vidriera, una alegoría de la fragilidad en el mundo barrocoEl tiempo que pasamos mirando. Notas breves sobre la visualidad contemporáneaGeorges de La Tour, un poco de materia puesta a arder y Pessoanas.

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