Es célebre la frase de Winston Churchill “los Balcanes producen más historia que la que pueden digerir”. Pues bien, el siglo XX polaco no se queda a la zaga. Y en pleno ojo del huracán, huyendo del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial vía Berlín, Bruselas, Francia, España y el puerto de Lisboa, se encontraba Elżbieta Wittlin Lipton, una niña de solo siete años en aquel entonces, hija del gran novelista y poeta judeopolaco Józef Wittlin (1896-1976).
Nacida en Varsovia y formada en el Nueva York multicultural al que había arribado en 1941, Elizabeth cursó Bellas Artes, interiorismo y, finalmente, teatro experimental. Con su marido Michel y su hijo James pasó más de trece años en Madrid, donde estudió a fondo la poesía española, conociendo los arcanos de la historia del arte y la arquitectura de nuestro país de la mano del insigne Antonio Bonet Correa. Todo ello propició que Isabelita entablase una enorme amistad con poetas del calibre de Vicente Aleixandre, Carlos Bousoño, Francisco Brines (autor de la versión española de veinte poemas de Józef Wittlin), José Hierro, Claudio Rodríguez, Dionisio Cañas, Adolfo Cueto y, ya de vuelta a la Gran Manzana, el crítico cubano José Olivio Jiménez.
Amante de la escena, el añorado Francisco Nieva se convirtió en su amigo y mentor en el mundo del teatro. Si bien ya hemos enumerado sus referentes madrileños, al otro lado del charco le influirían poderosamente el crítico teatral polaco Jan Kott, el experto en Calderón Antonio Regalado, todo un erudito en teatro de Europa del Este como Daniel Gerould y su mejor amiga, la pintora cubana nacida en París Sita Gómez de Kanelba.
La lista de amistades y proezas sería interminable, pero nos faltaría entonces la dimensión humana de Liz, que acaba de publicar en la editorial Renacimiento la versión castellana de sus memorias, De un día para otro. En ellas, la emoción y la polisemia están presentes desde el mismo título.
Emulando su capacidad para recrear atmósferas, debo decir que conocí a Liz Wittlin en un estupendo seminario de la Universidad Complutense que organizaba uno de sus múltiples admiradores, el profesor Grzegorz Bąk. Me fascinaron sus dibujos y escenografías, su tocado digno del Hollywood dorado de las screwball comedies y su aspecto de Liz Taylor… solo que con un look más elegante y bohemio que la gran estrella. Entonces aún no la relacionaba con su ilustre padre, pero de lo que sí estaba segura era de que quería verla de nuevo y charlar con ella.
En aquel congreso estaba también su Amiga con mayúsculas y cómplice Nina Taylor-Terlecka, profesora de literatura polaca en la Universidad de Oxford y mujer del célebre crítico literario polaco Tymon Terlecki (1905-2000)
Decir que me parecieron dos personas singulares sería poco: en medio de la pompa y ceremonia de todo congreso universitario, y en presencia del Excelentísimo y Magnífico Rector, cada vez que una de las dos hablaba, yo me debatía entre el ataque de risa y la muda admiración por su ingenio.
Políglotas, hiperactivas y de enorme cultura, uno siente que la intelligentsia polaca sigue viva e inspirándonos a través de ellas. Y si hablamos de la intelligentsia nos referimos al ethos de los disidentes del zarismo –fueran deportados polacos o rusos–, que inspiró al intelectual comprometido francés y a la flor y nata de la intelectualidad centroeuropea. Y como lo cortés no quita lo valiente, pensamos también en el humor asquenazí de aquellos judíos que magistralmente pintaba Chagall, describía Isaac Bashevis Singer y evocaba Joseph Roth.
No obstante, España ha acabado siendo la patria de adopción de esta mujer cosmopolita, que desde hace años tiene su cuartel general en Madrid, sin por ello dejar de visitar Nueva York y Polonia.
Es por eso que, en cuanto nos enteramos de la edición de su biografía en nuestro idioma, todos quisimos participar en su gestación, lo que se plasmó en largas e hilarantes veladas en Chez Liz, su bohemia casa en pleno Barrio de las Letras; un cruce entre la tertulia del Café Gijón y el camarote de los Hermanos Marx.
Me veo forzada pues, a recurrir a una wittlinissimo sentido del humor para explicar mi humilde papel en la edición castellana de la autobiografía de Liz Wittlin, De un día para otro (Editorial Renacimiento, traducción de Trinidad Marín). Ciudadana del mundo, escribió originalmente sus memorias en inglés (Ediciones Facta, 2011), y solo un año después se tradujeron al polaco.
En mi caso, la contribución se circunscribe a correvisar el texto y traducir del polaco ‘Una artista con la aguja, la pluma y el pincel’, el vivísimo prólogo que firma Nina Taylor-Tarlecka. No olvidemos que las memorias se subtitulan, con fina ironía, Un reportaje de moda en tiempos convulsos.
Desde el principio, el relato oscila entre la magia y el horror, los juegos infantiles y la guerra, el humor y el desarraigo. De un lado, la niña varsoviana a la que el poeta Julian Tuwim le dedicó El Señor Tralalá, que arrastraba a su cuarto a escritores como Maria Dąbrowska o Bruno Schulz, quienes preferían jugar o dibujar con ella antes que quedarse en la rígida compañía de los adultos. Toda la magia del patinaje sobre hielo, los viajes exóticos, el teatro kabuki, y el cosmopolitismo vanguardista de los museos neoyorquinos.
De otro, maletas, ocupaciones, visados y listas negras. La prensa nacionalista polaca de la preguerra dibujando en la horca a los grandes poetas judíos Wittlin, Słonimski y Tuwim. La odisea del refugiado, en perpetua tensión e inquietud existencial. O la tediosa prosa del día a día, con los quehaceres domésticos y los interminables viajes en transporte público del trabajo o la escuela hasta el remoto barrio de Riverdale. Las tentaciones del consumismo, la decepción con la visita a la Polonia comunista o la ambivalencia de sentimientos que provoca en la autora Varsovia en la actualidad.
Frente a todo ello, el humor como bálsamo y válvula de escape. Así, los grandes apellidos, en la intimidad, parecen personajes gogolianos. No por casualidad la memoria de Liz no responde tanto a los olores como a las melodías y los trapitos.
Así, por el ojo de la cerradura el lector verá en bata y pijama al círculo de polacos exiliados en Nueva York. Pasará las vacaciones en Hunter, cerca de las montañas Catskill, donde Józef Wittlin reencontró la Huculszczyzna perdida de su infancia. Y durante la boda de Elżbieta, oirá cómo Jan Lechoń aporrea implacablemente el piano en presencia del mismísimo Artur Rubinstein.
Como si fuera un decorado de guiñol, aparecen y desaparecen Kazimierz y Halina Wierzyńska. En las distancias cortas, el poeta resulta ser un personaje muy pintoresco, perennemente exaltado y con un indisimulable acento de Lvov. Por su parte, Józef Wittlin es un auténtico tirano doméstico, enemigo acérrimo del control de natalidad gatuno, obsesivamente perfeccionista con el aspecto de su laboriosa mujer Halina y la educación musical de su hija… amén de un hipocondriaco sin remedio.
La distancia y la variedad de tonos y registros no hacen sino realzar el drama del exilio que recorre las páginas de este libro. Y es que ya desde la primera página De un día para otro nos devuelve a realidades tan ricas culturalmente como desconocidas, a saber: la Varsovia perdida de las familias judías más pudientes, el exotismo oriental del pueblo hutsul, la Polonia de entreguerras que Stalin cercenó como quiso, los exilios polaco, judeofrancés (caso de su marido), republicano español y cubano en Nueva York, y la España pobre y orgullosa del franquismo.
Además de rescatar esas realidades del olvido, la autora las compara con el momento actual, haciendo aquello que otro ilustre reportero –puesto que de reportaje de moda califica su autora este libro– como Ryszard Kapuściński llamaba “ejercicios de la memoria”.
Animo pues a todos los lectores a embarcarse en este viaje insólito, chispeante pero nunca frívolo, que es De un día para el otro. Verán que doña Elizabeth es una escritora nata, que adjetiva y alarga las frases (toda una proeza lingüística en los idiomas maternos de la autora, polaco e inglés, más sintéticos que el castellano) con la maestría de su padre Józef Wittlin; que cose con esmero cada palabra y cuida la cadencia y temperatura de sus párrafos.
Comprobarán que, a estas alturas, Isabelita es más gata que los madrileños. Y como buena felina anglófona, esta niña grande que es Elizabeth no tiene siete vidas, sino como poco, nueve. Esas nine lives que dice el proverbio inglés. Invito vivamente a saborear cada una de ellas, a cual más emotiva.
Amelia Serraller Calvo es eslavista y traductora de polaco, inglés y ruso. Entre 2007 y 2009 trabajó como profesora asociada de Hispanística en la Universidad de Wrocław. Doctora en Filología Eslava, fue investigadora en formación en la Universidad Complutense (2010-2014). Su tesis doctoral, titulada ¿Literatura o periodismo? La recepción de la obra de Ryszard Kapuściński (2015), ha sido financiada por el programa FPU del Ministerio de Educación. Además de la literatura documental y la Escuela Polaca del Reportaje, sus líneas de investigación incluyen la cultura judía en Polonia y las relaciones literarias hispano-eslavas. Miembro de ACEtt, entre sus autores traducidos figuran la escritora gallega Sofía Casanova, los catalanes Marc Artigau y Joan Roís de Corella, el ruso Vladímir Sorokin o los polacos Marcin Kurek, Piotr Bednarski y Wanda Prątnicka. En FronteraD ha publicado Cenizas y fuego: Crónicas de Ryszard Kapuscinski y El misterio Szymborska. La biografía ‘Trastos, recuerdos’: el foco en la obra, y traducido, junto a Elzbieta Bortkiewicz Morawska, el libro Cuba, síndrome isla, de Krzysztof Jacek Hinz, que acaba de publicar Los libros de fronterad.
De un día para otro. Un reportaje de moda en tiempos convulsos, por Elizabeth Wittlin Lipton
(Fragmentos elegidos por la autora)
En aquellos últimos días del verano precedente a la guerra, la brisa seca levantaba las vaporosas y perfumadas faldas estampadas de lunares o de mille fleurs de los vestidos chic que llevaban las mujeres de postín. Luciendo un peinado impecable o un elegante sombrerito de paja, se sentaban en los cafés al aire libre a devorar los pastelitos que se servían sobre refinadas blondas de papel. Los ofrecían esmerados camareros que en nada se parecían a aquellos apáticos, por no decir descorteses, que encontré en 1969. Los apetitosos pasteles se presentaban en repletas fuentes de plata, y una podía tomarse un largo tiempo para escoger. Entre ellos se encontraban mis favoritos: rurki z kremem (finos barquillos bañados de chocolate o más gruesos rollos de hojaldre, ambos rellenos de nata montada). También tenían sorbetes, que se consumían con unas cucharitas de plata con forma de diminutas palas rectangulares. Algunas de estas damas recorrían Varsovia, calle arriba, calle abajo, en lo que constituía un lánguido spacer (“paseo”). A juzgar por sus bronceados, acababan de volver de unas largas vacaciones. Parecían indiferentes a las señales que se hacían visibles. Estaban tan despreocupadas que no podían darse cuenta de que sus pasos, por muy indolentes que fuesen, de hecho, marchaban al compás de los vientos de guerra nacientes. La brisa hacía que los dobladillos de las faldas acariciasen las piernas de las damas. También rozaba mi cara; sentía su calor mientras revolvía mi corto y escaso cabello. Incluso las acacias parecían susurrarse entre ellas cada vez más alto, presagiando el mal que estaba por venir. Los hombres, con los nudos de las corbatas ya aflojados, balanceaban precariamente sus chaquetas sujetas por un solo dedo sobre sus espaldas. Estaban tan absortos en sus periódicos que se olvidaban de quejarse del calor. Hasta aquel momento la mayoría de ellos no había prestado atención a los más que evidentes indicios. “Estado de negación” era una expresión que no existía entonces. Un grupo de chicos, a menudo descalzos, repartía los diarios anunciando frenéticamente a grito pelado la dura realidad que podía leerse en sus titulares. Había llegado el gran momento para los golfillos callejeros. Por una vez todos les escuchaban atentamente y los periódicos se vendían en un abrir y cerrar de ojos. A mediodía, las calles de Varsovia rebosaban de gente. Era una contención del aliento colectiva. Una nueva clase de festín estival llegaba a su fin y muchos estaban eufóricos. Al fin y al cabo, rompía el polvoriento tedio de un periodo relativamente idílico, de una “luna de miel” que más tarde sería bautizada como periodo de entreguerras”.
(Páginas 89-90)
“Desde entonces, los postes de telégrafos que huyen ante mis ojos incrementando rítmicamente su velocidad, mientras miro por la ventana de un tren, me inquietan tanto como lo hace la vertiginosa velocidad del tiempo, con su equipaje de desorientación y pérdida de memoria. Estos postes de telégrafos me evocan horribles recuerdos, como los de no tener los papeles necesarios (permisos de salida, visados, affidávits), cuyo significado y propósito entonces todavía desconocía. En ese momento, sin embargo, tenía una ligera idea de lo que significaba el horror de divulgar secretos bajo presión, de lo que era ser un fugitivo y tener que cruzar fronteras cerradas o de lo que era estar recluido. La mala suerte consistía en tomar el camino equivocado o la dirección contraria a la que se necesitaba, una decisión que podía derivar en un fatal desenlace. Había escuchado o visto demasiado. Todo tenía el mismo sabor del pánico repentino que reseca la boca, como cuando olvido dónde está mi cartera o pasaporte, especialmente cuando me afecta el jet lag. Hasta ahora este asunto no me había preocupado pero, ¿cuánto tiempo me queda para recordar y documentar? En cualquier caso, en ese momento era demasiado joven para comprender que un “nuevo orden”, irreversible como el proceso del alumbramiento una vez empezado, acababa de establecerse en mi vida”.
(Páginas 106-107)
“(…) Los acontecimientos vividos eran todavía tan recientes que ni siquiera había dado tiempo a que se nos desaliñara la ropa. Recordé esto al ver las desorientadas caras de algunos refugiados de Kosovo en los canales de noticias. Sus destinos también habían sido alterados de repente. ¿Cómo podía alguien ir bien vestido, hablar inglés y haber sido totalmente privado de todo, incluyendo su identidad? La ropa durante esa parte de mi infancia tuvo un papel importante en suprimir o infundir pánico. Yo creía, como un Calderón del que no sabía nada entonces, que la suerte de cada uno estaba predestinada, no sabía por quién, Dios tenía que ser otra persona. La suerte se decidía de acuerdo con la ropa que alguien estaba destinado a llevar. Sin cuestionar nada, acepté sin reparos lo que estaba ocurriendo, fuera justo, injusto, ilógico o no, de forma infantil y egoísta. Me mostraba reacia a encontrar algo mucho peor si alguien hurgaba en la caja de Pandora sin fondo de aquellos días”.
(Páginas 110-111).
De un día para otro. Un reportaje de moda en tiempos convulsos, de Elizabeth Wittlin Lipton, acaba de ser publicado por la editorial Renacimiento.