El uruguayo Eduardo Galeano comenzó su inmensa obra Las venas abiertas de América Latina relatando lanavaricia de los conquistadores europeos, que masacraron al pueblo indígena para hacerse con su oro y su plata, esa misma que pasó sin pena ni gloria por España y Portugal para financiar la revolución industrial que se gestó en Inglaterra.
Cinco siglos después, en las provincias argentinas de San Juan, La Rioja, Catamarca o Jujuy, como también en el vecino Chile, al otro lado de la mágica cordillera andina, la minería sigue desangrando la montaña. De la mano de caciques como el gobernador sanjuanino, José Luis Gioja, y su hermano Juan Carlos, diputado nacional y casualmente dueño de una empresa minera, las minas son la enésima herida en la cordillera, la última falta de respeto a la Pachamama. Solo que ya no salen a borbotones el oro y la plata como lo hacían, hace unos siglos, en Zacatecas, Ouro Preto o Potosí. Apenas quedaron ya unas pepitas incrustadas en la piedra, tan minúsculas que es necesario hacer explotar el cerro a cielo abierto para después separar el oro de la piedra con cianuro, en un complicado proceso llamado lixivación, que, además de ser altamente contaminante, utiliza ingentes cantidades de agua, como ya conté hace un año en este reportaje para Público. Leo en Perfil que, sólo en la mina sanjuanina de Gualcamayo, la empresa canadiense Yamana Gold gasta en el proceso 110 litros de agua por segundo que el Gobierno provincial no le cobra. Los vecinos de Guadancol, un pueblo riojano en la frontera con San Juan, a 30 kilómetros de la mina, me cuentan que, en la noche, se pueden ver desde el pueblo las lucecitas de la mina.
¿Alcanzamos ya el camino de no retorno? Más cerca de las nubes y de la luz, más lejos de la sinrazón urbana que impone artificios incomprensibles que terminan por tornarse falsamente obvios, recuerdo, mientras admiro las montañas verdes y rojas de San Juan, que los pueblos indios supieron, mucho antes que los ecologistas europeos, hace ya cinco siglos, que el hombre blanco caminaba hacia la autodestrucción. Que sólo después de matar el último pez y secar el último río entendería su blanca avaricia que el dinero no se come. Hoy, tan cerca de ese momento, con tan pocos peces sanos y tantos tsunamis, la codicia multinacional sigue devorando las montañas, y sólo lentamente algunos despiertan a la conciencia y comienzan a entender lo irresponsable, injusto, loco y triste de un sistema depredador que destruye nuestro mundo y ni siquiera nos hace felices. Entre las montañas malvas y rojas y azules y verdes, me pregunto por qué nos empeñamos en vivir en ciudades, tan lejos de nosotros mismos. Con la belleza ultraterrenal pero tan terrestre de los Andes todavía tan reciente en la retina, me pregunto hasta cuándo la mayoría seguirá entendiendo como lógico un sistema que se basa en el crecimiento ilimitado mientras expolia, cada vez más voraz, los recursos naturales de un planeta que no nos pertenece. Nuestra civilización, apoyada en una religión cristiana que con soberbia coloca al hombre en el centro y en lo más alto de la creación, quiso ser tan inconsciente y desapegada de sí misma como para autodestruirse, amparada en la ignorancia –hasta hace pocas décadas, nadie en Europa y los Estados Unidos parecía darse cuenta de lo obvio: que la Naturaleza provee de recursos limitados- y después en la inercia –ahora que nos dimos cuenta y pocos ponen en duda ya, por ejemplo, los peligros del cambio climático-, la excusa es que no es tan fácil dar marcha atrás, que no es posible retroceder a la Edad Media ni es deseable frenar el desarrollo de los gigantes emergentes que, como China y Brasil, quieren comer más carne y comprar más autos y más jerséis y más zapatos. El hombre blanco cometió el peor de los pecados: la soberbia. Y arrancó de la montaña, para lucrarse, los metales preciosos que los incas ofrendaban a los dioses, y utilizó para matar la pólvora que los chinos inventaron para embellecer el cielo.
Durante siglos, los pueblos andinos soportaron la injusticia y el oprobio en silencio, con la mirada baja y una paciencia ancestral. El oro del Perú y el Brasil y la plata boliviana alimentaron el desarrollo irrefrenable y altivo de las naciones europeas y posibilitaron su revolución industrial. Hoy, despojados de sus riquezas, siguen siendo humillados en Argentina, en Chile, en Ecuador, en Perú, en Bolivia, en Colombia. ¿Su silencio fue estúpido o simplemente paciente? ¿Quién le debe a quién? ¿Cuándo pedirán perdón las naciones europeas por el expolio del pasado y comenzarán a modificar su actitud? En Bolivia, el país más pobre de Suramérica, los glaciares andinos se derriten como consecuencia del crecimiento irresponsable de otros, porque la Pachamama no entiende de fronteras. Como siempre, las ganancias se privatizan y se socializan las pérdidas.
Si no puedo –ni quiero- bajarme del mundo, ¿cómo lo cambio?
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