—¿Quieres un poco?
—No, madre, acábeselo usted.
—Pero es que yo no quiero más, ¿seguro que no quieres un poco?
—Madre, por favor, bébaselo todo. Yo ya tengo el mío —dice el hombre señalando un cubalibre encima de la barra del bar.
Es un individuo de mediana edad, con espeso pelo negro y muy fornido, aunque con una prominente barriga que estira la descolorida camisa de rayas azules que lleva puesta. Se acerca al mostrador, envuelve el vaso de tubo con una gran mano curtida y vuelve a la mesa donde la mujer está tomando un café con leche a pequeños sorbitos. Se queda de pie.
Mira de reojo las máquinas tragaperras que se apelotonan al fondo del local, escondidas detrás de una columna, como si les diese vergüenza hacer todos esos ruiditos que hacen y vestirse con todas esas luces tan llamativas con las que se adornan. Parecen máquinas con remordimiento de conciencia. Al hombre, sin embargo, le tienen atrapado desde hace rato en su mágico encantamiento. Le han embelesado con sus agudos y repetitivos cantos de sirena y este ya pone rumbo al naufragio.
La mujer, mientras, ha comenzado a tararear quedamente. Da la impresión de que recita un mantra hipnótico, pero si se presta un poco de atención, se descubre que el sonido se convierte en la estrofa de una vieja copla. Qué tiene la zarzamora que a todas horas llora que llora por los rincones; ella que siempre reía y presumía de que partía los corazones… La mujer la repite sin descanso, con la mirada extraviada y con el café enfriándose entre sus manos. Cuando parece que está a punto de terminar, en realidad el soniquete está comenzando de nuevo. Es una canción que, por algún motivo que ya no recuerda, se le ha quedado grabada en su menguante memoria; de la tele, de haberla escuchado en la residencia o de cuando era joven. Sí, eso, de cuando era joven.
—Bébaselo, ahora que está caliente. —le repite el hombre, mientras se encamina hacia los brillantes colores.
—Es que no me apetece más —la mujer se percata de pronto de que sostiene una taza con las manos y la acerca muy despacio a la mesa. Intenta dejarla encima del plato, pero no acierta. La deposita directamente sobre la mesa. Mira alrededor sin detenerse en nada concreto y hace una mueca con la boca. No le está gustando mucho la bebida, pero enseguida se olvida y sigue con la canción.
Su hijo empieza a jugar en las máquinas, que ahora parecen menos grotescas; tienen a alguien que las hace compañía, que se ha dejado seducir por ellas. A él también se le nota más relajado, no tan envarado como en presencia de su madre, y se va soltando aún más a medida que juega partida tras partida, moneda tras moneda, como si bailase con su luminosa compañera. A veces gana, y entonces se le iluminan los ojos mientras escucha el fuerte golpeteo de las monedas que caen sobre el metal de la tolva. En ese momento, está convencido de que todos le miran, de que todos envidian su éxito. Pero al final siempre acaba perdiendo.
A esa hora, la de la sobremesa de domingo, no hay casi nadie en el bar, salvo el camarero y algún que otro cliente leyendo el periódico. Por eso, el hombre se permite distraer su atención del giro vertiginoso de los carretes y el sonido de las campanillas, volverse y decirle algo a la madre desde la distancia. Ella escucha su voz, le mira, pero no le reconoce y vuelve a entonar esa copla.
Se termina el café mucho antes de que al hijo se le acaben las monedas. Pero ella ni siquiera se ha percatado de que está en un bar y que sigue sentada en una mesa en la que, durante un buen rato, habrá una taza de café vacía. Tampoco, de que hoy se ha olvidado de peinar su ya escaso pelo cano, de que el pijama de hospital que lleva puesto apenas esconde su frágil delgadez o de que, a pesar del calor, no se ha quitado el abrigo masculino de paño gris desde que entró en el local. Pero a quién le importa eso si ella sigue cantando esa canción que tanto le gusta y que le hace sentirse joven otra vez.
—¿Qué pasa madre? ¿Se ha terminado ya el café? —le contesta el hombre al tiempo que se dirige a la barra. —Antonio, hazme el favor, cámbiame este billete —Pone un billete de veinte euros en la barra y mientras el camarero cuenta las monedas, se vuelve y le dice a su madre: —Enseguida nos vamos.
Pocos minutos después no le queda ni una sola moneda de las que le dio el camarero y, abatido, vuelve a la mesa dónde su madre, con la mirada perdida, canta con voz queda, aprovechando los que serán sus últimos momentos de juventud de la semana. Lo serán cuando su hijo pague las consumiciones, cuando le coja del brazo y le ayude a levantarse de la silla. Cuando se apoye en él para caminar hasta la puerta.
—Estas muy guapo hoy Nicolás. ¿Es que me vas a llevar al cine?
—No madre, yo no soy Nicolás, soy tu hijo Ramón. Cuidado, no tropiece con el escalón. —es lo último que se escucha cuando salen y se cierra la puerta del bar.
Volverán a la residencia para enfermos de Alzheimer, a un par de calles de distancia. Él la dejará allí hasta que vuelva a buscarla el domingo que viene, a la misma hora que este domingo, y que todos los domingos anteriores, como hacía con su padre cuando aún vivía. Quién sabe si en todo ese tiempo ella será capaz de sentirse joven otra vez.
Al verles salir, el camarero, que ya les conoce como clientes desde hace un tiempo, piensa que no sabría decir cuál de los dos le da más lástima, si ella, perdida irremediablemente en su pasado, o él, que se ha apostado su futuro en las máquinas tragaperras.