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La memoria difícil

 

Aquel soberbio emperramiento por considerar que todo fango que desde ahí se destilaba era producto purísimo del idealismo, ante la cobardía que cerraba la boca, ante los insultos y estupideces que decían los que querían dominar en las instituciones, en los negocios, en la cultura y en todo, porque parecía que ellos, sólo ellos, tenían derecho por ser los abanderados de ese país inquieto, abrasado, destrozado por su rencor y su rechinar de dientes, como si no hubiera vivido mejor que todos los de la nación durante tantos años; pero sólo ellos, con sus cleros hipócritas al frente, parecían representar a ese país difícil, sólo ellos con titularse nacionalistas, y alardear de que serían capaces de llevarnos a las más altas cimas de la riqueza y la felicidad, y no eran más que unos necios fanáticos que nos arrastraron día tras día a la mediocridad, a la desgracia, a la esterilidad y al infierno con sus discursos para cretinos y sus balas reservadas a los que estorbaban; y tras tanta ferocidad  y estupidez, ¿en qué fue a parar todo?

 

Angel García Ronda, La respuesta

Editorial del taller de Mario Muchnik. 2006

 

 

 

No he conocido a nadie que haya descrito mejor que Angel García Ronda en algunos parlamentos de la protagonista de su novela La respuesta el fango moral y la degradación que se fue introduciendo hasta el tuétano de la sociedad vasca, día a día, desde los años setenta. En muy pocos años ETA amordazó a la sociedad vasca -también a la navarra, aunque con menos fortuna- mediante una serie de asesinatos aleatorios que iban acompañados de acusaciones que estigmatizaban al asesinado y sus familiares. Así consiguieron que la gente dejase de opinar con libertad y que la población dejase de relacionarse con militares, policías y guardias civiles, las víctimas potenciales claramente identificadas por ETA. Los representantes del poder del Estado y sus familias conocieron un tormento social sin límites y sufrieron las oleadas de atentados terribles de los primeros años de la democracia española.

El miedo después de cuarenta años es, ya, parte de la idiosincrasia del comportamiento comunitario.

       Cada una de las medidas que buscan en los últimos años la deslegitimación social o política del fanatismo identitario nacionalista ha debido ser arrancada con enorme incomodidad para una parte relevante de la ciudadanía. La sociedad vasca ha eludido permanentemente enfrentarse a la responsabilidad colectiva por la pasividad e insensibilidad ante el fenómeno del fanatismo identitario terrorista de ETA. Hannah Arendt acuñó el concepto de que “somos responsables del mundo en que vivimos” y la sociedad vasca realiza un mohín de desagrado cada vez que alguien se atreve a pedir la palabra y repetir algo parecido.

       El epicentro del fanatismo reside en el adoctrinamiento y reclutamiento de niños en el País Vasco y Navarra, pero durante años, el análisis de esta realidad quedó velado por capas de prejuicios y relativismo que evitaron evaluar siquiera la existencia de este problema y del consentimiento del terror. Cuando ahora, después de tantos años, se pretende introducir un plan de prevención específica de la cultura de la violencia fanática entre los escolares vascos, el nivel de resistencia en el seno de la sociedad y de la comunidad educativa es tan hipócrita que, ciertamente pone al descubierto el grado de ciega mezquindad que ha llegado a echar raíces en las conciencias de muchos ciudadanos vascos.

       Y es que se fue generando un patrón de conciencia autosatisfecha de los que se sentían y sienten buenos. Son tantos los ciudadanos que jamás sintieron un segundo de desvelo porque asesinaban a sus compañeros de trabajo, a sus vecinos que se convirtieron en inadvertidos cómplices de la estructura de amedrentamiento de ETA y su entorno. En una sociedad pequeña, el comunitarismo mal entendido y la conciencia autosatisfecha llevaron a que ni siquiera la mayoría de los familiares de los amenazados necesitasen unos pocos segundos para encontrar pretextos que apartasen de sus conciencias la necesidad del más mínimo compromiso con los perseguidos o una cierta incomodidad moral. Normalmente elaboraron una sensación de enfado con los perseguidos, porque los que se lo habían buscado eran ciudadanos rebeldes al pensamiento nacionalista imperante y una vergüenza para ellos, los que se querían llevar bien con todo el mundo y profesaban la fe política de la mayoría. En los años setenta, ochenta y noventa esta perspectiva fue preponderante, y ahora, con los tímidos cambios sociales, incluso han olvidado que pensaron así. Las formas de elusión del compromiso son ahora más sutiles.

       En una sociedad repleta de humanos incapaces de un ejercicio mínimo de memoria y de evaluación del mal ambiental ejercitar estas capacidades fue entendido como una provocación. Incluso con el fin de ETA podría convertirse en un tabú recordar la historia del mal. Pero no quisiera apartarme de mi propia memoria, ni adelantar conclusiones.

       Recordar demasiado bien, percibir de forma demasiado perfecta nos llevaría a vivir como el personaje del cuento de Borges, Ireneo Funes, el Memorioso, el joven tullido que vivía en una cabaña, en la oscuridad, tal era la fuerza de su memoria y su capacidad de percepción después del accidente que le postró. No somos como Ireneo Funes y los recuerdos son una materia especialmente gelatinosa. Algunos recuerdos nos quedan fijados de forma indeleble. Eso nos parece, porque resultan sustanciales para explicarnos y explicar nuestra vida, quiénes somos o quiénes quisiéramos ser, y cuando esto pasa, el cerebro puede acuñar el relato de la memoria palabra por palabra.

 

 

       Pero está también la memoria engañosa. Somos animales simbólicos y generamos un mundo simbólico en el que habitamos. En ocasiones, la memoria nos encierra en una suerte de cajas chinas de las que no podemos escapar. La selección inconsciente de los recuerdos también habla de los seres humanos que dejamos de ser, de los seres humanos distintos que se encierran en una misma vida humana. Se ha escrito mucho sobre todos estos juegos de la memoria y sobre su importancia capital en la conformación de nuestra identidad personal. Sólo lo apunto para indicar que, no sé hasta qué punto parte de mi memoria que me parece tan ramificada, tan inabarcable, se encuentra, sin embargo, esclerotizada.

       Y está la memoria destruida. La negada. Hace muy pocos días ordené los armarios con mis hijas porque he ido guardando sus dibujos y cuadernos escolares desde que tenían dos o tres años y no podíamos seguir acumulándolos indiscriminadamente. Y en aquel desbarajuste apareció una vieja carpeta con cuadernos de mis años infantiles que mi propia madre había guardado. No sabría decir cuándo me lo entregó.

       Aquellos pocos cuadernos se correspondían con las edades de las niñas y ellas se lanzaron a buscar faltas de ortografía o errores de redacción en ellos, para reírse de una madre ahora tan severa en  lo relativo a la importancia de las palabras, pero también interesadas realmente por compararse ante esos restos de la infancia recuperada y por desentrañar quién fui, cuando fui como ellas.

       A la mayor de las niñas le llamó la atención la presencia obsesiva de banderas vascas en los dibujos, y se le abrían los ojos con una mezcla de curiosidad y escepticismo ante las pegatinas políticas que adornaban la vieja carpeta de cartón ajado. Tuve que explicarle la extrema ideologización nacionalista en que se vivía en mi pueblo natal, Hernani, a mediados de los años setenta. Mis hijas me hicieron ver y fijarme en estos detalles más allá de lo que otras veces percibí -o quise percibir- cuando había tropezado descuidadamente con la carpeta.

       Allí estaban las láminas con escenas infantiles aparentemente inocentes en las que se colaban pósters en miniatura reclamando amnistía en el reflejo de un cuarto infantil; dibujos que relataban disturbios muy violentos entre manifestantes y fuerzas policiales, vistos desde el balcón del piso donde vivíamos; dibujos con consignas antinucleares que en aquellos tiempos sirvieron de pretexto a la actividad terrorista; un dibujo catastrófico del género nacionalista, ecologista y anticapitalista en que aparecían citados incluso los nombres de grandes capitalistas de la burguesía de Neguri, que sería incapaz de citar ahora mismo cuando hace poco que los leí, pero que debí conocer entonces de forma nítida y precisa. Todo esto impregnaba mi pueblo en aquellos años, que fueron los momentos de gloria de los fanáticos identitarios y que todavía no eran percibidos así por casi nadie, y no sólo allí…

       Era muy niña cuando descubrí en la caja de adornos navideños octavillas de propaganda clandestina. No recuerdo el contenido de las hojas, pero supuse que mi hermano era activista de ETA y se lo comenté con el orgullo de quien guarda un secreto enorme a mi mejor amiga, mientras jugábamos a los personajes imaginarios subiéndonos sobre los bordillos de las tiendas en los alrededores de la librería Leokadisti en la calle Juan de Urbieta de Hernani.

       Un día, llegó a casa con pósters que denunciaban la desaparición de Pértur, por lo que imaginó que fue en 1976, y con los albores de la democracia, cuando empezó a militar en un partido político de ultraizquierda (EIA) que desembocó rápidamente en Euskadiko Ezkerra.

       Mi hermano no me habló nunca de aquella época de su juventud en que perteneció a la maquinaria de la locura identitaria y yo no le pregunté. No fue detenido. Abandonó aquel mundo y no pagó por su pertenencia a ETA ante la justicia. Sólo puedo conjeturar ahora que se sintió obligado siempre a colaborar frente y contra ETA.

       Me esfuerzo, pero no puedo recordar quién era yo en esos primeros años setenta, porque se me ha borrado la niña nacionalista que fui. De la religión política de la patria vasca me salvó la forma de ser de mis padres, la heterodoxa evolución política de mis hermanos mayores y algunos azares que me amoscaron, por lo que salí de la ikastola nacionalista en la que estudié vacunada contra el fanatismo identitario. No me vacunó, claro, contra otras formas de dogmatismo político más leve.

       Los dibujos de la niña entre los nueve y doce años (1974-1977) son testigos inapelables de una conciencia insensible hacia los asesinatos de ETA. La ausencia de perpepción hacia la humanidad de sus víctimas y de las familias rotas que iniciaban sus duelos estigmatizados en aquella sociedad es total. Me resulta doloroso ahora ser consciente de que formé parte de esa masa insensible.

       No fue antes de los dieciséis años, hacia 1981, cuando percibí el mal casi absoluto que convivía tranquilamente en nuestra sociedad. Antes de eso pude presenciar los primeros instantes posteriores a un atentado terrorista de ETA que sucedió en el patio trasero de algunos bloques de viviendas, entre la que se encontraba el lugar donde vivía con mi familia. En Hernani. En esos años que ahora se denominan de plomo. Mi habitación daba a aquel patio. Aquella tarde ya oscura de invierno cerrado. Se encendieron algunas luces en las casas. En la mayoría, no, aunque se percibían siluetas discretas mirando el espectáculo de un hombre tumbado, gravemente herido y un compañero desesperado gritando y pidiendo ayuda. El estremecimiento moral por observar el dolor físico de un ser humano, tan cerca, no desentumeció nuestras conciencias en aquellos días como para ponernos a pensar.

       No fue antes de los veinte cuando decidí comprometerme frente a ese estado de cosas y sólo se me ocurrió afiliarme al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), como una forma de rebeldía concreta en aquella localidad extraordinariamente nacionalista. En aquellos tiempos el dictado del nacionalismo que gobernaba indicaba que los no nacionalistas no éramos vascos.

 

 

       Pasé mucho desasosiego -tal vez miedo- la primera vez que me presenté en unas listas electorales en Hernani. Había roto definitivamente, públicamente, con aquella comunidad en la que crecí e ingresé en el mundo de los parias. No recuerdo bien las fechas, pero sí las sensaciones de mis primeros pasos en una sociedad abiertamente hostil y los primeros desprecios y humillaciones de gente hasta entonces muy cercana. Y la incomprensión general.

No me he arrepentido jamás de la vida que he vivido, ni siquiera en momentos complicados, pero tampoco había marcha atrás posible.

       Lo más duro para nuestra familia empezó algún tiempo después, cuando el acoso de muerte empezó a cercar a Joxeba. El día 22 de noviembre de 1994 conocí por teléfono que mi hermano Joxeba era objetivo preferente de ETA. Escribí algunos días en un cuaderno que también se perdió entre mis cosas. Y hoy, al igual que otras pocas veces que lo he abierto, no he pasado de leer el primer comentario porque la tristeza y el temor de entonces me parecen una chiquillada petulante al lado de la intensidad brutal del dolor que nos golpeó desde que lo asesinaron el 8 de febrero de 2003. Aquella mañana de noviembre salí a caminar después de balbucear una excusa convincente en la sede del Partido Socialista de Euskadi (PSE) donde tenía un pequeño despacho como parlamentaria autonómica. Salí a caminar, pero al poco rato me senté en un banco frente a la sede del gobierno civil. No lo recuerdo, sólo relato lo que está escrito en el cuaderno. Escribí que lo compré y que escribía sentada en un banco y ahora me parece que fuera y no fuera yo. La gente caminaba. Ya nunca miraría igual aquellas calles ni a sus gentes. Eso es lo único que sí recuerdo, porque ingresé en otra dimensión de la realidad y todavía camino, pienso y vivo en ella.

       Escribo estas líneas desde los cuarenta y cinco años y hay muchas cosas que han mejorado en las sociedades vasca y navarra. El endurecimiento de las penas, la eficacia de la actividad policial, la colaboración internacional, el análisis y los discursos que ayudan a la deslegitimación del terrorismo o la visibilidad de las víctimas de ETA han resultado certeros, pero sobre todo lo ha sido la ilegalización de las marcas políticas de ETA. Por eso, una vez más, ETA intentará marcar los tiempos de la opinión pública y de los agentes políticos para regresar a las instituciones, pues se asfixia fuera de ellas y resulta inexorable la degradación del resto de piezas del tinglado asesino.

       Frente a todo esto la sociedad vasca no ha conseguido sacudirse todavía el miedo, ni la tentación de seguir viviendo como si ETA no existiera, con un nivel de relativismo casi extremo ante cada relevo generacional de los de la identidad asesina. Mucha gente sigue tolerando los juegos de trile de ETA y su entorno. Hay quien incluso actúa en el papel de tontos necesarios en su estrategia, porque anhelan un final chapucero de ETA, con impunidad, con justificación relativa para la historia del terror de ETA. Y para la suya.

       Hay muchísima gente que siente una enorme cobardía interior y que será incapaz de reclamar a ETA que condene toda su historia de acoso y terrorismo.

       Me gustaría mucho equivocarme, pero no dudo de que mucha gente de la que se dice buena, de aquellos que siempre han dormido con la conciencia satisfecha, espera la menor excusa para poder instalar colectivamente un paréntesis obligatorio, como si nada hubiera ocurrido, con la tentación de establecer un nuevo y férreo tabú colectivo: el del aborrecimiento a reconocer la verdad del horror o su historia. Es lo que hay.

 


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