Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónLa memoria recuperada de la ‘Gauche Divine’

La memoria recuperada de la ‘Gauche Divine’

 

“Éste es un país en el que nadie escribe sus memorias, y así no hay manera de saber cómo se vive. Un país de analfabetos”, se quejaba Alberto Puig Palau, empresario, mecenas y bon vivant en las Conversaciones en Cataluña (1971) de Salvador Pániker. “Tío Alberto”, como lo llamaba Joan Manuel Serrat, era por entonces uno de los miembros más relevantes, si bien no el más mediático, de la Gauche Divine, denominación creada en octubre de 1967 por el periodista Joan de Sagarra para un heterogéneo grupo barcelonés de “nens de casa bona” que a finales de los sesenta, y al amparo del relativo aperturismo del régimen, pretendió renovar la cultura española poniéndola en contacto con las corrientes europeas de pensamiento y estética más modernas de la época. No es casualidad que sus miembros, “sentimentalmente liberales”, como los definiera por entonces Vázquez Montalbán en las páginas de Triunfo, se dedicaran a profesiones estrechamente relacionadas con la imagen y el mercado cultural: editores, fotógrafos, diseñadores, directores de cine, modelos publicitarias. Ese era el signo de los tiempos, los mass media, y ante la disyuntiva de apocalipsis o integración (Umberto Eco dixit), la izquierda divina lo tenía claro. Incluso la poesía se dejaría llevar por la fascinación de la imagen, especialmente cinematográfica, y la cultura popular,. Así lo manifestó el poema ‘El cine de los sábados’, de Antonio Martínez Sarrión, incluido en la controvertida antología de Josep Maria Castellet, Nueve novísimos poetas españoles.

 

En esa Barcelona ni tan hippie ni tan sexualmente liberada como pudiera deducirse de las leyendas alrededor de la discoteca Bocaccio, jóvenes editores –Jorge Herralde, Beatriz de Moura, Esther Tusquets- seguían la estela de Carlos Barral y daban a conocer a autores contraculturales y extranjeros que dejarían su huella en generaciones de lectores; directores como Joaquín Jordá y Jacinto Esteva producían sus películas experimentales; arquitectos como Oscar Tusquets, Oriol Bohigas o Ricardo Bofill empezaban a articular muy diferentes concepciones de lo espacial y lo urbano, desde la recuperación de la ciudad modernista a proyectos utópicos como Walden 7; Xavier Miserachs, Oriol Maspons y Colita retrataban en sus fotorreportajes la Barcelona que desaparecía, la canalla del Barrio Chino, y la nueva, moderna y pop que surgía. Cosmopolita y hedonista, se trató sin duda de un momento de eclosión sin precedentes, que contrastaba vivamente con el gris ambiente cultural de la época, entre el discurso oficial y folklorista del Spain is different, que escondía una tétrica realidad en su trastienda, y el de la disidencia del PCE (Partido Comunista de España), de militancia y sacrificio. Ante estas dos opciones, la Gauche Divine se decidió por un antifranquismo heterogéneo ideológicamente, marcado por una serie de gestos: ver cine de arte y ensayo, ir a Perpiñán los fines de semana, liberarse sexualmente (si la esposa de uno lo permitía y la esposa del otro se dejaba), hablar mal de Franco, colgar una reproducción del Guernica en casa y comprar alguna chuchería tibetana o hindú en Saltar i Parar… Así lo retrataban con ironía sus cronistas Juan Marsé y Vázquez Montalbán, en Últimas tardes con Teresa (1956) y Los alegres muchachos de Aztavara (1987), respectivamente, en la prehistoria y en el recuerdo del grupo ya en tiempos de democracia.

 

Jaime Gil de Biedma señalaba certeramente en la hora de esplendor del grupo, en una entrevista posteriormente recogida en el volumen de Ana María Moix 24 horas con la Gauche Divine, cómo sus miembros, habiendo pasado por un compromiso político en su juventud –muchos de ellos como “compañeros de viaje” del PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña)- asistían en el tardofranquismo a la frustración de cualquier cambio político, mientras que sus respectivas carreras profesionales florecían dentro de una sociedad cambiante, más urbana y consumista. Frente a esa situación, qué mejor que resguardarse del tétrico ambiente político bebiendo unas copas en Bocaccio, de vacaciones en Ajaccio o en la Costa Brava.

 

El año 1971 marcaría el fin de ese optimismo limitado por la realidad: el encierro en la Abadía de Montserrat en diciembre del año anterior en protesta por las condenas de muerte del Proceso de Burgos señalaba la politización imparable de la sociedad española y la exigencia de tomar partido. Cambios en el gabinete de gobierno dejaron paso al sector duro y los estados de excepción, especialmente en Cataluña y el País Vasco. En diciembre de 1971, Colita inauguraba una exposición de retratos de amigos, escritores, artistas, arquitectos, bajo el título La Gauche qui rit. Pocos días después era clausurada por la policía. La fiesta había terminado. Muchos de los miembros del grupo optaron entonces por centrarse en sus carreras, trabajar en el extranjero, como Román Gubern, que enseñaría en universidades estadounidenses, o simplemente replegarse a sus cuarteles de invierno. Y sin embargo años más tarde comenzaría la segunda vida de la Gauche Divine. 

 

Apenas se habían dispersado las multitudes que visitaban la capilla ardiente del dictador cuando empezaban a publicarse las memorias, como Años de penitencia, de Carlos Barral. Al poco le seguirían otros dos volúmenes, de enorme importancia para conocer la vida cultural de la disidencia al régimen: Los años sin excusa y Con las horas veloces. Pero sería especialmente en los noventa cuando esa generación, nacida al final de la Guerra Civil, decide “hacer memoria”, desde la plenitud de una vida profesional llena de éxitos y una posición privilegiada en el ambiente intelectual y político de la democracia. Así lo hizo Oriol Bohigas en sus dos volúmenes: Desde los años inciertos y Entusiasmos compartidos y batallas sin cuartel, Ricardo Bofill (Espacio y vida), Miserachs (Fulls de contactes), Gubern (Viaje de ida) y Eugenio Trías (El árbol de la ciencia), ya en el nuevo siglo. 

 

Pero fue al filo del año 2000 cuando la izquierda divina adquiere una nueva notoriedad mediática, con una exposición fotográfica de Colita, Miserachs y Maspons auspiciada por el Ministerio de Cultura, muy similar a la que había sido censurada en 1971. Ironías de la historia: los retratos, más bien inofensivos, de artistas y escritores prohibidos por el celo censor de la dictadura resultaban reinstaurados con el beneplácito de las autoridades ya en democracia. El hecho de que fuera el Gobierno del Partido Popular quien lo llevara a cabo lo problematiza, sin embargo. El prólogo del catálogo de la exposición, firmado por el entonces ministro Mariano Rajoy, señalaba el valor del grupo barcelonés al intentar escapar de “la España triste y negra del momento”. A qué se debía esa tristeza o negrura, no lo explicaba el prólogo, pero sí se puede deducir que tal reivindicación histórica respondía al debate que se estaba fraguando tras el tan mentado pacto de olvido de la Transición. La administración de la memoria histórica de la Guerra Civil y la dictadura a principios de este siglo demostraba un peso político innegable. Ante la imposibilidad de articular una herencia democrática democristiana o liberal, cuando muchos de los ministros de los gobiernos de José María Aznar eran retoños de políticos de Franco, ¿qué mejor que reivindicar una progresía de clase alta, no militante y no catalanista?

 

De esta manera, un grupo que se había definido en su momento, haciendo alarde de frivolidad epicúrea, de “ser gente de izquierdas que hace lo posible por vivir como gente de derechas”, como contestaba Oriol Regás a Ana María Moix en su cuestionario en 1971, se convertía paradójicamente en un espacio de lucha ideológica en su recuerdo. Las memorias de sus miembros seguían apareciendo, como los tres volúmenes de El peso de la paja de Terenci Moix, o de aquellos que habían asistido a su eclosión sin llegar a participar plenamente, como Salvador Pániker, muy crítico con el grupo en su Segunda memoria, Maruja Torres (Mujer en guerra) o Luis Carandell (Mis picas en Flandes y El día más feliz de mi vida). El caudal autobiográfico no se detiene, puesto que el recientemente fallecido Oriol Regàs publicaba en 2010 Los años divinos, privilegiando de entre toda su vida aquella etapa a finales de los sesenta. Con ello parecía que sus autores respondían a la crítica de Puig Palau mencionada al comienzo, con un importante número de volúmenes de diferentes estilos: crónicas asépticas de una época, dietarios centrados en la evolución profesional, memoriales de agravios personales. No obstante, una serie de motivos se repiten: la infancia burguesa, el paréntesis nebuloso de la guerra de estos niños de Burgos o de San Sebastián, trasladados pronto a la zona nacional; la educación religiosa y represiva; la llegada a la universidad y el primer encuentro con el antifranquismo; los escarceos eróticos –incluidas las frustrantes experiencias en el burdel de buen tono, de mano de sus progenitores-; la decepción del compromiso político; los éxitos profesionales. De esta forma, a pesar del marcado tono individual que se encuentra por esencia en el género autobiográfico, se empieza a esbozar una identidad generacional o colectiva articulada de manera textual.

 

Recordar, o hacer memoria, implica indefectiblemente seleccionar, iluminar algunos aspectos y ocultar otros, para llegar al cabo con el lector a un “pacto autobiográfico”, como señalaba el teórico francés Philippe Lejeune, con el que se asume la veracidad del escrito. La nostalgia desempeña un papel crítico en este caudal del recuerdo, un fenómeno paralelo al que encontramos en Estados Unidos en la generación hippie y contraria a la guerra de Vietnam o en Francia en aquellos que participaron o fueron testigos del mayo del 68. Es más, la Gauche Divine parecía singularmente predestinada a la nostalgia, debido a su tendencia al mito, como decía Gil de Biedma en su poema ‘Infancia y confesiones’, concientes sus miembros de estar viviendo un momento de eclosión personal y profesional. No obstante, otro aspecto se deduce de ese caudal de memorias, y es la ausencia de voces femeninas, algo que contrasta con el papel preponderante que tomaron las mujeres –jóvenes, ambiciosas, cosmopolitas, independientes, inteligentes- dentro del grupo. Las editoras Beatriz de Moura, Esther Tusquets y Rosa Regàs, escritoras como Ana María Moix, Cristina Fernández-Cubas y la uruguaya Cristina Peri Rossi, actrices como Teresa Gimpera, Serena Verano y Romy, la fotógrafa Colita y la cantante Guillermina Motta, entre otras, tomaron parte activa en la frenética actividad cultural de entonces, al mismo nivel que sus compañeros. Esas mujeres, como decía Terenci Moix, citado por Ricardo Dalmau en su libro Los Goytisolo, “darían a la Barcelona de los Sixties su tono más elevado: una raza de barcelonesas europeizadas que culminaría en una serie de amazonas inscritas con letras de oro en mi devocionario particular”. Resulta pues elocuente ese silencio autobiográfico años después, frente a su protagonismo en el pasado. Se puede argüir, sin embargo, que filtraron su recuerdo de manera diferente, como vemos en breves crónicas y artículos sobre la izquierda divina firmados por Rosa Regás o el testimonio de Romy incluido en el excelente documental El encargo del cazador, sobre la vida, y especialmente la muerte, de su compañero y director de cine Jacinto Esteva, de Joaquín Jordá. 

 

¿A qué se puede deber ese silencio? ¿Al pudor que impide desvelar una vida personal, sexual, familiar o profesional plena, o por el contrario, insatisfactoria? ¿A un prejuicio de clase (y género), que permitía a los hombres de la Gauche Divine mencionar sus visitas al “barrio chino perfumado” que era Pedralbes, donde se encontraban los burdeles de categoría, o sus escarceos con modistas o secretarias, mientras que limitaba a las mujeres a señalar que se casaron jóvenes por salir de casa “y luego todo fue un desastre” (Gimpera, en el catálogo de la exposición del 2000)? Su silencio podría responder a ese agravio comparativo que con ironía señalaba el protagonista de Historia de un idiota contada por él mismo, de Féliz de Azúa, frente a sus compañeros de generación: “las borracheras, la soledad, la ingratitud, el desprecio, la persecución pública; ése ha sido el pago que recibieron aquellas heroínas de cabello cardado y minifalda que agitaban sus cuerpecillos en el sendero de la guerra de los años sesenta provistas de un diafragma y un libro de Simone de Beauvoir”. Por ello, la obra autobiográfica de Esther Tusquets resulta doblemente llamativa, por su simple existencia y su extensión. Con tres volúmenes hasta la fecha –Confesiones de una editora poco mentirosa (2005), Habíamos ganado la guerra (2007) y Confesiones de una vieja dama indigna (2009)- al que se le acaba de unir otro más, escrito al alimón con su hermano Oscar, la novelista y ex-editora ofrece un “exceso” de memoria, o más bien una reescritura constante de la misma: la autora somete sus recuerdos a un continuo desvelamiento, desde los juegos de evocación de El mismo mar, siguiendo con Correspondencia privada, todavía bajo el marbete equívoco de ficción, para pasar al titubeo de esas Confesiones de una editora, que confesaban más bien poco, hasta progresivamente desnudarse en dos volúmenes más. 

 

Sidonie Smith, en su libro fundacional sobre autobiografías escritas por mujeres –Subjectivity, Identity and the Body (1993)-, señalaba que el relato del yo como género moderno surge estrechamente ligado al sujeto racional cartesiano del “pienso, luego existo”, consciente de sí, y al mismo tiempo marcado por su carácter burgués e indefectiblemente masculino. La mujer, nos dice Smith –señalada como “otredad”- que intentaba alejarse de las categorías de objeto de deseo o de ente asexual y maternal para seguir las pautas del relato autobiográfico tradicional se enfrentaba a un estatus de “monstruo”. La monstruosidad en las memorias de Tusquets adopta más bien ese otro motivo tan caro a las escritoras decimonónicas inglesas, la “loca del desván”, a la que es mejor no hacerle caso. O así lo asume la misma autora, con su denominación de “vieja dama indigna”, que no cumple con las normas de buen gusto propias de su clase social. Frente al más comedido tono de sus compañeros de generación, en cuyas autobiografías se destacan los logros profesionales y se velan los fracasos sentimentales o los matrimonios rotos, en las memorias de Tusquets se observa la sistemática ruptura con una serie de tabúes. Ya en Habíamos ganado la guerra se exponía con gran detalle la genealogía falangista de los Tusquets, y de paso de gran parte de esa intelligentsia progresista de la Ciudad Condal que formó parte de la Gauche Divine, para desmontar el mito de la Cataluña republicana vencida por Franco. Así, la autora señala cómo el comentario de su amiga y poeta Marta Pessarrodona al respecto –“todos perdimos la guerra”- la llevó precisamente a iniciar esas memorias de infancia y juventud.

 

Otra de esas normas no escritas sería el ocultamiento de una biografía erótica, que la ex-editora explora sin tapujos, con el privilegio de decir lo que se piensa cuando se llega a cierta edad, dando nombres y apellidos de hombres y mujeres, de enamoramientos adolescentes y relaciones maduras. Un espacio especial se guarda, claro está, para el triángulo con Ana María Moix y Pere Gimferrer, que ya había sido ficcionalizado en El amor es un juego solitario, que al poeta no había agradado en absoluto. Pero en ese discurso de lo sexual también se desmontan otros mitos, como la pretendida liberación sexual de la Gauche Divine. Relata pues cómo en cierto momento ella misma y la escritora Nuria Serrahima deciden tranquilamente quién de las dos se acostaría con un pintor ahí presente, mientras la esposa de éste es víctima de una crisis nerviosa, o cómo Oriol Maspons, su amante en esa época, muestra, a pesar de su pretendida despreocupación, unos encendidos celos y sentido de culpa. Doble tabú roto: la autora no sólo muestra un papel sexual activo, sino también una masculinidad no tan invulnerable como se pretendiera. A su vez, se matiza y diluye lo aventurero o peligroso del encierro en Montserrat en diciembre de 1970, mientras que algunas de las amistades de las que se hacía gala muestran su cariz menos amable. En este sentido, la obra memorialística de Tusquets presenta paralelismos con la de otro editor de relevancia enorme en la cultura internacional en español, Carlos Barral. Sus páginas resultan un ajuste de cuentas con colaboradores y antiguos amigos, y en gran medida consigo mismo, ese “personaje” ataviado de capa española o disfrazado de lobo de mar. En su último volumen, Con las horas veloces, el memorial de agravios fluye sin fin, con la frustración y amargura de un Barral que había perdido su proyecto vital, su editorial por la que había logrado la fama, tras la muerte accidental de su socio Víctor Seix.

 

El juego de máscaras que resulta inevitablemente de escribir una autobiografía convertía a Barral en un “personaje” de otro siglo, y a Tusquets en una pretendida “vieja dama indigna”. En Tusquets, sin embargo, esa amargura se limita, tal vez, a un solo caso, cuando se refiere a la biografía que escribiría junto con Mercedes Vilanova sobre Pasqual Maragall, rocambolesca historia de intereses políticos y competencia editorial. No obstante, en su casi totalidad sus memorias trasluce una nostalgia cargada de ironía que al mismo tiempo que matiza la mitología del pasado a la que la Gauche Divine se sentía tan proclive, no elude la satisfacción de una vida –privilegiada, eso sí- plena. No podemos sin embargo dejar de notar ese exceso de memoria, o más bien la reiteración de motivos ya familiares –la madre sofisticada y autoritaria, la educación multilingüe, las pequeñas anécdotas en sepia de una infancia burguesa y de trazas mitteleuropeas, tan alejadas del común de los españoles de aquella época-, que hilvana con su hermano en su reciente libro, de significativo título, Tiempos que fueron. Esa ex-editora poco mentirosa, incluso en la edad tardía en la que se develan las opiniones más incómodas, no puede sustraerse de un rasgo gauche-divinesco, la autorreferencialidad más acentuada. Tusquets afirmaba en su tercer volumen de memorias que a ella nunca le había atraído especialmente ese género. Pero como lectores sabemos que a pesar del “contrato autobiográfico” de Lejeune al autor nunca hay que creerle del todo.

 

 

 

Alberto Villamandos es profesor de literatura española en la Universidad de Missouri-Kansas City y ha publicado recientemente un libro sobre la Gauche Divine de Barcelona, El discreto encanto de la subversión (Laetoli)

Más del autor