Salíamos de París. El incómodo autobús iba lleno de niños armando jaleo. Yo estaba sentado en la ventanilla mirando cómo se alejaban los edificios y estaba de un humor nostálgico, ese estado de ánimo que se apodera de uno cuando se va de París. Todos los niños se llevan algo de aquí, pensé. Sus cabecitas ahora están llenas de experiencias inolvidables.
Las niñas estaban sentadas a la derecha, los chicos a la izquierda. Se habían colocado así, yo no había hecho nada al respecto. De la sección de las niñas llegaba un rumor. Se prestaban las unas a las otras una especie de animalillo de felpa y repetían todo el tiempo: “¡Oooh, qué cuco, déjamelo otra vez! ¡Qué bonito que es! ¡Pásamelo a mí! ¡Pero qué monada, por Dios!”. El monstruo de felpa, con su estúpida sonrisa, pasaba de un regazo a otro, generando cada vez una nueva tormenta de entusiasmo. Así aguantaron una media hora.
En los asientos detrás de mí había sentados dos chicos, con gafas y con la frente ancha. Su conversación duró todo el trayecto París-Praga. Con mucha seriedad, y desde todos los puntos de vista, analizaban el problema de si la mierda arde.
Dos mundos solo separados por un estrecho pasillo.
La apuesta
Una vez fui a tomarme una cerveza a un tugurio de lo más ordinario. Me senté en una esquina a contemplar el ambiente. La camarera tendría sus buenos sesenta. Tenía tanta energía que tenía que derrocharla para mantenerse sana. Era pequeña y gris como un ratón. Se comportaba con innecesaria severidad. Miraba a través de sus gafas, tras las que titilaban unos ojos audaces. A los dos abuelos sentados en una esquina les trajo sopa de callos y unos bollos. La cerveza ya la tenían delante.
La camarera se giró mecánicamente sobre su eje y con la mirada controló el local, vacío, por otra parte.
El abuelo que estaba de cara a la sala hacía años habría sido un armario. Tenía una espléndida e imponente calva que mientras hablaba se masajeaba con los dedos, con tanto deleite que hasta me dio envidia.
El abuelo que estaba junto a él era lo opuesto. Los pies casi no le llegaban al suelo. Llevaba un mugriento traje gris y todo el tiempo se lo repasaba, o se rascaba, no sé.
—Te lo estoy diciendo, ¡lo echaron por la televisión! –gritó en voz muy alta.
—Bobadas –dijo el otro con la boca llena–. En mi vida he oído una gilipollez así. Vamos, hombre. Barcos de hormigón. ¡Vete a la mierda! Vamos, hombre.
—¡Los sacaron por la televisión! –gritó el primer vejete. Miró a su alrededor, con una mirada implorante. Nuestros ojos se cruzaron por un momento. Para mí duró varios segundos.
—El hormigón no flota –objetó serio el calvo–. Tírate un trozo de cemento en la sopa y mira lo que hace. ¡Se irá al fondo! Te lo digo yo. Vamos, hombre.
—¡Mira que eres difícil! –se quejó el viejo pequeñito–. Los hace subir el aire. Si no, ¿cómo crees que navegarían los barcos? Tírate un trozo de hierro en la sopa y lo mismo. Pero pon la cuchara en la superficie y verás.
—Sí, pero la cuchara es de aluminio –dijo triunfal el calvo–. Vamos, hombre.
La camarera salió de detrás de la barra. Con las manos en las caderas, les advirtió:
—¿No tuvisteis bastante ayer?
Los abuelos callaron y se quedaron mirando sus platos en silencio.
El camarero de la barra, sombrío, echó otra moneda en la máquina tragaperras y apretó mecánicamente los botones con las puntas de los dedos. Ante él, la ruleta corría centelleante y toda la máquina se iluminó de tal manera que daba vértigo.
Los ancianos pidieron otra cerveza. El pequeño entonces se dio un trago, eructó satisfecho y balbució:
—Lo que más me gusta en la tele son los documentales sobre la naturaleza. ¿Qué voy a mirar, si no? ¡Una mierda, voy a mirar!
Los ojos del calvo se ensombrecieron por un presentimiento malicioso, pero no objetó nada. El pequeño le miró fijamente y después gruñó, en voz relativamente baja:
—En la tele dijeron que el oso Kodiak mide tres metros y medio.
—Chaval, tres metros y medio no los mide ni un elefante. ¡Vamos, hombre! –Puso en duda el otro.
—Si se pone sobre las patas traseras y echa las de delante por encima de la cabeza, el oso Kodiak mide tres metros y medio.
—¡No me toques las narices, joder! –gritó el calvo, y se puso de pie bruscamente. Realmente era un gigante–. Yo mido dos metros, y tú metro sesenta, pues súbete a mis hombros y toca la pared con las manos. Y después me dices lo alto que es tu oso Kodiak. ¡Vamos, hombre! –Volvió a sentarse y añadió–. ¡Eso es una altura bestial, macho!
—Vale –asintió inesperadamente el pequeño, y empezó a subírsele a la espalda.
El calvo estaba sentado tranquilamente, y solo al sentir las suelas sobre sus hombros, gritó:
—¡Ahora sujétate, viejo! –Y se irguió lentamente. El anciano de encima se aguantaba desesperado a la pared, mientras las rodillas le temblaban visiblemente.
—¡Haz una señal ahí! –mandó el calvo.
—¡Ya basta! –gritó la camarera, que les estaba trayendo más cerveza.
El abuelo de debajo miró hacia atrás sorprendido y sonrió a modo de disculpa. El de encima grabó unas muescas visibles en la pintura, le dio un golpe a la mesa con la cadera y esparció por todas partes los panecillos que quedaban.
—¡“U-na-más” –la camarera rompía las sílabas como si tuviera un cuchillo para cortar carne– y os podéis ir largando! ¿Está claro?
Tras estas palabras, fue a tranquilizarse detrás de la barra.
El abuelo pequeñito estaba ligeramente agitado. Se sentó en silencio en la silla y se puso a repasarse el traje, o a rascarse. El calvo resopló:
—¡Kodiak, vamos, hombre! –Y tomó un trago de cerveza.
Desde la barra sonó un ragtime y el camarero, indiferente, buscó más monedas en la caja. Era una caja muy hermosa. Ohio, USA. Una obra de arte.
Los viejos, sentados, se miraban en silencio. Al más pequeño, del susto, le había dado hipo. Hipaba sin dejar de mirar al calvo.
—¡Aguanta la respiración! ¡Vamos, hombre! –le aconsejó el gigante. El pequeño inspiró profundamente y se quedó inmóvil, observando a su amigo. Este le miraba tranquilo.
—¡Hics! –estalló el pequeño.
—¡Vete a paseo! –dijo el gigante, fastidiado–. ¿No aguantas ni un momento sin respirar? Yo de joven podía aguantar tranquilamente dos minutos bajo el agua, y eso es más difícil, porque no puedes respirar por los poros. ¡Vamos, hombre!
—¡Yo también puedo! –gritó el pequeño, a quien el hipo se le pasó como por arte de magia–. Eso lo dieron por la tele, se ve que algunos cazadores de perlas aguantan tan ricamente quince minutos bajo el agua.
Desde la barra sonó el golpeteo ruidoso que acompaña los premios. La camarera daba vueltas como una niña pequeña, aplaudiendo. El camarero sonrió. No era una sonrisa precisamente bonita.
—Que te lo digo yo, ahora no aguantarías ni dos minutos, y eso en el aire. ¡Vamos, hombre!
El pequeño, ofendido, se quedó pensando.
—¿Qué te apuestas? –preguntó, arrogante.
—¡Una corona por segundo! –disparó el calvo, que se esperaba la pregunta.
—Hasta dos minutos pago yo. ¡A partir de dos minutos, pagas tú! ¿Vale? –se regocijó el pequeño.
El calvo se quitó solemnemente el reloj de pulsera y lo puso en la mesa.
—Omega. –Chasqueó la lengua–. ¡Vamos, hombre!
El pequeño se puso serio y miró la esfera.
—¡Preparados! –gritó alegre el calvo–. Listos… ¡ya!
El pequeñito inspiró a pleno pulmón y cerró los ojos. Estaba sentado inmóvil, con las palmas sobre la mesa. Durante un momento, solo se oía el ruido que llegaba desde la barra. Tlic, tlac, sonó la máquina, y la camarera aplaudió. El camarero le sonrió maliciosamente y con calma recogió su premio.
—¡Estás respirando! –constató el calvo, con una mezcla de irritación y admiración– ¡Estás respirando, abuelo!
—¡Psssssssst! –profirió el pequeño, y abrió lentamente sus ojos, llenos de agravio–. ¿Qué? –gruñó.
—He oído claramente cómo respirabas. ¡Vamos, hombre!
—¿Y cómo iba a hacer eso, por Dios? –aulló el pequeño.
—Por la nariz –comentó triste el calvo–. Te has aprovechado de mi confianza, y has respirado por la nariz. Como Felix Slováček, cuando toca el saxo soprano. Respira y sopla a la vez. ¡Vamos, hombre!
—¿Felix Slováček? –gritó incrédulo el pequeño, y miró a su alrededor–. ¡Te digo que no he respirado! –Después se puso en pie y levantó la mano patéticamente, como para hacer un juramento.
—Otra vez –decidió el calvo.
El pequeño esta vez no cerró los ojos. Tomó aire y miró fijamente a su amigo. Este le sostuvo la mirada, de vez en cuando echaba un vistazo al reloj.
Al pequeño no se le movía ni un músculo de la cara. Solo sus ojos cambiaron un poco. Ya no tenían nada concreto, se convirtieron poco a poco en unos ojos sin ningún significado profundo, solo dos objetos desorbitados colocados en la cara.
—¡Otra vez! –dijo disgustado el otro–. ¡Has vuelto a respirar!
El pequeño siguió sentado, y se defendió continuando con la apuesta.
—Ya no estoy contando –advirtió pertinaz el calvo–, ya puedes respirar tranquilamente. No voy a hacer el idiota aquí –soltó una carcajada nerviosa y se puso con cuidado el reloj en su fuerte muñeca.
El pequeño seguía mirándole sin el menor movimiento.
Este texto es un fragmento de la novela La mierda arde que, en traducción de Kepa Uharte, acaba de publicar a editorial Huso.
Petr Sabach (Praga, 1951) es escritor y guionista. Se graduó en Bibliotecnología, y en Teoría de la Cultura en la Universidad Carolina de Praga. Comenzó su carrera literaria con la publicación de cuentos en diversas revistas. Su primera publicación fue la colección de cuentos Jak potopit Austrálii (Cómo hundir Australia), de 1986. En 1994 publicó Hovno Hoří (La mierda arde), que se convirtió en el modelo de los filmes Pelíšky (Casas acogedoras) y Pupendo. Ha publicado también Opilé banány (Plátanos borrachos), Čtyři muži na vodĕ aneb Opilé banány se vracejí (Cuatro hombres a flote, o sea, Retorno de los plátanos borrachos), Občanský průkaz (Carné de identidad) y los libros de cuentos Škoda lásky (Wasted Love) y Království za story (Mi reino por un cuento). Su último libro se titula Rothschildova flaška (La botella de Rothschild). Este año ha recibido el premio Karel Čapek, el más importante que se otorga a las letras en su país.