Son tan extraños los caminos de la vida como los caminos de los pintores…
«Me gusta nadar en el mar que siempre
está hablando solo
con la monótona voz de un viajero
que ya ni siquiera recuerda
cuánto tiempo lleva de viaje.
Nadar es como una oración:
las manos se unen y se separan,
se unen y se separan,
casi sin fin»,
escribe Adam Zagajewski en su libro Deseo, traducido por Xavier Farré y publicado por Acantilado cuando todavía vivía Jaume Vallcorba. Hasta esta tarde tórrida de Madrid yo no supe qué era en realidad nadar.
He vuelto a leer a Ivo Andric después de mucho tiempo. La casa aislada y otros relatos, que acaba de publicar la Editorial Encuentro, me ha permitido volver a mi querida Sarajevo. Ojalá hubiera conocido y leído este libro entonces, en aquellos duros y tristes años de 1992 y 1993, en pleno sitio, en plena guerra. En ‘Amores’, dice: «La mujer se levantó como un resorte, se desplazó levemente, y se levantó la falda, con soltura y naturalidad, como hacen las mujeres del pueblo antes de cruzar un riachuelo». La imagen salta a la vista. Me recordó de pronto la estampa de unas mujeres mozambiqueñas lavando en el Zambeze, y refrescándose, y de cómo le sugerí a mi chófer, que me llevó desde Maputo a Inhambane, que se trajera algo que leer, ya que entre entrevista y entrevista podía pasar mucho tiempo, largas esperas. Para mi sorpresa se presentó con El proceso, de Kafka, en portugués.
Veo la estampa de Andric y sé que el verdadero escritor está siempre ojo avizor, atesorando los movimientos de la vida, las imágenes que nos revelan. Es al final del mismo relato, el penúltimo de los que componen esa casa aislada, donde encuentro algo que me hace acercarme a Andric como si todavía viviera, y viviera en Madrid, y pudiéramos quedar esta tarde para dar un paseo por algunas salas del Museo del Prado, y luego quedarnos bebiendo hasta muy tarde en alguna taberna de Atocha: «La puerta de mi hotel ya estaba cerrada con llave. Tuve que llamar al timbre. Y lo hice tímidamente, con una turbia sensación de culpa. Me parecía que era muy tarde. Me parecía como si llegara desde lejos». Pensé que con estas dos imágenes ya podría dedicarle un poema a Ivo y a Sarajevo. Porque esa sensación de culpa ante la puerta cerrada del hotel yo también la he sentido. Y dice mucho de la capacidad de Andric para adentrarse en las sinuosidades del alma humana.
‘Zuja’ cierra La casa aislada. Allí leo: «Ella esta tarde, inesperadamente y sin un fin concreto, se ha personado en mi patio, viva y sin cambiar, tal como era en mi infancia. Al verla en la verja, con su hatillo de considerable tamaño, me recordó a las ancianas de antaño que, cuando iban a visitar a alguien, se quedaban por un día o dos. Y entró en casa con tal naturalidad y serenidad como si fuera a quedarse a cenar y pasar la noche». ¿A qué equiparar este hotel por el que no dejan de pasar los muertos de Bosnia para compartir sus cuitas con su anfitrión? ¿A qué deidad mítica, religiosa, filosófica cabría convocar? Mira Milosevic me dirá más tarde que esa casa aislada es sin duda «la casa de los Balcanes». Y lo que Ivo Andric intentó hacer durante buena parte de su vida, con El puente sobre el Drina y todos los puentes de su literatura, fue salvar el abismo entre Oriente y Occidente, entre el este y el oeste, entre los Balcanes aislados y esa Europa alejándose, desentendiéndose de los híspidos, intratables, incomprensibles dramas balcánicos.
Son raros los caminos de la vida y de los pintores. Cuando mi amiga Carla Fibla me habló de Enikö Nagy yo no había oído jamás pronunciar su nombre. Nacida en Rumania en 1979, hija de padres húngaros, creció sin embargo en Alemania. Lo que ella seguramente no sospechaba es que su vida iba a cambiar en África, y que Sudán iba a cautivar su corazón. Acaba de inaugurar en la Casa Árabe de Madrid una exposición que es fruto de un viaje de varios años por los dos Kordofanes sudaneses. Un viaje de exploración de las voces y las tradiciones, la filosofía y la vida cotidiana de un pueblo que las noticias han reducido a una nota a pie de página en los diarios, a la guerra, y al estereotipo de la condena con que con demasiado frecuencia resumimos todo lo africano. Lo que el periodismo debería tratar de evitar a toda costa. Ella trata de contar lo que no acertamos a contar. Después de hablar largo y tendido con ella una mañana de junio junto a la Puerta de Alcalá, aproveché la primera mañana disponible para asomarme a su Arena en mis ojos. Momentos sudaneses. Ya me había deslumbrado el libro de 800 páginas que da cuenta de su apasionada inmersión en la tradición oral y la vida cotidiana de dos regiones de un país que (antes y después de su división) es casi tan grande como Europa. Pero las palabras y las imágenes que cuelgan de las paredes de la Casa Árabe multiplican la emoción. Más de una le cortará el aliento. Pero no porque dé cuenta del horror (lo que solemos asociar a Sudán cuando pronunciamos su nombre), sino por todo lo contrario. Por la vida que dejamos de percibir cuando nos centramos solo en el espanto. África es muchas Áfricas. Este viaje, este libro, esta exposición de Enikö Nagy, centrada en Kordofán del Sur y Kordofán del Norte, es un empeño admirable. Son muchas las imágenes y las palabras que se quedarán danzando en la cabeza y la memoria de los que se acerquen a la sala de exposiciones de Casa Árabe antes de que sea demasiado tarde, y sobre todo hagan lo que siempre pedía la amiga de Zagajewski, la poeta polaca Wislawa Szymborska: prestar atención. Me quedo con la estampa de las bellas muchachas que, con los ojos cerrados, danzan meciendo sus cuellos como hacen las hembras de los camellos, mientras los hombres tocan los tambores.
El poeta polaco Adam Zagajewski, con quien espero conversar en breve a la sombra de árboles antiguos, escribe al final del poema titulado ‘Grandes ciudades’, dedicado «al señor Stanislaw Kasprzysiak»
vivimos sin corazón
y sin memoria…
hasta que no nos quedan fuerzas.
Fotos: Enikö Nagy