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Mientras tantoLa mirada de él

La mirada de él

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Que llame una japonesa para un servicio es un honor, por el enorme amor que le tengo a ese país, plagado de profesionales, donde se come y se bebe como siempre debería ser. Lo de los nipones es único, con una dignidad que llega hasta límites insospechados, ya que Rié, que así dijo llamarse, me advirtió que en la fiesta “seríamos tres”, aunque la tercera persona sólo miraría. “Pagaré lo que sea”, me advirtió. Y a mí la enfermedad bien llevada siempre me ha parecido estar tres pasos por delante. Más aún si la recaudación se triplicaba. Porque exigí 150 dólares americanos, una auténtica botella de oxígeno a mis exiguos ahorros.

 

Rié y Kiyo, su esposo, residen en un apartamento en el que nada más adentrarme me sentí como flotando en una nube: música de fondo que parecía sacada de las profundidades del mar, olor a flores frescas que en diversos ramos adornaban la casa, y un silencio entremezclado, puro hasta el extremo, que ayudado por el orden perfeccionista y la limpieza radical me hicieron sentirme tranquilo. Rié es la esposa de Kiyo y punto. Muy típico en la cultura japonesa. Sobre todo de donde provienen ellos: un pueblo perdido al norte de la gélida isla de Hokkaido.

 

Tomé asiento en un impecable sofá blanco, donde daba pena sentarse porque de tan perfecto parecía hasta planchado, sin arruga alguna o ligera mancha, como recién comprado. Me invitaron a un fabuloso té –era sábado y habíamos quedado a las diez de la mañana, horario inusual para este tipo de actividades placenteras– y departimos sobre su país y el mío: ellos interesados en la cultura española a través del flamenco, la gastronomía y la literatura, y yo intercalando mis intereses informativos a los suyos, donde intentaba recabar más datos u opiniones sobre Mishima, Kawabata y Oé, así del porqué del éxito de Murakami, que como las tarjetas de embarque en los aeropuertos, te lo encuentras en todos los lineales de librerías así como en demasiados antebrazos de unos lectores transportistas que suelen caer en la trampa de la mayoría; abducidos sin el más mínimo esfuerzo.

 

Intenté sonsacar a Kiyo dónde trabajaba, asumiendo que debía ser dueño o director general de una empresa, pero con el arte del saber estar llevó, con un tono de voz casi inaudible, la conversación a su terreno, donde en contraprestación a mi pregunta me indicó, con una finura imposible de aprender en escuela superior alguna, que me fuera desnudando.

 

–¿Aquí mismo?

 

–Sí, mi mujer ya está en la habitación preparándose. Yo sólo miraré desde el taburete que hay a los pies de la cama. No debes temer.

 

No sabía cómo explicárselo, pero mi miedo no era que aquel hombre saltara sobre la cama con la idea de ponerse las botas; mi temor era intentar comprender mi propia reacción ante un voyeur sin mirilla, ante un pajillero que clavaría sus ojos en los míos, y que a lo mejor, se enfadaría según la propulsión que diera al acto, o quién sabe, me obligaría a marcharme si no era lo suficientemente violento con su señora. Que cosas más raras se han visto.

 

De camino a la habitación volví a comprender la pureza del nipón, con unas plantas exuberantes a cada lado del pasillo, y esos olores penetrantes a flores y tierra mojada uniéndose a la más perfecta de las luces que entraban a través de unos ventanales que eran preservados por unos visillos con encajes de abuela. Y sobre la cama Rié, completamente desnuda, tumbada bocabajo, sin emitir sonido alguno, siquiera su respiración que podría haberse percibido ante tanto silencio sepulcral. Kiyo me acercó hasta la cama, empujándome levemente con una mano apoyada sobre mi espalda, que aunque en Occidente sea sinónimo de compadreo o confianza, en Japón y antes de tirarte por dinero a la mujer de uno que además quiere verlo, me dejó un sabor de boca tan extraño que pedí, como los escolares asustados ante la siguiente pregunta del maestro, ir al servicio.

 

En el baño, de dimensiones fuera de lo común, me apropié del cepillo que debía ser de ella –junto a él había otro más grande– y comencé a cepillarme los dientes asumiendo que sin duda alguna ése era mi primer acercamiento a una Rié a la que imaginaba bocabajo, sobre el camastro, contando mentalmente los segundos antes de mi definitiva llegada. Mientras me los cepillaba, tiraba de la cisterna sin descanso, ya que la más mínima sospecha hubiera sido mi tumba: entré desnudo y desde fuera se percibían sonidos incomprensibles. Luego oriné, volviendo a tirar de la cadena –debió ser la octava vez consecutiva– por lo que una nueva duda turbó mi tranquilidad: ¿y si Rié y Kiyo estaban pensando en que acababa de defecar y al no escuchar el sonido de la ducha se iban a sentir, en su pureza nipona, sucios y distantes? Al instante abrí la ducha lavándome de cintura para abajo, cuando una hora antes, y en mi propio hogar, había realizado la misma ceremonia pero con mi cuerpo entero. Pude aceptar en ese mismo momento que estaba perdiendo el control de la situación y que el culpable era el marido de mi clienta, si es que realmente no era mi auténtico cliente: el segundo caballero tras aquel peligrosísimo lituano, que iba a pagarme por mis trabajos sexuales.

 

–Como te he dicho yo sólo participaré mirando. Puedes estar tranquilo. Pero debes seguir mis instrucciones.

 

–De acuerdo.

 

–Bien, en el té de Rié deposité una importante cantidad de tranquilizantes, por lo que deberás hacerle el amor forzosamente, como si fuera una violación. Y no te preocupes: ella está al tanto de todo; este ejercicio ya lo hemos repetido muchas veces en Japón.

 

Al mismo tiempo que Kiyo me daba la información había rozado sin querer, al posarme en la cama, una de las pantorrillas de Rié que por frías me parecieron cadavéricas. Creo que hasta temblé.

 

–Disculpa, todo esto me supera un poco. ¿Estás seguro de que ella sabe que la has dormido?

 

–Absolutamente.

 

–¿Y de que está viva?

 

–Por supuesto. Dale la vuelta y tócale el pecho izquierdo; y ya verás como sus latidos son los latidos de siempre.

 

Dar la vuelta a un cadáver –seguía con la mosca detrás de la oreja– me impactó algo menos que apreciar los pechos de Rié, exquisitos y bien dotados, de pezones rojizos y el resto de un armónico blanco porcelana. Me pensé lo de poner las manos encima de ellos, como si en vez de prostituto hubiera sido el amigo preferido de la infancia de su marido, pero ante mis dudas, que no dejaban de crecer, apoyé la palma de mi mano derecha sobre la zona de su pecho izquierdo que debía emitir latidos. Y así fue como certifiqué que no iba a abrir una nueva puerta en mi disoluta vida: la de la necrofilia.

 

De todas maneras seguía muy asustado, sintiendo como una espada de Damocles aquella mirada que no dejaba de emitir ordenes, y temiendo que se hubiera pasado con los tranquilizantes y Rié, tras mi empalada, se hubiera convertido oficialmente en cadáver. Intentando amortiguar el sufrimiento, y como pensando en que el tiempo enfriaría las ilusiones de Kiyo, posé otra vez la mano sobre el corazón de una Rié que seguía profundamente narcotizada. A los treinta segundos, y con esa tranquilidad tantas veces irritante que proyectan los japoneses, recibí otro nuevo mandato que sonó a definitivo.

 

–Por favor, termina lo comenzado.

 

Pensé en las jovencitas que hacen la calle y se ven obligadas a besar a viejos con alientazos a brandy barato; o en otras aún más jóvenes a las que no les queda más remedio que trotar sobre barrigudos septuagenarios de Arkansas. Y entonces sí, desposeyéndome de cualquier atisbo de humanidad, cubrí a Rié sin esperar más que de mí, porque ni su cara ni su cuerpo emitían señal alguna. Kiyo, mientras tanto, sólo miraba, como excitado, pero completamente vestido y con los brazos cruzados. La ceremonia duró lo que duré yo. Por lo que a los diez minutos, y en un silencio que se mascaba en el ambiente, salté de la cama, desnudo y algo sudado, para volver a ese baño gigantesco donde tomé una ducha fría en la que creí ver conmigo a fantasmas de todo tipo.

 

Nunca supe si Rié despertaría o de si, tras mi salida, Kiyo ejecutaría otro ejercicio similar al mío. Pero puedo asegurar que no quedé gratamente realizado tras aquella mañana en el hogar de unos extrañísimos japoneses que me dejaron un par de noches en vela, desestabilizado. Sobre todo cuando deduje que muy posiblemente, tan amantes de las nuevas tecnologías que son los de esa nacionalidad, debían haber grabado las imágenes con un par de cámaras ocultas que dentro de poco tiempo serían la comidilla de internet y las novedades en el porno más cruel. Ya me imaginaba hasta a mis amigos masturbándose con una película casera en donde yo sería el protagonista además del asesino.

 

El riesgo de querer ganar más dinero al precio que sea es que muchas de esas veces debes invertir lo ganado en novedades –o no tantas– que te hacen perder la estabilidad económica por la que tanto apostaste. De esos 150 dólares tiré una quinta parte en un psicólogo holandés, por el mero hecho de contarle a alguien lo que me había ocurrido. Era la primera vez que cedía mi timón vital, aunque fuera por una sola hora, a un tipo al que ni conocía y en el que, además, nunca confié. Víctor, que así se llamaba, dejó pasar la hora en la que me explayé como el alcohólico que tras abandonar su hogar vaga durante un mes entero por las barras de los bares más decadentes contándole al primero que se le cruza cómo le va la vida. Creo recordar que sólo abrió la boca para darme las buenas tardes, despedirme y decirme a cuánto ascendía la cuenta. Y un resumen tristísimo a modo de diagnóstico y solución a la vez: “A lo mejor debería dejar de prostituirse y dedicarse a un oficio más honroso”.

 

A la salida de su consulta me sentí, en cierta medida, peor que cuando dejé atrás el hogar viciado de Rié y Kiyo. Quién era ese señor para decirme lo que tenía o no que hacer. Para empezar, y si ambas probabilidades volvieran a brotar, preferiría hacerle el acto a un semi cadáver que regresar al dictamen de un psicólogo que mucho me temo que no comprendió nada de lo que le conté. Por lo pronto me obsequié con un masaje con final feliz, terminando de destruir mi economía, que se pervierte a la misma velocidad que yo. Cuánto ganas, cuánto gastas.

 

 

Joaquín Campos, 24/11/13, Phnom Penh.

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