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Sociedad del espectáculoPantallasLa mirada onírica de Luis Buñuel

La mirada onírica de Luis Buñuel

 

III. Juego de asociaciones libres o pintura de aproximación al buñuelismo (que no es el art de hacer buñuelos… sino cine)

 

Casi ojo de la libertad/ Prefiguración/ Adivinación/ Casualidad/ Premonición/ Anticonformismo/ Inconformismo/ Desinterés/ Caos/ Filosofía de la muerte/ Herejía/ Anarquismo/ Surrealismo/ Marxismo/ Irreverencia/ Disfraz/ Contradicción/ Ambigüedad/ Dualidad/ Insatisfacción/ Condenación/ Generosidad/ Fraternidad/ Caridad/ Peligro/ Subversión/ Sacerdocio (entendido como búsqueda del ser auténtico)/ Renuncia/ Deseo/ Autenticidad/ Ocio/ Trabajo/ Extravío existencial/ Existencialismo/ Soledad/ Paranoia/ Masoquismo/ Fetichismo/ Necrofilia/ Posesión/ Misticismo/ Crimen/ Perversión/ Cambio/ Movimiento/ Aislamiento/ Excentricidad/ Locura/ Desbordamiento/ Claustro/ Camino/ Unidad/ Dispersión/ Sentido/ Sinsentido/ Coherencia/ Fragmentación/ Azar/ Experiencia/ Ruptura/ Poesía/ Pluralidad/ Memoria/ Síntesis/ Dialéctica/ Sentimiento/ Absurdo/ Lógica/ Risa/ Racionalidad/ Irracionalidad/ Hipnotismo/ Pulcritud/ Austeridad/ Autonomía/ Anticonvencionalismo/ Melodrama/ Amor/ Desamor/ Placeres (de aquí abajo)/ Hedonismo/ Tortura/ Sadomasoquismo (por vía de Sade)/ Asesinato/ Incesto/ Comedia/ Drama/ Tragedia/ Tragicomedia/ Imposibilidad de amar/ …de comer/ …de salir/ Represión/ Crueldad/ Ternura/ Ateísmo/ Fe/ Escepticismo/ Sensualidad/ Voyerismo/ Exhibicionismo/ Misterio/ Moral personal/ Sátira/ Crítica/ Ironía/ Anticensura/ Huelga/ Peste/ Pobreza/ Dignidad en la pobreza/ Miseria/ Reprobación de la miseria/ Honradez/ Justicia/ Sinceridad/ Ascetismo (entendido como búsqueda de la perfección ya no cristiana)/ Apacibilidad/ Violencia/ Repudio a la violencia/ Antinacionalismo/ Antiburguesía/ Afán de vivir/ Vida/ Sexo/ Sed de matar/ Muerte/ Humor/ Utopía/ Sueño/ Imaginación/ Libertad (fantasma de la…)

 

 

II. Había una vez un artista…

 

Había una vez un artista que creía que lo que la gente espera de los cineastas no es teoría sino experiencia, efectividad y no efectismo, insatisfacción y no conformismo. Un artista que en su juventud abofeteaba curas, se prohibía imágenes como la de asesinar a su hermano y acostarse con su madre y que sólo ya en la vejez aceptó plenamente la inocencia de su imaginación. Un artista que siempre intentó creer pero que nunca lo consiguió pues hizo conciencia de que se estaba engañando, de que no estaba hecho para la fe. Y que veía en ello una fatalidad: no podía salvarse a pesar suyo.

 

Había una vez un artista que se declaraba “ateo, gracias a Dios”, aparente contradicción pues “el ateísmo —por lo menos el mío— conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable”, y al que le era imposible tener fe, igual que le era imposible no pensar en ella: que se movía entre la necesidad de creer y la imposibilidad de creer pues pensaba y sentía que “creer y no creer son la misma cosa”. Añadiendo luego: “Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente en nada mi comportamiento”. (…) “Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiese”. Un artista que hubiera suscrito las palabras de Saramago: “No creo en la existencia de Dios. Los cristianos llevan dos mil años engañados. ¿Cómo puede ser que dos pueblos se exterminen creyendo cada uno de ellos que Dios está con él?”. Un artista que siempre vio en la historia de las religiones la negación misma de la religión y que en ningún caso aceptaba, si Dios estuviese, que pudiera castigarlo para toda la eternidad. No obstante, pareciera que dicho artista fuese castigado para toda la eternidad con la alegórica cruz del cine, como la que cargó en el rodaje de Nazarín. Un artista para quien el placer erótico está estrechamente unido a la idea de la religión, como lo sustentaba: “Sexo sin religión es como huevo sin sal. En la Suma Teológica, Santo Tomás dice que el acto sexual entre marido y mujer, a pesar del sacramento del matrimonio, no deja de ser pecado venial. La noción del pecado multiplica las posibilidades del deseo”.

 

Había una vez un artista que había alcanzado un grado de sinceridad insoportable para los demás, y en particular para el establishment, y que por ello fue apedreado por censores, policías, militares, clérigos, damas de hogar y malpensantes, so pretexto de diezmar el bien y avivar el mal, sin tener en cuenta que este no es el que la sociedad denuncia, ni que aquel está donde esa misma sociedad lo coloca. Un artista que por lo mismo preguntaba no sin insistencia y a la vez con rigor triste: “Ustedes los que juzgan como monstruos anormales a un necrófilo, a un masoquista, a un rebelde o a un enamorado, ¿no están, apenas, encubriendo sus propias represiones e intentando negar —exterminar— la experiencia ajena?”. Un artista para quien el lado trágico de la vida es a la vez cómico y que ponía a los borrachos como ejemplo de ello por su absoluta sinceridad… tragicomedia en la que también caben, y no propiamente por su sinceridad sino por su conflicto y sus contradicciones, déspotas y diplomáticos, reyes y putas (raro sinónimo, pese al cambio de género), santos y enamorados, monstruos y pervertidos, locos y bufones de la movida y de la quietuda españolas de ayer, hoy y siempre.

 

Había una vez un artista que sostenía: “Si se le permitiera, el cine sería el ojo de la libertad. Por el momento, podemos dormir tranquilos. La mirada libre del cine está bien dosificada por el conformismo del público y por los intereses comerciales de los productores. El día que el ojo del cine realmente vea y nos permita ver, el mundo estallará en llamas”. Un artista al que no le gustaba la política debido a que en ese campo, a los 82 años, se encontraba libre de ilusiones desde hacía cuarenta, por lo que ya no creía en ella. Así, en alguna ocasión contó: “Hace dos o tres años, me llamó la atención este slogan, paseado por unos manifestantes de izquierda en las calles de Madrid: ‘Contra Franco estábamos mejor’”.

 

Había una vez un artista que pensaba que la casualidad (sic) es la gran maestra de todas las cosas, que la necesidad viene luego y que en alguna parte entre el azar y el misterio se desliza la imaginación, “libertad total del hombre”, libertad específica a la que, como a las otras, se la ha intentado reducir, borrar, y para lo cual el cristianismo inventó el pecado de intención (que para el uribismo fue siempre prueba de condenación). Un artista que en tal sentido reiteraba: “Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: ‘¡Qué horror!’, y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás, malditos”. (Lo verdaderamente horroroso hubiera sido que pensara en asesinar a su madre y acostarse con su hermano).

 

Había una vez un artista al que le gustaban los recuerdos entomológicos de Fabre, el Marqués (“¡habrían tenido que hacerme leer a Sade antes que todas las demás cosas! ¡Cuántas lecturas inútiles!), Wagner, el violín y el banjo, comer temprano, el Norte, el frío y la lluvia. Un artista al que, por el contrario, no le gustaban mucho los ciegos ni la pedantería ni la jerga; que detestaba a muerte a Steinbeck, los banquetes y las entregas de premios; que sentía horror a las multitudes y a quien tampoco le gustaban la política, la publicidad, las estadísticas: “Es una de las plagas de nuestra época. Imposible leer una página de periódico sin encontrar una. Además, todas son falsas”. Un artista que amaba la soledad, a condición de que un amigo fuera a hablar con él de vez en cuando…

 

Había una vez un artista que primero fue un hombre, al que la Ciencia no le interesaba porque le parecía “presuntuosa, analítica y superficial”, que había nacido en algún lugar de España, el 22 de febrero de 1900, muerto en otro de México, el 29 de julio de 1983, y llamado Luis Buñuel Portolés. Un artista que fue un gran pensador, así no se sintiera filósofo, que con la misma lucidez se desplazó en aguas del humor, la ironía, el sarcasmo, la provocación, el escándalo, que en terrenos de la tristeza, la amargura, la soledad, la agonía, la muerte. Un artista que como tantos otros también fue presa de la angustia, el dolor, el miedo, el vacío, la caída… elementos a los que gracias a su singular capacidad inconsciente oponía otros que la Ciencia, precisamente, ignoraba y que para él eran preciosos: el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción…

 

Por último, un artista que, como Cioran respecto al oficio de escritor, tal vez pensaba: “El cineasta es un desequilibrado que utiliza esas ficciones que son las imágenes para curarse”. Salvo que don Luis Buñuel siempre estuvo curado por aquella sal que evita que se pudra la sensatez: la locura. Locura equivalente a novedad, la que a los ojos torcidos de la razón conservadora deriva en peligro, en atentado, en subversión. Como ahora. Como siempre. Y a la que, por ende, las autoridades de todo tipo (piensan que) deben reprimir. Afortunadamente, en el caso de Buñuel dicha locura o novedad siempre tuvo como ingrediente la única droga que ninguna policía del mundo puede intervenir, reprimir ni, mucho menos, capturar: el sueño. Factor por el que, para Carlos Fuentes, “el hombre gana la maravillosa y terrible percepción de lo que nunca será”. ¿Será?

 

Había una vez un artista… que aún vive, de aquellos que ya casi no existen o en todo caso hay cada día menos.

 

 

I. Don Luis Buñuel: una mirada onírica

 

Este trabajo está dedicado a Valentina, mi bella criatura, y a Santiago, camino sinónimo de La Vía Láctea…

 

Todo cine es político

Gian Maria Volonté


Quien desea y no actúa engendra la peste

William Blake


La verdadera filosofía es pensar en la muerte

Otto van Veen (Vaenius)

 

Don Luis Buñuel —sí, porque es uno de los directores que más respeto merece por su independencia intelectual— es al cine lo que Lovecraft, Rilke, Kafka e incluso Nietzsche, son a la literatura: un onirómano contumaz, es decir, un soñador empedernido (sólo en apariencia por insensible), en realidad practicante hiperestésico de la actividad inconsciente. Este texto, se advierte, ha sido escrito a intervalos irregulares, desde el sueño de la vigilia y a partir del orden del pensamiento asimétrico. En otras palabras, a la manera del automatismo psíquico del surrealismo (movimiento dentro del cual en lo que se refiere al cine Buñuel fue, es y será siempre el paradigma, así como Fournier, uno de sus precursores por su novela El gran Meaulnes) o de su heredera la “literatura instantánea”, como la llamó Jack Kerouac, cabeza visible de la Beat Generation, al lado de Allen Ginsberg, William Burroughs, Neal Cassady, Herbert Huncke, John Clellon Holmes, a quienes luego se unieron, en 1948, Carl Salomon y Philip Lamantia, en 1950 Gregory Corso y en 1954 Lawrence Ferlinghetti y Peter Orlovsky. Sin olvidar, desde luego, a otros beats ilustres desconocidos como McClure, Norse, Di Prima, Meltzer, Kaufman, Snyder y Brantigan. La palabra beatnik fue acuñada por Herb Caen, periodista de San Francisco, para referirse a los beats o Beat Generation, que habían establecido su epicentro en la Playa Norte de la ciudad, en un artículo escrito en el San Francisco Chronicle el 2 de abril de 1958, fusionando las voces beat, por beatitud, y nik, de Sputnik, por el primer satélite artificial que la URSS había lanzado seis meses antes, convirtiéndose en un símbolo, tanto del poderío soviético como de la amenaza de destrucción nuclear de Estados Unidos en el marco de la mal llamada Guerra Fría, debido a lo cual desató una ola de paranoia entre los gringos.    

 

Para comprender mejor esto hay que hablar un poco con la voz onírica del surrealismo, vocablo inventado por Apollinaire en 1917 con motivo del estreno de su obra teatral Las tetas de Tiresias, a la que calificó de drama surrealista para expresar una forma de ver la realidad, ya que no le servía otro. Lo definió así: “Cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo”. Luego recuperado en 1924 por Breton: “Sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro que se propone dar expresión, ya sea verbalmente, por escrito u otro medio cualquiera, al funcionamiento real del pensamiento. Dictado de este en ausencia de todo gobierno ejercido por la razón, libre de toda preocupación estética o moral”. Se considera precursor del surrealismo al citado poeta francés Apollinaire (nacido en Roma, 1880-1918), por sus obras Alcoholes y caligramas, y entre los pioneros al creador de la patafísica, el bretón Alfred Jarry, quien consideraba que “el simbolismo debe traducirse literalmente por la palabra libertad”; al sabio condensador de fantasía, inquietud y misticismo en su obra El cubilete de dados, el poeta católico francés Max Jacob; y, entre otros, al fundador del dadaísmo, el rumano Tristan Tzara, autor de Siete manifiestos dadá y quien en el primero de ellos, proclamado el 14 de julio de 1816, en el Saal Waag, de Zúrich, declaraba: “Dadá es la vida sin zapatillas ni paralelo… severa necesidad sin disciplina ni moralidad y escupimos en la humanidad”.

 

Y entre los miembros activos del surrealismo, en su época de mayor auge, cabría citar a Salvador Dalí, Max Ernst, Joan Miró, Man Ray, Ives Tanguy y Pierre Reverdy, amén, desde luego, de don Luis Buñuel, el culpable de este juego de asociaciones libres… y de aquel otro juego que, en estricto sentido, pretendía auscultar el subconsciente a través de la escritura, acudiendo a la experimentación psicológica como medio principal. En una dirección era la escritura automática y la burla lúdica frente a los cadáveres exquisitos, con un potencial inmenso de opciones políticas y sociales. En el surrealismo, como recuerda lúcidamente Carlos Fuentes, “Marx (Hay que transformar el mundo) y Rimbaud (Hay que cambiar la vida) se dieron la mano sobre los cadáveres de doce millones de europeos asesinados en nombre de la patria y de la propiedad”. Reflexión que como parte esencial de su formación Buñuel va a transformar en ataque permanente contra el orden económico de la burguesía, la de tan discreto encanto. Y retomando a Rimbaud, el surrealismo “quería remover la raíz de la poesía y de las relaciones humanas, en el último paso de sinceridad vital promovido por la escuela romántica”. En forzada síntesis, el surrealismo era antipoesía, antiliteratura, en cierta forma antipatía  —al menos la de Breton nadie la discutía, tía—, cinismo intelectual, asombro lírico, ideología crítica sin estigmas ni profetas y, de algún modo, refugio para luchar contra la razón y contra la estupidez europea que creía en la felicidad de la razón. En auxilio de la paradoja, cabría citar aquí a uno de los mayores racionalistas, Pascal, quien afirmaba que “el amor tiene razones que la razón ignora”.

 

Toda vez que el surrealismo habló con la voz del sueño, y Buñuel también, no sobra detenerse un rato en ese elemento inefable, irreprimible e incontrolable al que aquél ciego de oro llamado Borges —quien no le agradaba mucho a Buñuel aunque, como sostiene en Mi último suspiro: “Naturalmente, si estuviese de nuevo con él, quizás cambiara totalmente de opinión”definió como “una obra estética, quizás la expresión estética más antigua”. Y de la cual, sostiene Borges mismo, “sólo podemos examinar su memoria, su pobre memoria”. El problema comienza aquí porque la memoria del sueño no se corresponde directamente con el sueño. De ahí que resulte tan difícil separar en la obra de Buñuel, a propósito, las bipolaridades ficción-realidad, sueño-vigilia, introspección-exteriorización. Hecho, más aún, imposible en el caso concreto —un decir— de El discreto encanto de la burguesía (1972), película que vista desde fuera transcurre al ritmo lógico de Buñuel pero, desde la perspectiva externa, en medio del caos ilógico propio de la actividad onírica y de la repetición de acciones y de frases.

 

En este punto, en el que se da el conflicto entre la forma de ver y las cosas vistas y del que surge la unidad y la coherencia del, si se quiere, absurdo cine de Buñuel, nadie podría separar muy bien la imaginación de la vivencia, ni esta de aquella. Aun con el hiperrealismo de Los olvidados (1950) y de Nazarín (1958), otros dos muy sugerentes filmes de Buñuel y que parecen sendos sueños largamente soñados sobre el sacerdocio de las barriadas y del crimen y sobre el sacerdocio místico, ¿se podría estar de acuerdo, como creía el escritor australiano, nacido en Londres, Sir Thomas Browne (1826-1915), con que nuestra memoria de los sueños es más pobre que la espléndida realidad? Para fortuna de todos, vuelve Borges: “Otros, en cambio, creen que mejoramos los sueños: si pensamos que el sueño es una obra de ficción (yo creo que lo es) posiblemente sigamos fabulando en el momento de despertarnos y cuando, después, los contamos”.

 

Una vez se observa El discreto encanto de la burguesía no se sabe, no se puede saber, si Buñuel mejoró los sueños pues lo importante es que resultaron inmejorables. Lo que sí se puede asegurar es que tras despertar siguió fabulando en compañía de Jean-Claude Carrière, su guionista preferido, con quien quizás el director compartió la idea de los salvajes de un libro de Frazer, citado por Borges, para quienes los sueños, simplemente, son un episodio de la vigilia. Idea que coincide con la de los niños, que no saben muy bien cuáles son los límites que separan a la vigilia del sueño, ni viceversa. Quisiera cerrar este interminable capítulo de los sueños, citando una vez más a Borges (y, luego, a Schopenhauer): “Para el salvaje o para el niño los sueños son un episodio de la vigilia, para los poetas y los místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño. Esto lo dice, de modo seco y lacónico, Calderón: ‘La vida es sueño’. Y lo dice, ya con una imagen, Shakespeare: ‘Estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños’; y, espléndidamente, lo dice el poeta austriaco Walter von der Vogelweide, quien se pregunta (…): ‘ist es mein Leben geträumt oder ist es Wahr?’ [¿He soñado mi vida, o fue un sueño?] No está seguro. Lo que nos lleva, desde luego, al solipsismo; a la sospecha de que sólo hay un soñador y ese soñador es cada uno de nosotros. Ese soñador —tratándose de mí— en este momento está soñándolos a ustedes; está soñando esta sala y esta conferencia”. (Yo también…).

 

En El mundo como voluntad y representación, Tomo I, Schopenhauer establece un hondo paralelo entre los sueños y la lectura: “La vida y los sueños son las hojas de un libro único; la lectura continuada de esas páginas es lo que llamamos la vida real; pero cuando el momento acostumbrado de la lectura (el día) ha pasado y llega la hora del reposo, continuamos hojeando negligentemente el libro, abriéndolo al azar en tal o cual sitio, dando a veces con una página que ya hemos leído y otras con una que no conocemos; pero siempre leemos el mismo libro”. Al paralelo de Schopenhauer entre sueño y lectura y al ya antiguo de teatro y sueños, hay que hacer mención del hoy más marcado entre estos últimos y el cine, de acuerdo con Savater, quien cuenta que cuando su hijo Amador era pequeño le preguntó: “¿Por qué soñamos? ¿Es como una película que nos ponen a cada uno para entretenernos mientras dormimos?”. Savater cree y asevera que los sueños se parecen más al cine que al teatro “por su riqueza de efectos especiales, que también abundan mucho en el dominio onírico, y por la rapidez con la que se cambia de plano y escenario sin perder por ello el hilo de la historia”. El autor de tantos libros para Amador, que por ello parece estar enamorado de su hijo cuando apenas lo está de sí mismo (“tengo un hijo al que miro creyendo mirarme”, dice en Criaturas del aire), sólo exagera cuando sostiene que “soñamos en picados, contrapicados y planos-secuencia”, no tanto cuando supone que el estilo narrativo del cine ha influido en la forma de nuestros sueños, al igual que en muchos novelistas.

 

En efecto, antes y después de ver a Buñuel la forma de nuestros sueños tiene que ser distinta, como distinta tiene que ser nuestra mirada al haber apreciado ya su cine. Trayendo de nuevo, gracias al automatismo psíquico o a la literatura instantánea, a Los olvidados y a Nazarín, ¿quién podría discutir que al superrealismo más probablemente deliberado se opuso el super-yo más tenaz de Buñuel en dichos filmes? ¿Se atrevería alguien a poner en tela de juicio la idea de que a la mirada cómoda, conformista y complaciente de la conciencia y a la miopía del orden establecido, Buñuel impuso en dichas obras la mirada inconforme, peligrosa e incluso subversiva (sin lastres panfletarios, eso sí) y misteriosa, inherente al auténtico artista y propia del inconsciente? ¿Acaso lo que soñamos no dice nada sobre lo que somos como individuos, sobre lo que nos pasa y sobre las reacciones íntimas experimentadas? No es improbable que al traducir el material bruto, caótico y pasional de sus sueños en relato fílmico inteligible, Buñuel haya dejado pistas que permitan identificar el trastorno de sus deseos, cuestión esta que concuerda con la pregunta fundamental de Freud: “¿Por qué lo que queremos nos trastorna?”. Y que, dicho sea de paso, también tiene que ver con la idea de Carlos Fuentes según la cual “la libertad es la acción del deseo”. Finalmente, la tríada desear-querer-trastornar es en gran parte el soporte de esa terapéutica de clase (Buñuel) llamada psicoanálisis y fundada por Freud, cuya lectura y descubrimiento del inconsciente, huelga decirlo, le aportaron mucho al cineasta en su juventud, tal como confiesa en Mi último suspiro. Para poder burlarse de la razón y asumir la imaginación como la libertad total del hombre, Buñuel tenía que tomarse la libertad y la razón tan profundamente en serio como lo hizo Freud en toda su obra. Buñuel, para quien Naturaleza y Destino equivalen a sumisión, en su cine encarna la exigencia de una nueva libertad y la lucha por ella, que nace de un deseo no cumplido, de una necesidad insatisfecha, es una decisión intolerable de violar todo aquello que procura consagrarse a expensas de una exclusiva posibilidad del hombre.

 

“Hay que volver a la muchedumbre; su contacto endurece y pule; la soledad ablanda y pudre”, decía Nietzsche. Entonces, la primera opción del ser humano no es la soledad, no es otra que acercarse al prójimo. El cine de Buñuel sintetiza, por la metáfora, los fracasos y triunfos del ser con sus semejantes. Así, fracasa Papá Bustillo en La ilusión viaja en tranvía en su intento por denunciar un robo oficial; fracasa Simón del desierto, aquél estilita moderno y practicante real del cristianismo, azotado por la envidia clerical de quienes creen divulgar las ideas de Cristo, así como por la lluvia y el viento que vapulean su imponente e inservible pilastra; fracasa, en fin, el bueno de Pedro en Los olvidados a manos del malo de El Jaibo, cuando pretende sobreponerse a la apabullante impunidad de un medio criminal. Y triunfan Nazarín y Viridiana, a través de un paradójico fracaso, lo que podría llamarse también la filosofía del fracaso del triunfo, aplicable al arte de ese otro maestro del cine conocido como John Huston, a quien, precisamente, en gran parte se debe que Nazarín fuera presentada en Cannes, y de quien le gustaba a Buñuel El tesoro de la Sierra Madre (1948), quizá porque condensa aquella filosofía precitada que tiene no poco que ver con el hallazgo de un botín de oro puro que termina escurriéndose como espuma entre los dedos de quienes pretenden apropiárselo: seres que a la postre sucumben en medio de la pasión, la avaricia y la estupidez humanas. Como de hecho sucumben, en un paradójico triunfo, Nazarín y Viridiana: el primero, víctima de la pasión de una muchedumbre que duda de las evidencia aunque haya descubierto los secretos de una noble vida, la de un sacerdote que en su decisión de imitar a Cristo termina por verse convertido en un loco Don Quijote, al que acompañan dos Dulcineas: una, Ándara, prostituta; la otra, Beatriz, histérica.

 

Nazarín que es Buñuel que es Cristo en Nazarín fracasa al querer sembrar el bien en los terrenos de una sociedad que sólo genera mal y que sólo pregona cristianismo porque de hecho impide y condena la práctica concreta que del mismo realiza Nazarín. Su camino de asceta apenas conduce a la riña, la burla, la superstición, los celos, la envidia, el odio, la injusticia, la cárcel. Asimismo, la ruta filantrópica de Viridiana la llevará a los terrenos de la ingratitud, la frustración y la muerte en vida. Nazarín, aunque de santo pase a bufón y a loco (como Papá Bustillo), no fracasa del todo así haya refrescado en la memoria del espectador la imagen de un cristo nuevamente crucificado, por haberse metido a redentor. Su triunfo colosal está en aquella escena final en la que tras el simple hecho de aceptar una piña, y mientras suenan los patéticos y míticos tambores de Calanda (la única música en todo el filme: Cabrera Infante), Nazarín, a la par que deriva en un verdadero rebelde que demuestra con su acto que la limosna y la bondad no existen, amén de que la caridad no debe ser publicitada, decreta la muerte de ésta en su doble concepto cristiano y burgués. Claro, esto ya el loquito Nietzsche lo había dicho: “Si sólo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran muerto de hambre”. Nazarín, entre ellos. Y aquí podría añadirse: si la filantropía no condujera a la frustración, todas las buenas samaritanas vivirían muertas de risa. Viridiana, entre ellas.

 

Por su parte, los muchachos de Los olvidados y con ellos toda esa constelación (La vida está en otra parte, me dice Kundera al instante) de mendigos, putas, ladrones y demás ángeles negros marginales del cine de Buñuel, como los veinte personajes de El ángel exterminador (1962), no pueden salir de su atolladero con las dádivas seudo-altruistas, seudo-filantrópicas y sentimentaloides-burguesas que la sociedad les procura, conociendo de antemano su inutilidad. En tal sentido, Buñuel ha expresado: “Para mí, la verdadera inmoralidad es el sentimentalismo burgués”. Aquí debe señalarse que la clave de Los olvidados no está en descubrir la existencia o no de la felicidad sino en averiguar hasta qué punto es capaz de llegar el hombre en su desgracia, hasta qué punto se hace imposible encerrar su miseria, hasta qué punto la traición es hija legítima de la carencia. Al final, cuando el cadáver de Pedro, asesinado a tubazos por El Jaibo, es conducido por Meche y su abuelo sobre un burro a un basurero y arrojado allí… todo parece detenerse. Hasta el hipócrita tren de la misericordia cristiana descarrila. Y es que aquellos seres abandonados, sin posibilidad de identificación con progenitor alguno, incapaces de realizar el más mínimo movimiento (y ni hablar de crecer), mueren tal como nacieron: de un incontrolable impulso sexual, sin un verdadero sentido, cubiertos de antemano con el asfixiante manto del olvido, del silencio, de la desidia…

 

Según se cuenta, Buñuel consignaba con rigor en una libreta los múltiples sueños que le asaltaban una y otra vez. El crítico André Bazin vio en sus filmes la más justa expresión del universo onírico y “la única prueba estética contemporánea del freudismo” (asunto que al cineasta español le tenía sin cuidado). Con admirable fidelidad la obra de don Luis Buñuel explora ese espacio de fascinación, terror y violencia que es el sueño. Así, el hombre se inscribe en una tan fecunda como inevitable contradicción: desgarrado por completo entre la realidad de la vigilia y la fantasía del sueño. Realidad y fantasía que en no pocas ocasiones intercambian sus lugares dentro de la vigilia y el sueño, y viceversa. A grandes rasgos, el cine de Buñuel es el de lo no convencional, cine de la singularidad, de la belleza aun basada en el horror y por ello más cerca de la verdad perceptible que de la verdad demostrable, esta última, la que se busca con afán culpable, como en Las Hurdes (1932) o en Los olvidados (1950) o en Viridiana (1961), cine de la libertad por excelencia. ¿Hay acaso algo más parecido a la libertad… (perdón, al fantasma de la libertad), aparte de la imaginación, que los sueños? También, cine del inconformismo —“el conformismo ha sido, es y será siempre el peor enemigo del talento”, demanda a gritos, por vía de Günter Grass, aquél escritor sin mandato, Juan Goytisolo— y de la rebeldía, de la necesidad de movimiento (razón de ser del hombre y de la vida), de la urgencia de cambiar el statu quo.

 

Buñuel fue siempre un subversivo que no aspiró a subvertir; un entomólogo que no pretendió la vivisección de un insecto siquiera —surge la imagen intacta de una mosca dentro de un vaso de leche en un filme cuyo título no recuerdo o tal vez soñé…; un inconforme que jamás presumió de despertar simpatías; un profanador de tumbas en la ficción que nunca lo hizo en la realidad; un aventurero que nunca buscó compañías; un verdadero descubridor que jamás tuvo quién avistara tierra primero: es decir, que a pesar de los disfraces nunca fue un impostor. A fin de cuentas, se trataba de un artista y el arte no obedece a intenciones, pues escapa a todo control (de ahí la necesidad del político de servirse del artista) sino que produce efectos, resultados que no son nunca los que se propuso el creador: “No creo haber sentido nunca alegría al releer una página terminada”, decía Camus. Buñuel recordó hasta la saciedad, especialmente en El fantasma de la… (1974), que la verdadera filosofía consiste en pensar en la muerte, para estar más cerca de la vida; que la burguesía en su discreto encanto no puede desear porque nunca ha necesitado (y nadie es tan pobre como quien no tiene más que dinero); y, que en la acción del deseo se halla la libertad, así esta en realidad no exista para el hombre, ni aquél, el deseo, exista para el Estado, o una y otro sean meros intangibles…

 

Esta no ha sido más, pero tampoco menos, que una mirada onírica sobre la obra del gran arquitecto del sueño, sobre un cine desmitificador de tabúes, generador de presagios, productor de vudú: el cine de las tres luces, de la muerte cansada, de la vida activa. Apenas una mirada onírica sobre el cine de un artista que no se sabe de qué parte de la Vía Láctea provino o si lo hizo por el camino de Santiago; en qué tiempo vivió o si es que no se ha ido; en fin, del que no se sabe si todo lo que hizo lo hemos largamente soñado (como él) o simplemente vivido: pero, ¡ni cuenta que nos hemos dao…! Gracias a don Luis Buñuel porque nos enseñó que hay que soñar a pesar del Establecimiento y de los políticos y censores y demás gilipollas; que hay que sacar fuerzas aun de la inmensa debilidad que a veces nos acompaña; y a disparar sin temor y en libertad las balas de belleza de la imaginación —expresión esta que no puedo reprimir ni escamotear al cantautor Luis E. Aute, fallido cineasta—. Gracias, de nuevo, por acercarnos a la muerte sin temor alguno, posibilitándonos amar libremente (como él no pudo en sus películas desde La edad de oro hasta cuando vio claro que lo de Ese oscuro objeto del deseo era cierto) y a su vez renunciar poco a poco (claro, no sin sufrimiento) a los más graves dolores existenciales: el odio, la envidia, los celos, en gran parte causa de nuestra parálisis… parálisis que para Ladislao en El gran calavera (1949) es una verdadera filosofía, el quietismo, expresión ontológica del que no hace, literalmente, ni mierda…

 

Y gracias a todos ustedes, apreciados lectores, por haber compartido el azar asociativo de las balas de belleza de la imaginación que aquí se me han encasquillado, por culpa de los mismos tiradores: el automatismo psíquico, la literatura instantánea, esa terapéutica de clase llamada psicoanálisis y su sucedáneo la interpretación, y, especialmente, el gran calavera don Luis Buñuel… Para terminar, perdonen las posibles interpretaciones que aquí se hayan hecho. Después de todo, como afirma Jean-Claude Carrière: Juro que Buñuel no quería decir nada. (…) Como ejemplo de lo anterior, de acuerdo con Carrière mismo, ahora se sabe que la cajita del coreano en Belle de jour no contenía otra cosa que… el guión de la película.

 

 

P. S.: Perdón, contra la buena fe de Carrière, Buñuel tal vez sí quería decir algo… Para no dejar tanta blasfemia entre el tintero se citan las palabras del propio creador de esa burguesía que cual oveja no puede abandonar la Iglesia, en torno al ánimo político de su cine pues no sobra recordar lo obvio, o sea, que todo cine es político pero jamás debe ser panfletario: “En la época del surrealismo, todo parecía más claro y más fácil. Era posible atacar sorpresivamente a la burguesía, que estaba totalmente segura de sí misma y de la bondad de sus instituciones. Ahora, todo ha cambiado. El capitalismo ha desarrollado reflejos de defensa. La maldita publicidad lo absorbe todo, lo convierte todo en moda inocua. Poco antes de morir, André Breton me dijo: ‘Querido amigo, ya nadie se escandaliza de nada’. Es posible. Y, sin embargo, el mundo de hoy no es mejor que el mundo de 1929. Al contrario, es peor, por la confusión, el engaño. Sí, soy pesimista, pero en el buen sentido. En cualquier sociedad, el artista tiene una misión. Quizá su eficacia es limitada y seguramente el escritor, el cineasta, el pintor o el músico no pueden cambiar al mundo. Pero sí pueden mantener vivo un margen de disidencia continuo. El artista es el eterno inconforme. Gracias al artista, el Poder no puede nunca decir que todos están de acuerdo con él. Esa pequeña diferencia es muy importante. Cuando el Poder se siente totalmente justificado y aprobado, no resiste la tentación del fascismo. Las pequeñas armas de un libro o de una película quizá sean todavía útiles para desenmascarar esa potencialidad fascista escondida en la entraña del capitalismo. El pensamiento que me sigue guiando hoy, a los setenta y cinco años, es el mismo que me guió a los veintisiete años. Es una idea de Engels. El artista describe las relaciones sociales auténticas con el objeto de destruir las ideas convencionales de esas relaciones, poner en crisis el optimismo del mundo burgués y obligar al público a dudar de la perennidad del orden establecido. El sentido final de mis películas es ése: decir una y otra vez, por si alguien lo olvida o piensa lo contrario, que no vivimos en el mejor de los mundos. No sé si puedo hacer más”. (Yo tampoco…).

 

 

 

 

Bibliografía: Las universidades prefieren la bibliografía a la lectura de los textos. Jorge Luis Borges

 

 

 

 

Luis Carlos Muñoz Sarmiento (Bogotá, Colombia, 1957), padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo y, por encima de todo, lector. Realizador y locutor de Una mirada al jazz y La Fábrica de Sueños: Radiodifusora Nacional, Javeriana Estéreo y U. N. Radio (1990-2004). Fundador y director del Cine Club Andrés Caicedo (1984). Colaborador de ‘El Magazín’ de El Espectador. Hoy, director del Cine-Club & Tertulias Culturales de la Universidad Los Libertadores. En FronteraD ha publicado No legalizar las drogas es hipocresía

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