La mesa de Schönberg
Claudio Magris
Traducción de Pilar García Colmenarejo
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La imagen de la bondad a menudo va unida a una relación amistosa y confidencial con las cosas, a una respetuosa familiaridad con los objetos, a una atenta y sabia capacidad de manejarlos con habilidad, pero también con cuidado y respeto. La amabilidad dirigida a las personas, los animales o las plantas se extiende, espontáneamente, a las cosas, al vaso donde se pone la flor; la bondad también está en las manos, en la manera en que se tienden hacia otras o cogen un cenicero de la mesa. La atención, ha sido dicho, es una forma de plegaria, el reconocimiento de la realidad objetiva, de un orden, de confines; un modo de mirar más allá y por encima del propio Yo, de saber que nadie es el sátrapa tiránico y caprichoso del mundo ni puede devastarlo a su antojo, como nos sucede en esos penosos e impotentes arranques de cólera en los que, no pudiendo destrozarnos a nosotros mismos, a los demás o al universo, despedazamos el primer objeto que se pone a tiro. Existe una robusta bondad de las manos, precisamente de quien se preocupa por los demás y no se concentra estérilmente solo en sus apetencias; se asemeja a la infancia, cuya fantasía se enciende por una piedra o una caja de cerillas vacía, y se parece sobre todo al arte, que no existe sin esta sensual, curiosa y escrupulosa pasión por la concreción física y sensible de los detalles, por las formas, los colores, los olores, por una superficie lisa o áspera, por la revelación que puede llegarnos de la orla de la resaca o del botón cosido torcido en una chaqueta.
Todas las cosas y todos los materiales pueden ser envueltos por esta luz: clavos herrumbrosos, cristales de rascacielos o pantallas de ordenador que se animan como la lámpara de Aladino; pero sobre todo la madera tiene una religiosa fraternidad toda suya, quizá por la estrecha cercanía a la mano que la sujeta y modela, por el placer que da al tacto, por su olor vivo. No por nada el carpintero es una antigua, mítica figura de protectora bondad paterna, como San José o Gepeto.
También la mesa de Schönberg está repleta de objetos, hacinados a más no poder en ese aparente desorden en el que solamente quien los ha puesto y desparramado de esa forma puede manejarse, pero que —justo por eso— es el verdadero orden de quien vive y trabaja disponiendo y organizando la realidad. En esa mesa, a la buena de Dios, hay cuadernos, tinteros, libretas de apuntes, hojas de papel pautado atiborradas de notas, lápices, plumieres y libros, rodillitos construidos ingeniosamente para pegar sellos o cerrar sobres, un violín de cartón, complicados tableros de ajedrez ideados por él diferentes de los habituales y originales fichas, modelos y dibujos de los célebres naipes de su invención, los cuadraditos de cartulina de diferentes colores que le servían para estudiar las posibilidades combinatorias de las doce notas. En el suelo hay palos, dobla-papeles, sierras, martillos, utensilios y artilugios de variados géneros. La mayor parte de ellos son útiles fabricados por él, bien por necesidad y para ahorrar, bien por gusto y placer. Schönberg se construía su mundo como Robinson Crusoe, cortaba y segaba y pegaba, se hacía papeleras o cilindros para meter plumas y lapiceros, envolvía con cuidado en tiritas de cartón los muñoncitos de lápiz para hacer que duraran más.
Esa mesa no se encuentra en Viena, sino en Los Ángeles, en el Arnold Schönberg Institute de la University of Southern California —no es de extrañar, puesto que tal vez la Viena más verdadera sobreviva en el exilio—. Ese cálido mar de cosas está en la ciudad donde el músico se refugió para huir del nazismo; y no en la casa donde vivía —y ahora vive su hijo Ronald— sino en el instituto que guarda el riquísimo material de archivo que sus tres hijos depositaron allí en 1976: seis mil páginas de manuscritos musicales, literarios y personales, dos mil volúmenes donde a menudo abundan las anotaciones autógrafas en los márgenes, ensayos y artículos, epistolarios, fotografías, revistas, discos y cintas, documentos varios, desde los folios-licencia de la Primera Guerra Mundial a las tarjetas de felicitaciones, papeles de todas clases y de gran interés clasificados y ordenados con claridad y precisión.
Pero esa mesa no lleva a pensar en el exilio, en el desarraigo o la lejanía, sino en la casa, en los Lares, en una vida profundamente radicada en la familia, los afectos y el orden cotidiano. Esa entrañable miríada de objetos —que hace sentir la vida de cada día, provisional y caótica aunque indestructible en su apasionado transcurrir— declara la realeza sabática del idilio familiar judío que ningún pogromo, ningún exterminio puede destruir. Es la casa que el judío de la diáspora, sin patria pero con una patria en el corazón, lleva siempre consigo y que nada puede aniquilar; el judío insertado en la tradición, en la Ley, en el Libro, el cual, según la vieja historia, cuando parte y alguien le pregunta si va lejos, responde talmúdicamente a una pregunta preguntando a su vez: «¿Lejos de dónde?»; porque por una parte está lejos siempre y dondequiera que vaya, pero por otra nunca está lejos de su centro de valores.
En esa habitación de Schönberg, maestro y creador de disonancias, se advierte la huella de la armonía, la de un hombre que vivió en la armonía. Es la habitación de un fabuloso padre, de un personaje de familia que acaso no concretaba mucho y a quien sus parientes miraban con recelo, pero que para nosotros era el mago que daba vida a las cosas transformando trocitos de carta en criaturas misteriosas, construyendo teatros de marionetas o belenes con pastores y camellos que se mueven en la sombra. Nuria Schönberg-Nono, la hija que se ocupa personalmente del museo y está trabajando en una biografía del compositor, me habla de los semáforos de cartón y de otros complicados juguetes llenos de fantasía que su padre construía para ella y sus hermanos, o de las perchas especiales que le hacía a su mujer, Gertrude, para colgar las faldas de manera que no se arrugasen. En el ensayo escrito por ella que acompaña la publicación de los bonitos naipes hechos por Schönberg, cincuenta y dos cartas de whist, Nuria recuerda lo mucho que le gustaba de pequeña quedarse mirándolo mientras tijereteaba, cepillaba y encolaba preparando los modelos para sus invenciones, y sentir el olor del pegamento y del engrudo que el creador del Pierrot lunaire y de Moisés y Aarón hacía mezclando agua y harina en una cacerola.
Más tarde, durante la cena en casa Schönberg, los tres hermanos —Nuria, Ronald y Lawrence— rememoran de cuando en cuando juegos y cumpleaños, las veladas familiares que transcurrían sentados a la mesa entre chistes, bromas, risas e instancias a que se aplicaran en el colegio, con esa complicidad fraterna que es el mejor, más espontáneo homenaje a unos padres que han sabido ser tales.
Mirando esa mesa y escuchando esos relatos se piensa con envidia en el señorío de Schönberg sobre el tiempo, en el tiempo que utilizaba para tantas y tantas cosas aparentemente de poca monta en vez de dedicárselo, como sucede a menudo, a la febril administración del propio genio, a las conferencias, las entrevistas, la promoción de sí mismo y la organización cultural.
La grandeza de Schönberg no parece pesar sobre sus hijos, como quiere una retórica rancia y, entre otras cosas, sucede con frecuencia: no los aplasta sino que los potencia y más que nada los anima; no arroja una sombra sobre su rostro sino una luz fresca y amable, la clara y afectuosa sonrisa con que la hija me habla de su padre. Viendo las caras y las maneras de ser de sus hijos se intuye que Schönberg, un coloso del arte más elevado y riguroso, les dio ese afecto que educa a ser libres, a sentirse en armonía con el mundo —dentro de los límites en que la tragedia y la absurdidad de la vida lo permiten.
La música de Schönberg penetra profundamente en esa tragedia y esa absurdidad, en las disonancias del corazón, la historia y el destino. Sin la experiencia de la escisión y la laceración, sin aventurarse como Moisés en el desierto, sin renunciar a las consolaciones de las imágenes reconfortantes, no hay arte grande y no es posible siquiera dar voz a la armonía y la alegría: auténticas solo cuando pasan a través del conocimiento y la conciencia de la tragedia; de otro modo, falsas y postizas. El gran artista sabe, como Kafka, que su tarea es tomar para sí el lado negativo y el mal de su época. Pero esta bajada a los infiernos no es necesariamente fascinación del mal y renuncia a la humanidad. No muy lejos de la casa de Schönberg y de las altas olas del Pacífico que rompen de improviso enormes sobre la playa, vivía Thomas Mann, un exiliado como él. Los Schönberg iban a veces de visita a casa del escritor, pero los niños, incluso mayorcitos ya, tenían que quedarse fuera porque la infancia no gustaba mucho allí.
Schönberg sintió un profundo dolor cuando en el Doctor Faustus, para representar la tragedia del arte contemporáneo condenado a una perfección falta de humanidad y a su manera enlazada con la barbarie nazi, Mann identificó la música dodecafónica como este arte grande, pero inhumano y demoníaco. Naturalmente, Schönberg sabía muy bien que, como cualquier escritor que inventa un personaje, Mann estaba en el pleno derecho de prestar a su protagonista imaginario, Adrian Leverkühn, rasgos o detalles sugeridas por la realidad y por otras personas, sin pretender retratarlas objetivamente.
El Doctor Faustus no pretende ser un estudio sobre Schönberg, sino una novela. Pero la grandeza y la fama de la novela pueden inducir a muchos a pensar que la música de Schönberg es efectivamente la que Mann le atribuye a su héroe infernal. Judío y compenetrado en lo hondo por un sentimiento sagrado de lo humano, Schönberg no podía no entristecerse al ver que su música era relacionada de alguna manera con el resultado final y barbárico de la involución de la cultura germánica. «Si Mann me lo hubiese pedido», le dijo a su hija, «yo hubiera podido inventar para él una música demoníaca e inhumana que habría podido describir en su libro. No la inventé porque una música así no me interesaba, la mía es otra cosa…».
De entre numerosos malentendidos, ese le había amargado particularmente. Pero Schönberg, creador de una música radicalmente nueva y tantas veces malinterpretada, rechazada y acusada de muy diferentes maneras, había aprendido a soportar con tranquilidad también la incomprensión dolorosa, «A quien Dios Nuestro Señor le ha encomendado la misión de decir algo impopular», dice su voz serena y profunda en un discurso berlinés de 1931 que escucho en el museo, «le ha sido conferida a un tiempo por Él la capacidad de percibir y aceptar que ser comprendidos siempre se queda para los demás».
22 de octubre de 1989
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Il tavolo di Schònberg
L’immagine della bontà è spesso collegata a un rapporto amichevole e confidenziale con le cose, a una rispettosa familiarità con gli oggetti, a un’attenta e sapiente capacità di maneggiarli con abilità, ma anche con cura e riguardo. La gentilezza rivolta alle persone, agli animali, alle piante si estende, spontaneamente, alle cose, al bicchiere in cui si infila il fiore; la bontà è anche nelle mani, nel modo in cui si tendono verso altre o prendono un portacenere dal tavolo. L’attenzione, è stato detto, è una forma di preghiera, il riconoscimento della realtà oggettiva, di un ordine, di confini; un modo di guardare al di là e al di sopra del proprio Io, di sapere che nessuno è il satrapo tirannico e capriccioso del mondo né può devastarlo a suo arbitrio, come ci accade in quei penosi e impotenti scatti di collera in cui, non potendo distruggere noi stessi, gli altri o l’universo, facciamo a pezzi il primo oggetto che ci viene a tiro. C’è una robusta bontà delle mani, proprio di chi bada all’altro e non si concentra sterilmente solo sulle proprie smanie; assomiglia all’infanzia, la cui fantasia si accende per un sasso o per una scatola di fiammiferi vuota, e assomiglia soprattutto all’arte, che non esiste senza questa sensuale, curiosa e scrupolosa passione per la concretezza fisica e sensibile dei particolari, per le forme, i colori, gli odori, per una superficie liscia o spigolosa, per la rivelazione che può venire dall’orlo della risacca o dal bottone fuori posto di una giacca.
Tutte le cose e i materiali possono essere avvolti in questa luce, chiodi rugginosi, vetri di grattacieli o schermi di computer che si animano come la lampada di Aladino, ma soprattutto il legno ha una sua religiosa fraternità, forse per la stretta vicinanza alla mano che lo tiene e lo modella, per il piacere che dà al tatto, per l’odore vivo. Non per nulla il falegname è un’antica, mitica figura di protettiva bontà paterna, come san Giuseppe o Geppetto.
Anche il tavolo di lavoro di Arnold Schònberg è zeppo di oggetti, accatastati a profusione in quell’apparente disordine in cui solo chi li ha messi e dispersi a quel modo si raccapezza, ma che – appunto per questo – è il vero ordine di chi vive e lavora, disponendo e organizzando la realtà. Su quel tavolo, alla rinfusa, ci sono quaderni, calamai, blocchi di appunti, fogli di musica fitti di note, matite, portapenne e libri, rullini costruiti ingegnosamente per appiccicare francobolli o chiudere lettere, un violino di cartone, complicate scacchiere escogitate da lui e diverse da quelle consuete, con bizzarri pezzi di scacchi, modelli e disegni delle celebri carte da gioco di sua invenzione, i quadratini di cartoncino colorato che gli servivano per studiare le possibilità combinatorie delle dodici note. Per terra ci sono stecche, piegacarte, seghe, martelli, utensili e marchingegni di vario genere. Nella maggior parte si tratta di arnesi fabbricati da lui stesso, un po’ per necessità, un po’ per risparmiare, un po’ per gusto e piacere. Schònberg si costruiva il suo mondo come Robinson Crusoe, tagliava segava e incollava, si faceva i cestini per la carta straccia o i cilindri per tenere penne e matite, avvolgeva con cura in striscioline di cartone i mozziconi di lapis per farli durare più a lungo.
Quel tavolo non si trova a Vienna ma a Los Angeles, all’Arnold Schònberg Institute presso la University of Southern California – la più vera Vienna, del resto, sopravvive forse nell’esilio. Quel caldo mare di cose sta nella città in cui il musicista si era rifugiato per sfuggire al nazismo; e non nella casa dove egli abitava – e dove ora abita uno dei suoi figli, Ronald – ma nell’istituto che raccoglie il ricchissimo materiale d’archivio messo a disposizione nel 1976 dai tre figli: seimila pagine di manoscritti musicali, letterari e personali, duemila volumi spesso ricchi di annotazioni autografe in margine, saggi e articoli, epistolari, fotografie, riviste, dischi e cassette, quadri, testimonianze di vario genere, dai fogli-licenza durante la Prima guerra mondiale a biglietti d’auguri, documenti d’ogni sorta e di grande interesse classificati e ordinati con chiarezza e precisione.
Ma quel tavolo non fa pensare all’esilio, allo sradicamento o alla lontananza, bensì alla casa, ai Lari, a una vita profondamente radicata nella famiglia, negli affetti, nell’ordine quotidiano. Quella calda miriade di oggetti – che fa sentire la vita d’ogni giorno, provvisoria e caotica ma indistruttibile nel suo appassionato fluire – dice la regalità sabbatica dell’idillio familiare ebraico, che nessun pogrom e nessuno sterminio possono distruggere. È la casa dell’ebreo della diaspora, il quale non ha patria ma ha una patria nel cuore, che porta sempre con sé e che niente può annientare; l’ebreo inserito nella tradizione, nella Legge, nel Libro, il quale, secondo la vecchia storia, quando lo vedono partire e gli chiedono se vada lontano, risponde talmudicamente con una domanda ossia chiede a sua volta: «Lontano da dove?», perché da una parte egli è sempre e dovunque lontano, ma dall’altra non è mai lontano dal suo centro di valori.
In quella stanza di Schònberg, maestro e creatore di dissonanze, si avverte l’impronta dell’armonia, di un uomo vissuto nell’armonia. È la stanza di qualche favoloso padre, nonno o zio che forse abbiamo avuto nella nostra infanzia, qualche personaggio di famiglia che magari combinava poco e che i parenti guardavano con sospetto, ma che per noi era il mago che fa vivere le cose, trasformando pezzetti di carta in creature misteriose, costruendo teatri di marionette o presepi con pastori e cammelli che si muovono nell’ombra.
Nuria Schònberg-Nono, la figlia che si prende cura in particolare del museo e sta lavorando a una biografia del compositore, mi racconta infatti dei semafori di cartone e di altri giocattoli immaginosi e complicati che il padre costruiva per lei e i suoi fratelli o delle speciali grucce che egli faceva affinché la moglie Gertrude potesse appendervi le gonne in modo che restassero ben stirate; nel saggio scritto per accompagnare la pubblicazione delle incantevoli carte da gioco disegnate da Schònberg, cinquantadue carte di un whist, Nuria ricorda come da bambina amasse starlo a guardare quando lui preparava i modelli per le sue invenzioni, sforbiciando piallando e appiccicando, e sentire l’odore della colla e della miscela di acqua e farina che il creatore del Pierrot lunaire e di Mosè e Aronne rimestava in una pentola.
Più tardi, a cena in casa Schònberg, ogni tanto i tre fratelli – Nuria, Ronald e Lawrence – ricordano giochi e compleanni, serate e battute in famiglia, a tavola, moniti a far bene a scuola, scherzi e risate, con quella complicità fraterna che è il migliore, spontaneo omaggio a genitori che hanno saputo essere tali.
Guardando quel tavolo e ascoltando quelle storie, si pensa con invidia alla signoria che Schònberg aveva sul tempo, al tempo che adoperava per tante, tante cose apparentemente di poco conto, anziché dedicarlo, come spesso avviene, alla febbrile amministrazione del proprio genio, alle conferenze, alle interviste, alla promozione di se stesso, all’organizzazione culturale.
La grandezza di Schònberg non sembra pesare sui figli, come vuole una retorica stantia e come del resto spesso accade: non li schiaccia, ma li potenzia e soprattutto li allieta, non getta un’ombra sul loro viso ma una luce fresca e amabile, il chiaro affettuoso sorriso col quale la figlia mi parla del papà. Dal loro volto, dal loro modo di essere, s’intuisce che ai tre figli Schònberg, un grande dell’arte più alta e più rigorosa, deve aver dato quell’affetto che educa alla libertà, a sentirsi in armonia col mondo – nei limiti in cui ciò è possibile nella tragedia e nell’assurdità della vita.
La musica di Schònberg si è calata a fondo, con spietata lucidità, in quella tragedia e in quell’assurdità dell’esistenza, nelle dissonanze del cuore, della storia e del destino. Senza l’esperienza della scissione e della lacerazione, senza avventurarsi come Mosè nel deserto, rinunciando alle consolazioni delle immagini rassicuranti, non c’è grande arte e non è neppure possibile dar voce all’armonia e alla gioia, autentiche solo quando passano attraverso la conoscenza e la consapevolezza della tragedia, altrimenti false e posticce. Il grande artista sa, come Kafka, che il suo compito è assumere su di sé il negativo e il male della propria epoca.
Ma questa discesa agli inferi non è necessariamente fascinazione del male e rinuncia all’umanità.
Non molto lontano da casa Schònberg e dalle grandi onde del Pacifico che si abbattono d’improvviso enormi sulla spiaggia, c’era la casa di Thomas Mann, anch’egli esule. Gli Schònberg si recavano talora in visita dallo scrittore, ma i bambini, anche grandicelli, dovevano restare fuori, perché in quella casa non si amava troppo l’infanzia.
Schònberg rimase molto addolorato quando nel Doktor Faustus, per rappresentare la tragedia dell’arte contemporanea condannata a una perfezione priva di umanità e a suo modo intrecciata alla barbarie nazista, Mann identificò nella musica dodecafonica quest’arte grande, ma inumana e demonica. Naturalmente Schònberg sapeva benissimo che, come ogni scrittore che inventa un personaggio, Mann aveva il pieno diritto di prestare al suo protagonista immaginario, Adrian Leverkiihn, tratti o particolari suggeriti da altre realtà e da altre persone, senza pretendere di ritrarre oggettivamente queste ultime.
Il Doktor Faustus non presume certo di essere uno studio su Schònberg, ma un romanzo. Ma la grandezza e la fama del romanzo possono indurre molti a ritenere che la musica di Schònberg sia effettivamente quella che Mann attribuisce al suo eroe infero. Ebreo e profondamente pervaso da un senso sacro dell’umano, Schònberg non poteva non rattristarsi sentendo che la sua musica veniva in qualche modo connessa con l’esito finale e barbarico dell’involuzione della cultura germanica. «Se Mann me l’avesse chiesto» disse alla figlia «avrei potuto inventare per lui una musica demonica e disumana, che avrebbe potuto descrivere nel suo libro. Io non l’ho inventata, perché una musica di quel genere non mi interessava, la mia è un’altra cosa…».
Fra molti malintesi, quello lo aveva amareggiato particolarmente. Ma Schònberg, creatore di una musica radicalmente nuova e tante volte fraintesa, rifiutata e accusata nei più vari modi, aveva imparato a sopportare con tranquillità anche l’incomprensione dolorosa. «Chi ha avuto dal Signore Iddio la missione di dire qualcosa di impopolare» dice serena e profonda la sua voce in un discorso berlinese del 1931, che ascolto al museo «ha anche ricevuto da Lui la capacità di rendersi conto e accettare che, a essere capiti, sono sempre gli altri.»
22 ottobre 1989
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Claudio Magris (Trieste, 1939), prestigiosísimo germanista, ensayista y traductor de Ibsen, Kleist y Schnitzler, entre otros, es una de las figuras mayores de la literatura italiana contemporánea. En nuestro país se han publicado sus obras narrativas Conjeturas sobre un sable, El Danubio (Premio Internacional Antico Fattore y Premio Bagutta), Otro mar (Premio Europeo Agrigento, Premio Palazzo al Bosco y Premio Pannunzio), Microcosmos (Premio Strega), A ciegas (Premio Tomasi di Lampedusa), Así que Usted comprenderá y No ha lugar a proceder, el libro de textos breves Instantáneas, la pieza teatral La exposición y los ensayos recogidos en Utopía y desencanto, El infinito viajar, La historia no ha terminado, Alfabetos, La literatura es mi venganza (coescrito con Mario Vargas Llosa) y El secreto y no.
Claudio Magris ha recibido numerosos premios, entre los cuales están el Premio Erasmus en 2001, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2004, el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes en 2009 y el Premio de la FIL de Guadalajara en 2014.
El texto para esta entrega de la nube habitada, fue publicado en español en el año 2008, formando parte del libro El infinito viajar, de la editorial Anagrama.
https://www.anagrama-ed.es/libro/panorama-de-narrativas/el-infinito-viajar/9788433974730/PN_692
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